La OSY suspende recital con mujeres invitadas

En su crónica del concierto del fin de semana, Diego Elizarraraz da cuenta de la belleza en la interpretación de Bárbara Piotrowska, dirigida por Gabriela Díaz Alatriste, en un programa que tristemente tuvo que suspenderse debido al problema recurrente del aire acondicionado en los conciertos de la OSY.

Un acalorado – y debido a ello, truncado – concierto el del pasado 25 de mayo de 2025. La laureada directora Gabriela Diaz Alatriste, como director  huésped, estuvo a cargo del décimo programa de esta temporada, acompañando a la también laureada violonchelista Bárbara Piotrowska en la segunda y última obra, aunque el programa original planeaba la interpretación de tres.

El concierto abría con una obra de la célebre compositora mexicana Gabriela Ortiz quien, en una entrevista, relaciona esta obra con el conjunto de frases o palabras que en el budismo e hinduismo conocen como mantra. También comparte que las intenciones compositivas en esta obra guiñan aquellas que podemos ver en el Bolero (de Maurice Ravel) por sus variaciones tímbricas y diferentes presentaciones orquestales sobre una misma melodía. En ambos casos y como proyectando un proceso de écfrasis, la idea omnipresente es un ritual wixárika – huichol, en español –, sobre una leyenda que lleva por nombre el título de la obra: kauyumari – ciervo azul, en español–.

Al inició pensé que la obra tenía algún soporte fijo – una pista reproducida en altavoces que es parte y/o acompaña la obra –, o que tenía procesos en vivo – alterar los sonidos con procesos computacionales–. No, la compositora pide que las dos trompetas que suscitan la melodía del acontecimiento-ritual estén separadas de la orquesta y esto con la precisa intención de vulnerar la escucha… confirmo que por un instante no supe de dónde venía el sonido, de hecho, me quedó claro cuando por fín se unieron a la orquesta… Me pregunto, ¿cómo hubiese sido si así hubiesen permanecido toda la obra? El ritmo inicial, articulado por una configuración de percusiones y apuntalado por las maracas, me hizo recordar Temazcal de Javier Álvarez, hasta que el arpa releva el ritmo propulsor y el Piccolo encabeza la primera erupción tímbrica.

A  partir de esta erupción la directora gestiona de forma excepcional un dibujo gradual, lleno de relevos rítmicos de un justo set de percusiones, entre otros: bongos, el clave, el güiro, el xilófono y la tarola. Al parecer la renombrada compositora pide una quijada percutida que asumo fue reemplazada por un trafaplás, produciendo un sonido lo más similar a la también llamada charrasca. Acercándose el final de la obra y con una sólida amalgama, la influyente directora huésped lideró a esta gran orquesta en un pasmoso accelerando que culminó en un tutti acentuado y concluyente.

Aparte de la bonita coincidencia de nombre entre directora y compositora, las emociones que provocan en mí obras escritas y/o dirigidas por mujeres son de una sensibilidad y tacto poco descriptibles, es como si fuesen capaces de compartir afectos y lugares dotados de una potencia infinita – pienso en la idea deleuziana de la lógica de las sensaciones–, y que son accesibles solo para aquellos seres que pueden crear y construir vida, a otro ser, nada diferente a cuando en la leyenda, kauyumari se convierte en peyote para ayudar en la transformación… La obra es,como lo dice la misma compositora, una celebración de vida. La interpretación de esta vertiginosa y arrolladora – uso los adjetivos que el director que estrenó la obra, Gustavo Dudamel, usa para describir el ritmo, según el programa de mano –, obra fue memorable a pesar del calor que abrazaba la sala.

Después de una pausa, no larga pero notable, la sabia batuta de esta gran directora volvía con Bárbara para dar vida al famoso – y en mi opinión introspectivo – Concierto para violonchelo de E. Elgar. La obra comienza con un monódico violonchelo en manos de una estupenda intérprete que contrasta con las económicas maderas, éstas expiden susurros fantasmales mientras el resto de la orquesta sostiene el espacio en el primer movimiento. En el segundo movimiento habitado por un expectante pero dialogante e impetuoso chelo donde la renombrada Bárbara compartiéndonos su bárbara y única maestría.

La elegía deviene duelo en el tercer movimiento con la casi ausencia de las maderas, sus silencios permitían a la cuerda y a Bárbara materializar un campo desde donde resonaba la contención emocional que puede detonar una guerra, algo que mencionaba Máximo Hernández en el programa de mano sobre el contexto histórico en el que Elgar escribe este concierto. Para el último movimiento la precisa batuta de la directora huésped asistía en la encarnación de recapitulaciones densas y transformadas evocando el trauma colectivo que el compositor y una buena parte de nuestra civilización vivieron después de la primera guerra mundial. Antes de que concluyera el intermedio, las autoridades del recinto compartieron la decisión de terminar el concierto debido a que la temperatura del lugar podía dañar los instrumentos.

Insisto –y esto dicho al margen del impacto que el calor o la falta de mantenimiento tuvo en la potencia del aire acondicionado en la sala–, percibo que el arte en manos, pieles, ojos, pies, caras… en fin, cuerpos e imaginarios de aquellos seres vivos donde me reflejo con eso que yo entiendo por lo femenino, posee cualidades propias de espíritus elevados, melifluos pero impalpables, dotados de afectos poco explorados y fascinantes. ¡Bravo, Bárbara! ¡Bravo, Gabriela! ¡Bravo, Gabriela! !¡Bravo, OSY!

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