Una novela bien punketa: “Picnic”, de Lorena Ortiz (fragmento)

Tres personajes entrañables, tres mujeres en distintas etapas de vida, cuyas voces se suceden componiendo una polifonía con música de Patti Smith. Todo eso y más es "Picnic", novela punk de la escritora Lorena Ortiz, publicada en 2022 por la editorial Nitro Press. ¡No dejes de leerla!

Presentamos el fragmento inicial de la novela “Picnic”, de Lorena Ortiz, publicada en 2022 por la editorial Nitro Press.

Irene, profesora

La chica dio vuelta a la página del libro con desgano como si el papel pesara más de lo normal, era un ejemplar de pasta dura cuya portada anunciaba Grandes Artistas del Siglo XX. Se hallaba echada en el sofá negro de la salita de espera de la residencia universitaria. Llevaba los pies descalzos, jeans y una camiseta blanca sin mangas, muy ajustada, que destacaba su cuerpo delgado, me recordó a Patti Smith cuando grabó Horses. Eran casi las diez de la noche cuando entré y la vi. A pesar del ruido que hizo la puerta de cristal al abrir y del que hicieron las llantas de mi maleta, ni siquiera me volteó a ver, parecía cansada y con cierto aire de molestia. El chico de la recepción se mostró muy amable, me entregó la llave de mi habitación y me indicó cómo llegar al ascensor. Le pregunté si ya se había registrado la que sería mi compañera de cuarto por seis meses y me contestó que no. Al parecer llegaría una semana más tarde.

—Disfrutalo —expresó la muchacha con acento sudamericano sin quitar la vista del libro. Por un momento pensé que hablaba por teléfono y no que estaba al pendiente de mi conversación con el recepcionista.

Lorena Ortiz, la autora.

La habitación era pequeña pero con el mobiliario adecuado para compartir con otra persona: camas gemelas, dos sillas, un par de escritorios con sus respectivos libreros y conectores de luz, dobles cajoneras, y en el baño, igual, un par de toallas, dos vasitos para enjuagar la boca, todo planeado para que dos seres vivieran en el mismo espacio aun cuando no tuvieran nada en común, salvo las necesidades básicas de dormir, defecar, asearse, masturbarse, drogarse y otras tantas como estudiar, leer, escribir, preparar clases, chatear, ver películas, sacarse la borrita del ombligo o hablar a grito pelado con la familia por videoconferencia mientras tu compañero trata de redactar un ensayo para la clase del día siguiente. Cuando me cepillaba los dientes frente al espejo del baño escuché risas en el cuarto contiguo. Imaginé a un par de estudiantes tonteando. Recordé que el coordinador me había comentado que profesores y estudiantes estaríamos en edificios distintos, así que por un momento me sentí aliviada. Cuando apagué la luz y me acurruqué entre las sábanas, recordé lo que murmuró la chica del sillón. Cerré los ojos y me dije:

—¡Disfrútalo, Irene, disfrútalo!

 

Nadia, estudiante

El pibe de la recepción ya se ha ido a dormir, en su lugar ahora está Mariano, un guardia de seguridad que tiene más aspecto de chef que de policía. Le gusta ver recetas de cocina por internet y es un poco obeso. Junto al mostrador hay un monitor encendido donde puede observar la entrada principal de la universidad, ha preparado café y me ha invitado uno. No es la primera vez que me encuentra en este sillón echada con un libro o en ocasiones casi dormida. Es muy reservado, nunca me ha preguntado por qué estoy aquí y no en mi habitación o en la sala de estudio o en algún otro lugar de la residencia. Sólo en una ocasión cuando tomábamos un cortadito hablamos un poco de Los Beatles. Yo llevaba puesta mi camiseta de la portada de Abbey Road.

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—Es mi álbum favorito —dijo.

Yo sólo asentí sin saber qué comentar, pues no era fan del grupo, la camiseta era de un ex novio, nunca se la regresé porque me gustaba como se me veía.

—¡Conocí a Yoko Ono! —exclamó de repente.

—¿Dónde? —pregunté interesada.

—Bueno, tanto como conocerla, no. La vi varias veces en el lapso de un mes.

—¿Dónde? —volví a cuestionar, esta vez derramando el café por el entusiasmo que me provocaba conocer la anécdota.

—En un museo de Madrid. Trabajé ahí durante un par de meses el verano pasado.

—¡Qué suerte! ¿Recordás el nombre de la exposición?

—No. Pero no era nada buena.

—¿Por qué? ¿De qué trataba?

—Esa es la cuestión. No decía nada. Imagínate: era una serie de videos donde lo único que se veía eran nalgas, nalgas viejas, arrugadas, aguadas, temblorosas, con estrías, unas cuantas firmes y bien formadas. Seguro nalgas de distintas nacionalidades, las había blancas, morenas, amarillas, negras y rosadas. Tú estudias arte, seguro que si hubieras visto la expo me darías la razón. Quedé muy decepcionado de Yoko Ono. Sin embargo, de todos modos le pedí un autógrafo, pues sea lo que sea, fue la mujer de John Lennon, ¿no crees?

Por supuesto no supe qué contestar. No sabía si soltar la carcajada o salir huyendo. Opté por lo segundo.

 

Cinta, afanadora

Ni siquiera me dio tiempo de preparar café. Estaba en la ducha cuando me sonó el móvil con insistencia:

—Necesito que me cubras —escuché la voz de Yolanda cuando contesté.

La hostia. No podía decirle que no. Gracias a ella llegué viva la otra noche y con la dignidad casi intacta. Habíamos ido al cumpleaños de Gastón, un amigo en común. Bebí vino como si fuera la última vez. Me puse muy cariñosa y empecé a repartir besos en la boca a diestra y siniestra. Cuando estuve a punto de besar a mi ex marido delante de su esposa, Yolanda me sacó de la fiesta, condujo mi auto hasta mi apartamento y luego regresó a su casa en un taxi.

Antes de partir, crucé la calle y entré en la funeraria que está frente a mi edificio por un poco de café, esta vez no me acerqué a la caja de galletas, había mucha gente llorando, supuse que las iban a necesitar más que yo. Conduje mi Renault 12 más dormida que despierta hasta la residencia universitaria a un costado del campus, en los suburbios de la ciudad. Trabajaba en el turno vespertino y Yolanda en el matutino, esta vez haría los dos turnos.

A Yolanda y otro par de compañeras les tocaba arreglar las habitaciones de los estudiantes y profesores. A mí me correspondía barrer y fregar todo el edificio administrativo y el resto del tiempo lo pasaba en la lavandería, lo cual era un tanto aburrido, ya que por ahí no se aparecía nadie, no tenía con quién charlar y el ruido constante de las lavadoras me adormecía. Llegué muy temprano, tanto que aún estaba cerrada la puerta trasera, así que di toda la vuelta y entré por la puerta principal. En el lobby estaba una muchacha dormida en un sillón. En la recepción todavía estaba el guardia de seguridad nocturno, un hombre robusto que llevaba puesto un gafete con el nombre de Mariano.

 

 Irene

Se me cerraban los ojos a pesar de la taza de espresso vacía en la charola del desayuno. Las once horas de viaje desde México y el cambio de horario comenzaban a hacerse presentes en unos pies hinchados, un cuello torcido y una espalda entumecida. El comedor era amplio, bien iluminado con ventanas que daban al jardín. Era un día soleado que amenazaba con volverse un tanto caluroso al paso de las horas. Todos los ahí presentes tenían cara de ser estudiantes. Nadie tenía pinta de ser profesor de grado.

—¿También vienes al máster de Política? —me preguntó una chica con acento colombiano al tiempo de que se instalaba en la misma mesa donde yo estaba.

Picnic está contada por tres personajes entrañables, tres mujeres en distintas etapas de vida, cuyas voces se suceden componiendo una polifonía boho-chic, con un ritmo al que es difícil resistirse desde que inicia la historia.

—No.

—¿Al de Literatura? —volvió a preguntar, mientras comenzaba a comer con cierta prisa.

—Tampoco. Voy a dar una clase dentro del máster de Arte y Pensamiento.

—¡Wow! ¿Eres maestra? ¿Cuántos años tienes? —cuestionó con la boca llena.

Estaba a punto contestarle cuando se acercó el vicerrector del campus.

—Profesora, ¿cómo la tratan? —me preguntó tocando el respaldo de la silla que estaba frente a mí como si tuviera la intención de sentarse. Ante tal amenaza, la chica colombiana se levantó y se fue a otra mesa.

—¿Ya quedó instalada? ¿Qué tal durmió? —cuestionó todavía de pie.

Eran demasiadas preguntas en el lapso de un minuto.

—Bien, gracias —asentí con media sonrisa.

—No le creo, luego de un viaje como el que acaba de hacer se necesitan mínimo tres días para recuperarse —dijo frunciendo un poco la frente, al tiempo de que se le encendían las mejillas.

El vicerrector es un hombre bajito, regordete, de tez blanca y cara rosada con tendencia a ponerse roja ante cualquier esfuerzo por más insignificante que este sea: como conversar por celular o beber una copa de vino, no se diga tener una discusión o hablar en público.

Lo conocí hace un año en el Encuentro de Universidades Iberoamericanas que se llevó a cabo en la Ciudad de México. En esa ocasión fue invitado a presentar una ponencia sobre educación a distancia. Lo recuerdo bien porque parecía que iba a darle un infarto. Conforme avanzaba en su discurso, su cara iba enrojeciendo. Comenzó a sudar y tuvo que aflojar un poco la corbata. Cuando terminó su conferencia estaba empapado, parecía que había participado en un maratón y no en un encuentro universitario. Más tarde, durante la cena, me lo presentaron y pude constatar, sentada frente a él, que le ocurría lo mismo cuando bebía de su copa que cuando comía la ensalada. Yo era profesora de la Facultad de Artes, en realidad no me correspondía estar ahí, pero Mari Paz Duarte, la Coordinadora del Departamento me pidió que la acompañara, estaba recién llegada de una estancia semestral en Buenos Aires y se sentía un poco ajena a las actividades de la universidad.

La cena se llevó a cabo en un hotel exclusivo en la zona de Polanco. El vicerrector iba acompañado de su esposa, una mujer relativamente joven, guapa y de apariencia discreta, sin embargo, eso no impidió que durante toda la velada él se la pasara coqueteando con Mari Paz. A mí me empezó a dar pena ajena, así que cuando la señora Valeria Peinado se disculpó para ir al tocador, aproveché también para levantarme y salir al jardín a fumar tabaco. En el pasillo me topé con una pareja mayor que me pidió le sacara una fotografía junto a la escultura de un torero. Cuando salí a la terraza me percaté de que no llevaba el encendedor. No tenía ganas de volver al restaurante para buscarlo, así que miré a mi alrededor, al parecer había alguien fumando detrás de los arbustos, por lo que decidí internarme en el jardín y caminar hacia la parte menos iluminada. Me empezó a llegar un olor a marihuana cada vez más fuerte. Cuando miré detrás de las plantas me encontré con los ojos de Valeria Peinado. Compartimos el toque y dialogamos casi treinta minutos antes de volver a la mesa. Desde esa noche nos volvimos un poco amigas.

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