La OSY revienta de mexicanidad en la apertura de la Temporada 36

“Sentimientos de renovación” fue el lema con que la señora Margarita Molina Zaldívar, presidenta del FIGAROSY, dio el banderazo de inicio a una temporada más de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, la número 36 de la máxima agrupación musical de nuestro estado.

Sentimientos de renovación” fue el lema con que la señora Margarita Molina Zaldívar, presidenta del FIGAROSY, dio el banderazo de inicio a una temporada más de la  Orquesta Sinfónica de Yucatán. El 10 de septiembre de dos mil veintiuno -y repitiéndose el 12- la orquesta casi en pleno y el maestro Juan Carlos Lomónaco, su director titular, reaparecieron en el Peón Contreras con un entramado de música hecho casi de solo creadores mexicanos, donde el punto focal era el innegable “Huapango” de Moncayo, que despierta la emoción nacionalista, como el “Son de la Negra” y demás cantos del catálogo popular, donde José Alfredo Jiménez sigue siendo el rey.

Para los que permanecemos alejados de lo presencial, los medios virtuales cumplen con acercarnos a la experiencia de recibir la voz viva de los instrumentos en sus desplantes rítmicos, sus matices diversos y esa orografía dibujada en pentagramas. Sin duda, la vivencia haría valer la pena de salir de casa; pero el coro de toses y la imprudencia pertinaz de los que oscilan entre quitarse y ponerse mal un cubrebocas -como el concertino- reitera que sigue siendo buena la decisión de estar allí, pero a la distancia, evadiendo la deuda que se sigue pagando diariamente por una sociedad que se muere, pero por celebrar y seguir celebrando.

La fiesta mexicana empezó con el madrileño Rodolfo Halffter. La orquesta se desempeñó sin mácula a través de su “Obertura Festiva”. Delineaba la visión de un tiempo convulso para el español de los años treinta (del siglo XX), que se impregnaba de vida cuando halló en México la redención que ilusionaba. Con la energía a fuego lento, el discurso del compositor no tiene prisa en trascender. Así lo indicaba la batuta. Como pieza inaugural, cumplía cabalmente su título e identidad. El saludo sinfónico, con el verano tratando de envejecer, ganó el agradecimiento sincero con una ovación fuerte.

Esa sinceridad se prolongaba con la presencia de Arturo Márquez, mediante su “Flor” dulcísima, primera danza en su colección “Máscaras”. En tono de confesión, hay una dialéctica doliente que termina siendo tierna. Se resbala por la cuerda con pasividad; abre así la puerta al arpa de Ruth Bennett, concertista de casa, con un protagónico de excelencia en toda la serie. Posiblemente sin intención, se perseguía la profundidad de Morricone, con el fin de anudar gargantas. Y al paso, con la máscara siguiente – “Son”- que en su brevísimo nombre lleva un enredo de significados, luce su rubato de siempre, con músicas cosechadas de la mismísima tierra. Hace carraspear al arpa, pidiendo se convierta en guitarra o en guitarrón, remediándola a la suavidad de que está hecha. Las flautas y sus replicantes -el oboe, el clarinete- se arritman para hacer de la confusión una estampa nacional.

Con “La Pasión de San Juan de Letrán”, llega la cúspide. Márquez se nutre de sí mismo. De nuevo sus danzones y su poemario reaparecen como butades de una melodía nueva que es vieja o que es incluso, muy antigua; pero entonces Revueltas habla al oído del compositor: melodía, contrapuntos de metales y percusiones, cuerdas y maderas se hacen compañeros en la misma misión. Crecen en espiral hasta estallar en grito de sangre nacional, orgullosa, ofendida y libre de prejuicios. El arpa -perfecta- devolvió la ecuanimidad para variarse a “La Pasión según Marcos”, desinencia en la sonoridad del sonorense. Excedida, era militar al candor de bandas de kermés. Nunca concluye. Deja un suspenso lejano con el arpa, que traza ecos de cornetas y tambores: la banda se va del pueblo.

Superado el intermedio, promesa cumplida. Silvestre Revueltas hace que la orquesta pinte un cuadro de aleteos que se transforma en ferrocarril y en un cielito lindo; deja que lo incidental fluya en todas direcciones de la imaginación mexicana. Revueltas asegura el caos; reanuda sus murmullos y los hace éter, con acentos no esperados, muy correctos para hablar mexicano. Así dice de su obra, que es “Música para charlar”. La plantea para que acabe siendo paisaje de disonancias y encuentros furtivos de remanso en ese tiempo de revoluciones, de irse a “La Bola” a matar o morir. Es la charla de un viaje por tren, en pos de enseñar a los federales que el pueblo también nace en ellos. La orquesta hizo una recreación intensa como el compositor garantiza su concepto de México. Retembló la tierra en el centro -de Mérida- con esa vitalidad de Revueltas al purísimo estilo nacional.

No habría despedida sin una pieza “Vienesa”, del yucateco Roberto Abraham. Lo más pronto posible, deja los preámbulos para instalar su significación en tiempo de vals. Tautológico, dispone ordinalmente del concertino y se alterna con cada uno de los instrumentos a su alcance. La melodía preciosa, lo es doblemente por su sencillez y brevedad. En algún momento coincide con el sentido porfiriano -un México europeizado- con ideas inglesas adjuntas a la inspiración del Strauss más popular. Fue colmada de aplausos entregados directamente al compositor, presente en la audiencia.

“Para estar a tono con las fiestas patrias”, diría el apreciado don Jesús Mejía, el cierre por fin llegó con una interpretación peculiar del “Huapango” -gozando el retorno de Ruth Bennett hacia el momento de introspección- con una accidentada pero ocurrente marca percutiva y algunos glisandos* que nunca habrían pasado por la mente de Moncayo. Peccata minuta: la gran cantidad de aplausos y vítores, destacó un nítido “Viva México”, validando el regocijo de hallarse frente a una nueva temporada de Música para Mérida. ¡Bravo!

*Nota que se resbala hacia arriba o abajo

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