El pianista es ovacionado después del Concierto para piano No.2 de Brahms
Una vez transcurrido el hiato vacacional, la Sinfónica de Yucatán reanudó su ciclo de presentaciones enero–junio 2018 y lo hizo de manera sensacional, por decir lo menos. La amable ocurrencia fue designar que, en la noche del 21 de abril, se presentara un concierto para piano de Johannes Brahms. De su prodigioso catálogo, se eligió una de sus composiciones que ponen a la vista su consagración como creador: el Número 2 Opus 83, estrenado por él mismo en 1881, ante la eterna perla del Danubio, Budapest. La alegría suprema ocurrió por la aparición en escena del orgullo nacional, Jorge Federico Osorio, para el encargo de su interpretación. De entrada, el piano fue inventado para él. Igual que la obra. Escucharlo y percatarse de su dominio musical, es una de las mejores experiencias para cualquiera con un poco de sensibilidad.
Para esta sinfonía disfrazada de concierto, elevó el conjunto majestuoso de Allegros que envuelven un Andante, cuatro partes en total. Desde el primer movimiento, Allegro non Troppo, Brahms esboza cómo será el diálogo, por toda la obra, entre solista y sinfónica, diálogo que inexplicablemente llega a las tesituras más intensas, semejante a mirar un horizonte que amanece, con ese efecto de ensoñación que no se borra jamás. La fluidez de sus armonías caudalosas, inmensas en su impacto de metales y una cuerda embravecida, con toda sorpresa se reducían al íntimo soliloquio del piano con una réplica lejana, humildemente dulce, del chelo.
La belleza de la interpretación fue perfecta con las acotaciones del maestro Juan Carlos Lomónaco; y fue de tal calidad que, en su inexperiencia, grupos dispersos de asistentes aplaudían terminando cada movimiento, como juzgando al libro tras leer el primer capítulo; la emoción fue tal – imposible negarlo – sin esperar a que concluyera la partitura excelsa por los cuatro costados. No obstante estos ínfimos tropiezos, la travesía fue gala de firmeza y de garbo. Brahms sedujo a su público, ahora mediante las manos de Jorge Federico Osorio, como lo hiciera en su tiempo, hace casi un siglo y medio, seguramente en medio de vítores y muchas aclamaciones. Para esta vez, la ovación, aderezada de gratitud, procuró el triple agradecimiento del invitado, que sonreía con la inocencia del niño que encendiera una vela.
En pocos minutos, el intermedio dio paso a la Sinfonía Núm. 5 de Prokofiev, en un ejercicio de equilibrio ante el portento recién interpretado. Era su opus cien, compuesto en los albores de aquella paz amarga, sospechada hacia 1944, cercano el final de la segunda gran conflagración. El piano permaneció en escena, ahora integrado como parte de la dotación instrumental más amplia, con grandes percusiones y profusión de metales, todos tremendistas a su debido momento. Una década había transcurrido desde la composición de su célebre ballet “Romeo y Julieta”, cuando Prokofiev vislumbró aquellamisma paleta de armonías, ahora para la creación de esta sinfonía quinta que, incuestionablemente, es de dimensiones enormes.
Parafraseando sus propios compases, revive con nuevas intenciones el romance de Julieta mediante la presentación de su Andante, primer movimiento de cuatro. Va de a poco evidenciando aquel mismo espíritu agridulce, fatalista, plasmado con intensidad desde la pluma de Shakespeare, ahora convertido en música y acrecentado en sonoridad y en densidad diez años después. Se abre paso mostrando la madurez alcanzada como hombre y como artista, no obstante su exposición a las severas presiones comunistas. Llega a su punto de mayor algidez, mediando el Allegro moderato – su segundo movimiento – en que paulatinamente se reinventa a sí mismo hasta poder esbozarse como un Prokofiev relativamente distinto, emocionado con un sueño de libertad, la que logra conquistar en los rincones de su pensamiento. Hace explotar a la orquesta en fuegos de artificio, como si el fin último fuera derrumbar al Peón Contreras con la exultación de sus acordes.
A lo largo de temas y subtemas, Sergei Prokofiev hace alarde de una gracia esperanzadora. Sí describe lo emotivo del momento histórico para su patria y para sí, hasta transformarse en el movimiento tercero –pero sobre todo en el cuarto, Allegro Giocoso– en algo más programático que melodioso. Su música se vuelca en hervidero de ideas, muchas ideas aparecidas en diversidades de tempos y velocidades, convertidos en matices asombrosos por lo tajante de sus efectos. Es una obra elocuente en su afán de motivar hasta el concepto de una vida nueva, apartada de los rigores de la oscuridad y de las muertes recién sufridas.
Con dos compositores opuestos por el vértice, un Brahms complejo en sus alcances clásicos y un Prokofiev vanguardista con alas en los pies, la Sinfónica de Yucatán obsequió una noche lujosa para un público que expuso como mejor podía – con aplausos – la muy grata sensación de haber estado allí, testigo fascinado desde la mediana penumbra ante estas revelaciones de profunda belleza, con el mal disimulado deseo de que Jorge Federico Osorio repita pronto ese fenómeno, bastante natural, que sale de su piano. Noche de gigantes. ¡Bravo!