El público ovaciona a la pianista Daniela Navarro en la OSY

La Orquesta Sinfónica de Yucatán hizo una fiesta musical con obras de Tan Dun, Saint-Saëns y Debussy. Asimismo, la pianista costarricense Daniela Navarro, en su intervención como solista, se ganó la ovación de público, muy merecida según escribe Felipe de J, Cervera. ¡Bravo...!

Una velada vigorosa fue la del viernes 24 de noviembre para la Orquesta Sinfónica de Yucatán en su temporada septiembre-diciembre dos mil veintitrés. Con ella cumple –además– el primer año en su sede alterna, el Palacio de la Música, a la espera de nuevos ajustes en sentidos varios. En este recorrido los distintos programas ofrecieron obras de vanguardia y de épocas mezcladas, con compositores familiares para el público de Yucatán.

Esta ocasión, un célebre desconocido –Tan Dun, creador de música para cinematografía– daría la nota audaz por sorprendente. Luego, el piano de la costarricense Daniela Navarro entregaría las notas principales ondeando a Saint-Saëns, de reciente presencia en el chelo de Marie Ythier. El programa se haría más denso con la inspiración de Debussy, por sus mundos oníricos, de una vanguardia que lleva doscientos años cautivando públicos.

Tan Dun es un compositor chino con presencia en decenas de películas. Su narrativa es programática para la comedia y la acción, el drama y el suspenso. Acostumbrado a desarrollar emociones, hizo algo no nuevo pero poco común: interactuar sus rompecabezas sonoros con la audiencia. Para la interpretación de “Pasacalle”, el público –siempre adherido al celular– descargó una grabación realizada con instrumentos chinos tradicionales, imitando sonidos de pájaros. Ese alboroto de trinos y gorjeos resultaba organizado por el maestro José Areán, en la antesala de una obra que se mueve con suspenso hacia la melodía súbita.

La sobrepoblación de instrumentos añadía una dupla de arpas; violines y chelos, una pizca reforzados además de una atalaya de alientos y metales que, sumados a las percusiones y marimbas, armaban combinaciones repentinas. El arpa, a veces; otras, el xilófono o los violines en pizzicato, se turnaban el engaño del rehilete. Lo mismo con las flautas, oboes y trombones, que cantaban frases unísonas, con interrupción de malletazos en el gong o en el tambor hasta llegar a un argumento nuevo. La diversión de colaborar con la orquesta prolongó los aplausos que ensordecían el lugar. Daniela Navarro tuvo qué atravesar ese júbilo. De pronto estaba ahí, como una aparición, agradeciendo su recibimiento tan extraño. Y entonces, Saint-Saëns.

Dentro de un ajuste que nace humilde, de calado correctísimo, el director formó el contexto que en pocos compases habitaría el piano. Cualquier visión tradicional del compositor fue llevada aparte, frente a la interpretación que se iba adueñando del recinto. Si alguna vez faltara un atributo a Saint-Saëns, ese fue el momento en que lo adquirió. Las manos de Daniela Navarro gestionaban matices de efusividades distintas pedidas por el genio y entregadas como suyas propias, ofreciendo una musicalidad principal.

Su elocuencia estaba allí, bajo una cortesía por encima de impulsos mayores. Saint-Saëns relució con su concierto para piano número cinco; y la casi media hora que debía durar, fue un suspiro de refinamiento, endulzado con fases superpuestas por mutua consideración entre piano y orquesta. Dulce, así desde el primer momento, Navarro se despidió de Mérida con una sonrisa en el último domingo de noviembre, envuelta en un montón de aplausos y vítores. El cierre estaba en su cenit.

Debussy no era balsámico como acostumbra en el resto de sus obras. En “La Mar”, implica gigantismos basado, perceptiblemente, en el sujeto que promociona. Observa su inestabilidad (la del mar) y mediante un pentagrama procede a dar su declaración, según lo intentó en tres bocetos –otrora sinfónicos– que transforma en las partes fundamentales para hacer una descripción, más inspirado por imágenes e imaginación que por hallarse en medio de esa nada y la majestad que significa: “Desde el amanecer hasta el mediodía en el mar”, “Juegos de olas” y el enervante “Diálogo de viento y mar”, son las dosis que provee

La sinfónica prevalecía en medio de esa navegación. Atravesaba la vivacidad anunciándose con una trompeta muda sombreada de corno inglés; recreaba los destellos traviesos de su segundo movimiento hasta la reciprocidad en los motivos del último: cantos de sirenas que las cuerdas proponían como un amanecer. La selección de obras, al principio, parecía un trámite extraño, por la desmesura del pasacalle inicial y luego, el paso de un francés al otro con intereses tan distantes entre sí.

Por la diversidad, quizá por eso, se mantuvo un interés generalizado interrumpido jamás por aplausos a destiempo, salvo por estridencias pequeñas sin mala intención. Fue, la entrega del repertorio último, un agradable saludo en buenos términos, hasta reanudar lo que venga en dos mil veinticuatro. Tantos aplausos, bien merecidos, sellaron el compromiso. ¡Bravo!

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