Triunfal regreso del pianista Manuel Escalante a Yucatán

En su crónica musical, Felipe de J. Cervera da cuenta del concierto del fin de semana de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, la cual extasió al público con Rossini, Mozart y Dvořák, teniendo como solista al yucateco Manuel Escalante, quien fue ovacionado al frente del piano. ¡Bravo!

En su temporada treinta y ocho, que empezó patriótica en este septiembre de dos mil veintidós, la Orquesta Sinfónica de Yucatán nuevamente reveló su valor artístico a través de una selección musical aparentemente desvinculada. La línea temporal no parecía tan extravagante, aunque sí los estilos y el orden emocional de sus impactos. De plantilla, se inicia con un tema de corta duración. Así la obertura de la ópera “El Señor Bruschino”, de Rossini, impregnada de jocosidad, esencial en la diversión que ofrece. La partitura estimula el buen humor, con despliegue de recursos armónicos y rítmicos que invitan a ver la obra completa. Pero, cumplida su finalidad, se dio paso al piano. Instalado en escena para recibir a Mozart y sus promesas celestiales, quedó en manos de Manuel Escalante, concertista oriundo del Valladolid yucateco, trasplantado en España para florecer.

Ni cantos ni contracantos, todo el tiempo Mozart está impregnado de un sentido vigoroso y dulcísimo. Su concierto para piano, el veintitrés, despliega una brisa orquestal que por momentos se esclarece y anticipa el vendaval que llega a ser. Convence contando una cosa y grande es la sorpresa cuando el piano por fin toma la palabra. Escalante ha entendido las convicciones del genio y se alza gobernando el discurso. Le bastó empezar para ser estupendo. La orquesta acompaña, replica, sugiere y se yergue en modos inesperados con acentos melódicos hechos de luz. El primer movimiento no deja de evolucionar y debería ser eterno, pero el segundo debería serlo más.

Mozart piensa que su concierto es sonata sin compartimientos secretos, aunque su formato dijera lo contrario. El segundo movimiento es columna vertebral de la obra. Con una reflexión doliente y etérea, compartida por el clarinete, se pide a las maderas graves su adhesión al suspiro. Imprevista, a todo pulmón la orquesta trasciende sin excederse en adornos. Se seca las lágrimas y de pronto está repuesta para arrastrar a la audiencia. El pianista se va quedando solo. Mozart le pide que siga explicando sus motivos en voz más baja, sin prisa, como un anciano que añora los días de juventud. La tonalidad menor de su hechura es recipiente ideal para aquella naturaleza muerta, que no debería terminar jamás.

Mozart y Escalante concluyen hacia un tercer movimiento con resolución, obligados a seguir adelante. La luz permanece y el asunto no puede pisar el suelo. Asciende y va remontando un melodioso mensaje que regresa al cielo, el único sitio de su advenimiento. El solista, con la sonrisa de un niño, aceptó aplausos y vítores por una interpretación de filigrana. Terminó dando las gracias con una perla diminuta, llenísima de candor: la versión a su modo de “Despierta Paloma”, de Coqui Navarro. La noche del viernes anterior, había obsequiado algo que parecía ser “Claro de Luna” de Beethoven, derivándose en “Peregrina”, otro saludo yucateco con el que estrechó el alma a cada uno de los asistentes.

Reconfigurado el escenario, sin piano y con metales, Dvořák se aprovisionó de recursos de los queridos pueblos suyos, que brotan entre montañas y ríos, en el cruce de caminos de Bohemia. Su octava sinfonía, compuesta antes de su viaje en Estados Unidos, de cierta manera es prototipo del nuevo mundo que compusiera en clase turista y que tanta discusión ha generado sobre lo que refleja. Dvořák, nació de la tierra, como los árboles. De él se extrajo papel, ya pautado con sus obras escritas – sus frutos – así hubiera tenido que irse a vivir a la Antártida.

De principio a fin, el primer movimiento es un tornasol de ideas y de danzas. Con la mayor nitidez, va creciendo hasta mover los cimientos del teatro. Es suave o puede serlo, pero también es denso y de trompetas vigoroso. Recuerda que además es liviano como silbido que lanza el pastor en su pastoreo y de pronto se recobra lanzando desenlaces, con el clamor de tanto instrumento que exige allí, en la orquesta, en múltiplos de dos.

Con el segundo movimiento se finge gitano. No demasiado quizá, pero se impulsa a seguir danzando con el sentido del perfecto equilibrio, que la sinfónica zanjaba con la mano en la cintura. Recrear tanta belleza es un asunto simple, sin demasiado esfuerzo. Como su director, que marca la ruta tras haberse posesionado de cada compás, haciendo un retrato de memoria. Los clarinetes, con refuerzos de oboe y de flautas, enfatizan lo que la cuerda estuviera diciendo o contradiciendo. Aquello es un paisaje de formas y estilos múltiples, pero el cálculo es exacto y el equilibrio sigue siendo la norma.

En el vals, tercer episodio, radicalmente la historia cambia. Más creatividad y más riqueza sonora. Pero hacia el final, cuando los motivos parecían terminados, el capítulo cuarto es marcial por momentos. “No tan alegre”, aclara la partitura y exige a las cuerdas un movimiento perpetuo para enmarcar los temas planteados desde el inicio de la sinfonía. Dvořák se distingue, entre otras cosas, por lo sorpresivo de sus cadencias; nunca hay modo de comprender cómo lo logra, por las mil maneras que tiene para decir lo mismo.

Brahms estaba encantado con la imaginación de su colega y con la necesidad de irradiar su estirpe, incluyendo severos acordes de tuba y trombones, a todo galope para salir triunfal hacia el aplauso. La Orquesta Sinfónica de Yucatán tomó por la solapa a la audiencia. No hay punto de comparación con lo que puede lograr y lo que ha hecho antes porque, como el cauce de un río, siempre lleva agua nueva: ejerce un resultado inesperado para quien elige el privilegio de escuchar. Incluso Mozart asentiría. ¡Bravo!

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