Mozart estuvo en Mérida seguido de Schumann. Si cartel no es una mala palabra, así se publicitó el sexto concierto de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, haciendo que su temporada treinta y seis sea considerada -de plano- un suceso memorable. Hace mucho ha prescindido de las tonadillas de un famoso compositor ruso, que ciertamente atraen a gran cantidad de personas, pero que en realidad quitan espacio a obras de corte finísimo, como cualquiera en el catálogo de Schumann o de Mozart.
La mayor alegría que pueda sentir un ser humano y otras emociones de fondo son el combustible en una obra de Mozart. Las conoce todas y de todas se ha servido para hacerse notar. Para la ocasión, su sinfonía “Praga”, de aquellos tiempos en que viajaba allí, estableciendo nexos, que tantos triunfos le significaron. Está clasificada como la treinta y ocho, con el marbete quinientos cuatro, si seguimos el orden que establece el musicólogo Köchel.
Mozart, desde su inspiración, pierde de vista cualquier tecnicismo. Nunca se detiene -virtuoso como era en la interpretación- a ver si lo que pide es fácil o no de ejecutar; desde luego, es fácil de escuchar y de caer bajo su influjo. Deleita instantáneamente. La orquesta maniobró a la perfección lo que estipulaba la batuta y surgió una abundancia de frases y más frases bellas. El viernes veintidós de octubre, por ejemplo, no faltaron los que aplaudieron tan pronto finalizó el primer episodio, un adagio que se vuelve allegro, vencidos por lo estimulante de su sonido. Sobrepuestos del golpe, la sinfónica reanudó la ejecución. Los otros dos movimientos refrendaron la amplitud espiritual de quien componía con la misma naturalidad del pájaro que canta y que solloza.
Schumann seguía en la procesión. Cuando compuso su sinfonía No. 2, opus 61 ya era como un Mozart consumado pero consumido en su salud mental, sufriendo depresiones y alucinaciones que al principio vencía encerrándose días sin ver el sol. Ocasionalmente repuesto, aprovechó un lapsus de normalidad para trabajar en la orquestación de su sinfonía segunda, que la orquesta de Yucatán interpretó con la puntualidad de la obra anterior. Cada idea de Schumann, con sus acentuaciones de campana y sus recursos armónicos de liviandad aparente, fueron vertidos en nuestros oídos para confirmar el portento de su imaginación. Siendo su único defensor frente a sus males, quizá no advertía el lucimiento del pentagrama, haciendo más valiosa su dote y el obsequio de su pluma.
Los movimientos, esta vez sumando cuatro, son episodios que podrían competir en densidad tanto como en lirismo. Necesariamente, es una obra cercana a los cuarenta minutos que se sienten como la brisa, mientras se pasea bajo la bóveda de su pensamiento. Inicia a media voz, con un contracanto tímido, esbozando con atisbos el arrebato que sobrevendría al minuto. El carácter crece. Se elevó hasta el cielo del Peón Contreras y, a coletazos de conjunto, pronto amanece un tema que no tendría relación con el inicial, unidos nada más por la intensidad que ya se sospechaba.
Ese primer movimiento mantiene la sonoridad orquestal en la medianía, salvo en la sinopsis que sirve para unir otras figuras nuevas. La energía -esa sí- trasciende a través de los violines acompañados, de pronto, por una cabalgata que atrapa los sentidos. De pronto, se reduce aquel discurso y en dulce responso, el oboe prefiere seguir por su cuenta. No se lo permiten y acaba siendo engullido por la sonoridad total. Es una sinfonía que encantaría al joven Brahms, como seguramente ocurrió con Mendelssohn y con Clara, la otra Schumann de la Historia.
El engarce hacia el scherzo, segundo movimiento, dejaría en claro que la brisa podía ser vendaval, con sus afanes caprichosos envueltos en gracia, bajo el liderazgo -nuevamente- de los violines. Las trompetas que soñaba el compositor hacía mucho anunciaron su majestad y de pronto, otra estampa musical impresionaba desde el escenario. Schumann volvió a sacar el conejo del sombrero con el adagio -tercer movimiento- mostrando la delicadeza de su lenguaje bien diferente del Mozart anterior. Los cien años de intervalo entre ambos modelos enmarcan el mismo apasionamiento, sin llegar a discernirse sus motivos y sin ninguna necesidad de ello.
El cierre de la sinfonía sonó a triunfo. En su vida personal, el padecimiento que terminó con el genio alemán, lo había derrotado desde hacía mucho tiempo y seguiría estrangulando su espíritu, hasta expirar a los cuarenta y dos años, unos cuantos más de los que Mozart vivió. Posiblemente, sus líneas encierran ese ímpetu de superación porque, con naturalidad, la orquesta desplegó sus cualidades, como si Schumann en persona les hubiera narrado cómo se sentía. La Sinfónica brillaba y por momentos, brillaba más. La selección del repertorio clásico que ha traído para esta temporada, no solamente tiene el poder de asombrar sino incluso, de curar. La noche tejida con obras así, se gana gritos de júbilo y muchos sinceros aplausos. ¡Bravo!