Una diversa colección de partituras fílmicas fue seleccionada por la Orquesta Sinfónica de Yucatán y disfrutada en las hondamente cálidas noches del 8 y 9 de mayo de 2019. Para variar, lejanos al entorno de ruidos del centro de Mérida, fue dispuesto que el salón “José Trinidad Molina Castellanos”, uno de los espacios principales del Club Campestre, recibiera al público y orquesta ambientándose de luces diáfanas y una armoniosa disposición de asientos en dos niveles. Vencido el agobio del calor y del tráfico, una horda escandalosa copaba los espacios a través de los encargados de la recepción, impulsados por el liviano espíritu común: pasar un rato agradable -divertido- frente a la sinfónica. De nuevo se olvidaba la formalidad, insuflando el hálito enaltecedor de las historias que, pese a perfeccionismos visuales, nace imposibilitada para crear emoción por mano propia.
La muchedumbre llegaría sin saber cuánto admira a John Williams. Fue una noche más o menos consagrada a este compositor prolífico, que puede imaginar cuanto ocurre en los confines de otras galaxias, que además entiende a los aprendices de magos y a los ancianos superhéroes, los que a pesar de la edad, perseveran su condición de poderosos como el primer día. La “Marcha de Superman”, “Parque Jurásico” y la “Suite de Harry Potter” lograron lo imposible: enmudecer el barullo intenso, que parecía de nunca acabar, aunque el concierto iniciara.
A cada interpretación, la gente ovacionaba satisfecha el pedazo de recuerdo recién contemplado. Reconocer la música, antes enlatada en discos de video, causaba un impacto diferente: ver cómo se tocan las piezas y con qué instrumentos, daba un valor azucarado a películas aprendidas de memoria. Cada pieza sobresalía por varios aspectos. Era la precisión y la frescura lo primero qué admirar. Con la interacción en gran pantalla, mezclando escenas de cada película y ángulos de la orquesta, casi se espiritualizaba el momento real de su interpretación. Ver a los músicos ser dueños de sus destrezas, boquiabre a más de uno.
En contraparte, la báscula equilibró el efecto Williams con obras del mismo nivel emocionante. Fue una tríada de saltos gigantes, según la agenda. La OSY reinició glorificando la figura de Batman, con aquel tema de Danny Elfman a fines de los años ochenta, un tiempo en que nadie pensaría que, tres décadas después, seguiría teniendo vigencia. Luego, un desapercibido Klaus Badelt trajo a los asiduos al género fantástico, un pliego de ritmos y gracia con sus “Piratas del Caribe”, quizá la composición de estructura mejor colorida entre todas las presentadas. Su gama suscita una emoción tras otra: es aventura, misterio, nostalgia, valentía. Joaquín Melo hizo un solo de flauta que resonaba dócil por la hipnosis que producía.
A punto de cerrar, Alan Silvestri saldría de su apego por los superhéroes, rescatándose “Volver al Futuro”, una solvente partitura que simboliza el tiempo de producciones semejantes, enalteciendo al adolescente que vive situaciones afortunadas prácticamente sin posibilidad alguna de vivirlas. Inevitable, el retorno de John Williams cerró el ciclo con una de sus obras engarzadas al universo de George Lucas. “La Amenaza Fantasma” retumbó a lo largo de sus doce minutos de duración, como un eslabonado catálogo de sucesos que tendrían algo más qué decir, pero en otra ocasión en el pasado o en el futuro, eso sí, en una galaxia muy lejana o lo que fuera que eso signifique.
Hasta divertirse cansa y los rostros de muchos en escena mostraban la necesidad de un alto final. El mismo rictus se notaba en los asistentes, sobre todo en los niños, desacostumbrados al knock out de un desvelo. Aún así, ya estaba ensayado el encore, que por cierto, sí fue un regalo. La obertura de la “Guerra de las Galaxias”, aquella que causó furor en 1977, fue la mejor despedida de ese evento que lo tuvo todo en vivacidad y remembranzas.
El anticoncierto -omnipresente- mostró como siempre lo peor de sí mismo. Gente filmando con sus teléfonos, ignorando que molestan a los demás; otros hablando en voz alta, comentando como si estuvieran en la quietud de sus casas; algunos poniéndose de pie, deambulando entre las sillas, olvidando que su boleto es solamente un permiso para entrar, nunca para demostrar el tremendismo de su falta de educación y desprecio por el resto del público.
Ninguno de los compositores cinematográficos puede considerarse la reencarnación de Mozart o de Holst, pero su finalidad descriptiva fue alcanzada con lujo de detalles. Y más aún, con lujo de emociones. La Orquesta Sinfónica de Yucatán, convirtió los compases impresos en papel en una auténtica experiencia con la que adhirió más aplausos a su caudal de triunfos. No es nada malo, sino todo lo contrario, regresar al tiempo de maravillarse con las películas, con el aliciente de una banda sonora, a veces tan especial, que diría ser banda sonora en la vida de las personas. La OSY, en impecable equilibrio, así lo concedió. ¡Bravo!