Casi medio siglo tuvo que pasar para que la mítica banda inglesa, The Who, pisara por primera vez México para tocar las intensidades de su música ante el público de este país. Por si esto no fuera suficiente, hace 9 años nos dejaron en suspenso cuando cancelaron la que parecía ser su presentación definitiva, pero no: la fecha quedó inconclusa por casi una década. Pero todo eso cambió el miércoles 14 de octubre a las 9.30 de la noche en el Palacio de los Rebotes, el sitio elegido para la batalla rockera más esperada desde los añejos sesenta de la invasión británica.
Y es que a una semana del toquín, todavía no me recupero. Sigo sin creerlo aún, ¿de verdad vi y escuché a Los Quién? Mi incredulidad se vio contagiada por los comentarios de muchos herejes del rock: “¿A poco todavía siguen vivos?”, “¿Todavía tocan?”, “Nel, no voy a pagar para ver a una bola de viejitos revivir sus glorias pasadas”. Meses antes cuando vi el anuncio de que al fin llegarían a México a saldar la deuda con sus fans, supe inmediatamente que estaría ahí. “Ya me vi”, pensé. Tres meses después nadie se apuntó a acompañarme, a pesar de que un boleto extra me quemaba el bolsillo.
Pero si algo aprendí de Robert Plant en vivo hace un par de años, es que los betabeles del rock saben cómo hacer su chamba. Inevitable desconfiar de ellos, ineludible ir a verlos y atestiguarlo de primera mano. La mañana del miércoles una gripe marca diablo que ya llevaba más de una semana continuaba jodiéndome la vida. “Lo mejor es que no vayas al concierto, mejor quédate a descansar”, me dijo alguien que se preocupaba por mí. Por toda respuesta le dije lo siguiente: “Prefiero morirme en la pista antes que perderme a The Who”. Para las 4 de la tarde ya había vomitado medio pulmón un par de veces, respirar y hablar era un esfuerzo titánico.
“Aquí la dejamos”, me excusé con una amiga después de comer. Me arrastré al Dr. Simi más cercano y aguardé mi turno para consultar. “Antibióticos, ¡necesito antibióticos!” parecía decirle con la mirada a la doctora que me atendió. Si no me los recetaba, algo dentro de mí intuía que no lo lograría, mas vislumbré una leve esperanza: “Usted se va a tomar esto y esto cada 8 horas, durante 10 días. Cuide de respetar la dosis indicada y terminar el tratamiento completo”. “Claro que sí doctora, así lo haré”, respondí con una mirada de cachorro bajo la pertinaz lluvia de otoño.
No lo puedo explicar
A las 5PM entré a casa bien apertrechado con las drogas de prescripción. “Vale madres el dealer, con este cóctel combinado con alcohol pienso volar encima de la cúpula del Palacio”, planeé mientras me tragaba el doble de la dosis recomendada. A las 6 ya me sentía como Wolverine, y comencé el precopeo, un precopeo sano de vino tinto y mezcal, lo mejor para mi garganta maltratada. Nada de cigarritos, puro vaporizador porque soy muy deportista y mis pulmones no lo toleran. Y así me fui al concierto, con un Jack Daniels de lata para el tramo de Chabacano a Velódromo, donde toda la magia ocurre.
Me encontraba tan apendejado que por poco me pierdo la rola inicial, pues llegué 15 minutos antes de que las hostilidades comenzaran. Incluso me perdí a Simon Townshend, hermano menor de Pete, que fungió como telonero de la velada. Siempre preocupado por mi salud, no tenía la menor intención de beber cerveza, y menos a 100 varos el vaso. Además, mi vejiga ya no es lo que solía ser, tolera poco las bebidas diuréticas y no quería correr el riesgo de dispararme a mansalva la pierna (otra vez). Afortunadamente, a mi izquierda se encontraba una de las pocas barras que vendían alcohol de verdad. “¿Mezcal? ¡Deme uno triple! Y con cariño maestro, que es el único que me tomaré esta noche”, bromeé con el cantinero mientras éste le echaba un copete extra no más por buenaondita.
Así, atiborrado de drogas legales e ilegales, usé mis 1.85 metros y 105 kilos de actitud para colocarme a 15 metros del escenario, justo en el centro, junto a un par de rubias maduritas que no podían ocultar su excitación de colegialas. La ensoñación era cada vez más real y en la pantalla del escenario recapitulaban la larga historia de The Who: más de 50 años sobre los escenarios, cuyo primer hit fue “I can´t explain” en 1965. Cuando se apagaron las luces del escenario y Pete Townshend y Roger Daltrey se pusieron al frente, el sueño por fin se hizo una realidad y arrancaron con la canción que los lanzó al Olimpo del rock.
¿Quién eres tú?
A esa primera impresión le siguió “The seeker”, pero después de dos rolas comencé a desilusionarme: Roger Daltrey, evidentemente, no era el mismo. A diferencia de Plant, cuya voz sigue intacta, su garganta había perdido muchas de sus facultades. Pronto mis resquemores y dudas comenzaron a inundar mis pulmones, ya que el concierto corría peligro de ser una mera fantasía impulsada por la nostalgia de tanto rockero old school que no quería ver lo que estaba frente a sus ojos. Sus ídolos -y ellos mismos- habían envejecido con poca gracia. En estas sombrías cavilaciones andaba cuando los primeros acordes de “Who are you?” pudieron escucharse y el respetable dio un respingo enardecido, pues la cosa todavía estaba lejos de terminar.
Rifó, aquí sí, Daltrey rifó y se esforzó por convencer a los escépticos. Ayudado por las miles de almas que coreaban “Whoo, whoo, who, whoooo?”. Realmente quiero saber quién no gritó y alzó el puño en vilo con esta rolota, un himno que los no iniciados ubican por ser el tema principal de una serie farragosa de detectives forenses. Una más de tantas, pero la interpretación no lo fue y Roger, me calló y me puso en mi lugar. “Ok, esto no acaba hasta que la gorda cante”, reflexioné al tiempo que me animaba a encender mi primer porro (qué bien me iba sintiendo, gracias Pentrexil). ¿Cuál no sería mi sorpresa cuando un alfeñique de esos que trabajan en el recinto de los rebotes se asomó por entre la chavorruquiza y me pidió apagarlo? Lo tiró al suelo y lo mancilló frente a mis ojos que, atónitos, no se lo perdonaban. El concierto continuó con “The kids are alright” y “I can see for miles”; esta última, coreada por toda la concurrencia, incluidas las dos güeritas que no paraban de saltar detrás de mí con sus blusas oficiales bien ajustadas a su agudo pecho de muchachas en flor.
Mi generación
Entonces ocurre la catástrofe: tantas cabecitas blancas, cabellos entrecanos, chavorrucos en plena negación, millennials desempleados, jóvenes yuppies y adolescentes neostálgicos unen sus respectivas crisis cronológicas para saltar como si no hubiera un mañana -o al menos eso ocurría en la pista-, vuela un poco de cerveza y se prenden los cigarros -aunque Daltrey advirtiera previo al concierto que era alérgico al humo-. La rola que a pesar del notorio cansancio -Roger suda profusamante y apenas vamos por la mitad-, sabe que tiene que tocarla con todo y romper madres, pues The Who no es The Who si no rompe madres con el ruido de sus instrumentos -o con ellos-.
Yo creo que en ese momento dejó de importar si les quedaba voz, si tenían pila todavía, si uno les creía que estaban tocando, porque la realidad es que estos protopunketos son los que parieron a la madre que te la rompió la puta y eso es lo maravilloso del rock: podrá no ser tu mejor noche, podrás no tener las energías ni los instrumentos ni el mejor sonido y la verdad es que no importa: nada que un poco de ruido y 16 toneladas de actitud no puedan resolver. Mírame, siénteme, tócame, cúrame… porque somos The FUCKING Who y somos tus padres.
Luego vino otro himno donde Daltrey aterrizó la nave para recuperar el aliento -¿o se trataba de nosotros?-. “Behind blue eyes” con Roger esgrimiendo la guitarra acústica. Donde fiel a mi chavorruquez, no pude menos que prender mi encendedor ante la miríada de celulares. En ese momento me pegaron los dos analgésicos porque ya no sentía nada. Sólo flotaba obnubilado por la música mientras el crítico en mí se hacía basura, como la bacha que yacía aplastada en el piso enchelado del foro con el sonido de auténtico terrorismo auditivo. Le siguió “Bargain”, y ahí se demostró otra gran verdad: tenemos banda.
La debacle de la voz de Daltrey que no queremos afrontar es que él es un showman y cuando calla, moviendo el micrófono en espirales psicodélicas, es para dar paso a otros profesionales, no menos estrellas ni rifadores que los originales: Zak Starkey en la batería, ungido por las baquetas de Keith Moon y por el ADN de su padre -un tal Ringo Starr-, escoltado por Pino Palladino en el bajeo y Simon, hermanito de Townshend, igual en la guitarra.
Joint together
¿Y Pete? ¿Por qué no has hablado de Pete? Porque Townshend habla por sí solo. De camisa oscura y pañuelo rojo, este abuelito con lentes de sol es nada menos que uno de los mejores guitarristas de la historia del rock. Superado tal vez por unos pocos como Clapton, Page o May -bajo la benévola mirada de un Dios llamado Hendrix-, hizo babear a todos sobre sus veloces manos. Su compañero Roger bebe agua, se pierde en el escenario, y Townshend toma la antorcha y nos invita a todos con un “Joint together” (el chiste se cuenta solo), donde hace aspavientos y salta levemente, como quien apenas va calentando la cosa.
En retrospectiva ahora lo entiendo todo. Pete y el resto de la banda tendrían que hacer el paro a Daltrey, que se sostuvo como un guerrero digno del Quadrophenia: “5:15”, “I´m one” y “The rock”, para luego intentar morirse en el escenario y quedarse sin cuerdas vocales con “Love, reign o’er me”. Aún así, en agonía, lo logró. Y si no, puedo afirmar con total certeza que nadie se dio cuenta. “Amazing journey”, y “The acid Queen” prosiguieron el embrujo musical, y es que entre la SimiDroga y el segundo porro que saqué con total discreción ya no se podía estar seguro de nada. El triple mezcal había menguado pero, intuyendo que el final se aproximaba, rompí mi palabra y compré una fría y cara chelota, no más por no dejar…
“Pinball wizard” dinamitó el Palacio y nos recordó a todos que el hombre que estábamos viendo solía ser un esbelto melenudo llamado Tommy, paralelo a su silueta corriendo por entre las nubes que se cernían sobre el escenario antes de “See me, feel me”, rolón que me desdijo de nuevo tan sólo para encender un maligno y delicioso cigarro, aprovechando que un don que podría ser yo en unos años rocanroleaba y miraba sobre su hombre como quien hace la travesura de prender un tabaco en un lugar cerrado que se está yendo a la ruina porque nadie respeta las normas en un concierto de rock. ¡Qué horror!
No me engañarán de nuevo
“You better you bet” apaciguó los ánimos y nos sumergió en un momentum instrospectivo o incróspito, y ya cuando el asunto amenazaba con bajonear se dejó escuchar el riff inicial de “Baba O´Riley” reverberando en tu oído como susurrando no necesito pelear, para probar que estoy en lo cierto, no necesito ser perdonado… Sin embargo, The Who sabe pelear y vino por el nocaut: “Won´t get fooled again” viene pisoteando el final de la canción para dejarnos sin respiro con un gancho al diafragma. Eso fue todo, se fueron como llegaron, de sopetón y haciéndose los difíciles.
Las luces se encendieron, pero a mí no me engañan. Los melómanos de buena cepa, los aferrados, los que no se van, los que siempre necesitan un alguito extra se quedaron. Y gritaron un sonido primordial y esencial: Whoooooo, Whooooooo, Whoooooooooooooo…! Y los desgraciados regresaron, los muy cabrones se echaron una versión de “Substitute” de siete minutos, para sellar el trato y la garantía sin reclamos de esa noche ya aciaga e histórica con “Eminence front”.
Nadie lo creía, nadie daba un quinto por ellos -al menos yo no-. Las camisas semiabiertas, el micrófono de Daltrey por los aires igual que el brazo y las piernas de Townshend volaban como sus propios sudores y los de la gente, que al final se dejó de pendejadas y se rindió ante una milenaria máquina de rockear llamada The Who, avenida desde el inicio de los tiempos provenientes de Albión, la mítica isla de la música imposible que, no obstante, por una sola noche, por única ocasión en la ciudad de los templos y palacios, vino a preguntarnos con un grito lleno de espumarajos: ¿Quien eres tú…?
Para hacerlo, no tuvieron que romper ningún instrumento.
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