“Páradais” o la espeluznante oralidad de Fernanda Melchor

La más reciente novela de la escritora Fernanda Melchor es reseñada por Mario Lope.

Fernanda Melchor repitió con Páradais (Random House, 2021) la fórmula del éxito que la llevó al reconocimiento internacional con su segunda novela: Temporada de Huracanes. Con una expectativa creciente en el mercado editorial, finalmente el 15 de febrero de este año salió a la venta su tercera novela que, con una técnica estructural y dominio del lenguaje bien sometidos a su pluma, la veracruzana construyó una historia cuyo eje central nuevamente fue la violencia.

Llama la atención que desde los primeros párrafos se nota la misma ejecución que la llevó a redactar con frenesí violento Temporada de huracanes. Y no es casualidad o estrategia estructural. No. La propia autora ha dicho que Páradais comenzó a escribirse antes de que terminara el último borrador de Temporada de huracanes. Es decir, son novelas “hermanas” o paralelas. Por ello, Páradais genera en el lector un efecto evocador. Es como volver a las páginas de la historia de La Matosa, donde en el desvelamiento del asesinato de la Bruja convergen todas las voces de la narración. En esta nueva obra Melchor utiliza el mismo recurso de fuga centrípeta narrativa, (aunque con recursos más austeros) donde lleva la historia a una espiral que desemboca en un trágico evento que, premonitoriamente, conduce al final la novela.

                Leer Páradais es volver a escuchar la oralidad descrita en Temporada de huracanes. Si bien la historia es totalmente diferente, Melchor la aborda con la misma música, solo le cambia un poco la letra. Y para poder hablar de la violencia que impera en todo el territorio mexicano es necesario usar a un narrador igual de violento. Que hable como la violencia cada día lo hace. El que se emplea en esta novela es agresivo, burlesco, cruel, impávido, frío, misógino, sin ningún viso de sentimientos ni arrepentimientos (como si fuera un tercer protagonista); y ante ello, sus adjetivos son aquellos que escuchamos a diario en la vida cotidiana: marrano, cerdo, zorra, huevón, conchuda, lamehuevos, baboso, hediondo, mugroso, puto, gordo, calentona, puta, pendejo, nalgasmeadas, culona, tetona, golfa, naco, perra. Construcciones verbales que se emplean cotidianamente en algunos hogares, la escuela, el autobús, el trabajo, el mercado, en el chisme, en los parques o en las borracheras.

                Si algo subraya Melchor en sus obras, por lo menos en las últimas dos, es que la violencia es protagonizada por jóvenes, en este caso, con Páradais, menores de edad. Franco y Polo son dos muchachillos disímiles que lo único que los “hermana” es el profundo odio que sienten por sus miserables vidas. Franco es habitante de un complejo residencial para “gente con lana” mientras que Polo es el jardinero de ese exclusivo fraccionamiento. El primero tiene una obsesión: su vecina. El segundo: buscarse un modo de vida fácil.

                 La novela transcurre en un eje que va a estar presente en toda la narración: mostrar o representar la oscuridad que puede discurrir en ambos mundos (la opulencia y la pobreza) y los planes que un par de jóvenes fraguan para conseguir lo que quieren. Franco solo tiene una meta en su vida: fornicarse a su vecina a cualquier precio, así sea la violación; mientras que Polo (el narrador se pregunta, cuando éste llena solicitudes de empleo, “qué chingados es una meta en la vida”) sueña con salirse de su casa y escapar del yugo materno que solo lo increpa día a día y dejar su trabajo de jardinero para ser un sicario como su primo Milton.

La escritora Fernanda Melchor.

                 Con estas premisas, los protagonistas idean, piensan, planean, sueñan y proyectan un sinfín de posibilidades para llevar a cabo sus “metas en la vida”. O como dice el narrador, se hacen chaquetas mentales. Polo le pide en numerosas ocasiones a su primo Milton que lo recomiende con “aquellos” (Melchor utiliza este adjetivo demostrativo en toda la novela para referirse a los narcotraficantes) y hasta le dice que podría pasar todo tipo de pruebas para comprobar que tiene los huevos suficientes para matar a sangre fría a cualquier hijo de vecino, secuestrarlo, cortarlo en cachitos para ser un prospecto digno y formar parte (del más puro gore) sicariato mexicano.

                Por su parte, Franco y su obsesión por la vecina lo lleva a explorar cientos de posibilidades para hacerse de su cuerpo hasta que llega a la conclusión de que la única forma es violarla y asesinar a su esposo. Sin embargo, y mientras vamos avanzando en las páginas y vidas de Franco y Polo, podría parecer que el narrador consigue que seamos condescendientes con los personajes. Es decir, que los miremos como a víctimas. ¿De qué o de quiénes? Fácil sería decir que del determinismo económico, social, educativo, y tantas cosas a las que se les podría responsabilizar. Pero la autora abrió la puerta correcta: somos víctimas de nosotros mismos.

Fernanda Melchor también es autora de “Temporada de huracanes”.

                Los deseos pueden llegar a convertirse en nuestros enemigos más próximos. Franco y Polo desean un mundo ideal según sus propios deseos, cueste lo que cueste, se lleven entre las patas a quien se lleven. ¿Hasta dónde esas patologías se convierten en violencia? ¿O todas las patologías son violentas? En la novela, Polo menciona varias veces que el plan a ejecutar no podía ser tomado en serio, “por absurdo o descabellado que fuera; él qué chingados iba a saber de lo que el chamaco loco sería capaz de hacer con tal de enchufarse a la vieja. ¿Quién podía pensar que hablaba en serio?”, se menciona al final de lo que podríamos llamar el primer capítulo. ¿Hasta cuándo una patología puede ser tomada en serio?

                La violencia está presente en la obra no solo por abordar el tema del narcotráfico. Ese sería un recurso primario y fácil, por ello estamos colmados de novelas, series y películas de narcos porque no hay nada más obvio que encender la luz a las doce del día en un cuarto iluminado. Melchor explora la violencia desde nuestros cuartos oscuros, desde aquello que no somos cuando nadie nos ve, cuando estamos sobre la almohada y el insomnio es el dictador que todo lo puede.

Polo es víctima de la violencia familiar y laboral, su madre no lo baja de huevón y bueno para nada; su prima, a quien violenta sexualmente con el consentimiento de ella, lo tiene amenazado por su embarazo y de decirle a su madre que el hijo que espera es de él (en la novela el narrador describe a esta mujer como una “facilona”, que se entrega a cualquier hombre por el simple placer de entregarse, por lo que el hijo podría ser de cualquiera), y Polo se siente sumergido en una miseria no tanto por ser pobre sino por estar encerrado en un círculo vicioso que no lo deja ser libre.

La veracruzana Fernanda Melchor en su estudio.

                Algo que retrata Melchor es el hartazgo. El sujeto social de nuestros días vive estresado, cansado, hundido, explotado, condenado, y eso lo hace miserable, infeliz, descompuesto, roto. En cierta forma Polo encarna el deseo de salir de esa jaula deformada por prejuicios sociales que su madre representa, una cantaleta diaria que le recuerda quién es, adónde va, qué futuro le espera. Y Polo sabe que no tiene salida. La única que tiene está en sus inacabados y pueriles planes, en la proyección de un futuro donde se obliga a pensar que no existe la enajenación, la esclavitud asalariada, un mundo posible donde los inocentes podrían expiar la condena de los jodidos.

                Si algo diferencia a Páradais de Temporada de huracanes más allá de la extensión y el tema es la velocidad en la que transcurre la narración. Fernanda Melchor va de 0 a 100 kilómetros por hora desde la primera línea. Posteriormente no se mueve de la sexta velocidad, con párrafos y oraciones largas apenas separadas por comas y puntos y comas, con un narrador cuya verborrea no se detiene, no toma aire ni impulso para pasar de un escenario a otro, de una anécdota a otra, de una ocurrencia a otra, de una internalización de un personaje a otro. Todo en un vertiginoso remolino de escenas cíclicas, que se van desmenuzando conforme el narrador va desgarrando tanto la trama como la psicología de los personajes.

                Hay críticos que han visto en Fernanda Melchor el oído que tuvo Juan Rulfo para escribir Pedro Páramo. Y aunque parezca o suene “atrevida” esta comparación, hay una diferencia entre un oído y otro. Recuerdo una conferencia que dio Juan Villoro en el Colegio Nacional acerca de la obra de Rulfo. En aquella ocasión señaló que la literatura mexicana estaría llena de novelas de la oralidad campesina si se grabaran las voces de sus protagonistas. Villoro asevera que Rulfo hizo algo más complejo que registrar: reinventó el lenguaje cotidiano.

“Rulfo construye una realidad alterna. Nunca un campesino mexicano ha hablado realmente como un campesino de Rulfo en la realidad, y nunca un campesino mexicano ha sido tan genuino para nosotros como un campesino de Rulfo”, dijo Villoro en aquella conferencia. A diferencia de Rulfo, Fernanda Melchor no parece reinventar la oralidad, porque Polo y Franco se oyen como realmente suenan desde sus estratos sociales. Los personajes de Rulfo reconstruyen su realidad con base en cierta poética. Melchor no acusa recibo de este recurso. La oralidad es cruda, su oído reproduce, no reinventa. Sin embargo, su oído es privilegiado porque una de las maravillas de la creación literaria es precisamente la capacidad de saber reproducir, desde las virtudes y recursos del autor, la realidad cotidiana. Y Fernanda Melchor lo hace a cabalidad.  

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