Para acompañar tu lectura de este cuento, aquí puedes escucharlo en voz del propio autor.
Una noche, una noche cualquiera, Santos sale con su mujer a dar un paseo; de regreso a casa son asaltados por un hombre cuyo rostro sólo alcanza a ver de manera fugaz, pero definitiva; él es brutalmente golpeado y ella violada tan espantosamente que muere pocas horas después de la agresión. Durante el suplicio de la convalecencia —en un principio plagada de lágrimas, amargura, impotencia, desesperación—, Santos decide un día empujar hasta el fondo de la memoria los múltiples recuerdos que lo acosan, para que no agudicen el desamparo de su duelo, para que no le entibien el corazón, para que no lo ablanden de lástima por sí mismo, y se dedica a pensar, a imaginar, a premeditar con lucidez y minuciosidad, con vanidad y aun con deleite las circunstancias, las variaciones, los pormenores de un porvenir riguroso e implacable.
Cuando deja el hospital, realiza una visita al cementerio donde enterraron a su mujer; permanece de pie ante la tumba unos minutos, hace un callado juramento y se marcha. Ocupa varios días en reorganizar su casa, en adaptarse de nuevo a la vida, en habituarse a la soledad y el silencio. Luego —ya no es el de antes, ya jamás volverá a ser el que fue— comienza a indagar sobre aquel rostro visto en el vértigo de un instante una sola vez; al cabo de unos meses, quizá con un poco de suerte, acaso con alguna colaboración del azar, da con él; lo identifica, comprueba los rasgos contra aquellos que fijó su retina y grabó su alma; se cerciora, evita la posibilidad de un error; no hay duda: sí, es él: el asesino. En varias oportunidades —en un café, frente a un puesto de revistas, ante una mesa de billar— contempla con interés aquel cuerpo joven, resuelto y orgulloso, aquella cara inalterable y honrada, aquella mirada de ojos sin culpa, aquellas manos pacíficas, bellas, casi femeninas. El otro, acostumbrado a la cobardía de los olvidos, no lo reconoce. Es un hombre profundamente indolente y simple, sin alegría; es un animal de costumbres exiguas, inofensivas.
Santos, con modestia y sigilo, le sigue los pasos, se introduce con precisión y familiaridad en los ámbitos que frecuenta, lima las aristas de su desconfianza y finge, con calculada efusividad, hacerse su amigo. Le impone, sin embargo, de manera no declarada, una distancia necesaria, una regla de respeto inmodificable: hablarse siempre de usted. Comen juntos repetidas veces, se igualan en el hábito de caminar trechos largos, comparten ciertas vehemencias y algunos secretos difíciles de pronunciar, en ocasiones se emborrachan y buscan el refugio arrabalero, el amparo sórdido y estéril de algún prostíbulo. Santos descubre que él también, a semejanza de su rival, es un extranjero en el mundo.
—¿Por qué siempre usa usted corbata negra? —le pregunta el otro una tarde, sin intención de nada, casualmente.
—Es un viejo luto que llevo —responde Santos.
—¿Y la cicatriz?
Santos se pasa los dedos sobre el rostro: por un segundo, violenta y repentina, vuelve a tener cabida en su memoria la perfidia, la inusitada saña, la pesadilla.
—Es una cuenta que no he saldado —dice, y a su pesar, por única vez, siente que lo traiciona el duro acento del odio. Porque, no sin entusiasmo, le ha escuchado al otro los pormenores de sus aventuras, sus audacias, sus equívocas hazañas; no sin compasión ha conocido sus ajetreos y desganos, sus exaltaciones e incertidumbres, sus negligencias; no sin avidez ha memorizado los vagos rituales de sus puntualidades y demoras nocturnas, las calles, las lejanías, las íntimas latitudes de sus rutinas insobornables. No sin serenidad y paciencia ha esperado el momento de iniciar el cobro de la deuda pendiente.
Y el momento ha llegado. Santos aguarda, protegido por la sombra; lo ve venir, lo deja que pase adelante, lo ataca por la espalda con un sólido garrote: lo golpea, lo revuelca, lo macera: le rompe sin piedad las piernas y los brazos, las manos, las costillas, las mandíbulas, los dientes. Luego, apenas aplacada la respiración, habla por teléfono y pide una ambulancia. Observa, desde la complicidad de un zaguán, cuando se llevan el bulto sanguinolento. Después, con pasos extenuados y cortos, fumando sin apuro, confusamente preocupado, se dirige a su casa. No puede evitar, en el dilatado curso de la noche, que una especie de placer lo invada. Y también una especie de nostalgia. Durante varios días vuelve a ser un hombre solitario, ensimismado, triste. Hasta que recibe la noticia del salvaje atentado, y la súplica de su contrario: que por favor vaya a verlo. Santos, vuelto todo él un trastorno de emoción y nervios, acude al llamado de inmediato.
Los dos hombres se saludan con simpatía, con cariño, con viril amistad. Uno de los dos, astutamente mortificado, manifiesta su pesar solidario; el otro, vulnerable y marchito, usurpado por débiles sollozos, articula torpemente “Gracias por venir”. Ha perdido un ojo y aún lucha contra la amenaza de la muerte.
El peligro, no obstante, pasa pronto; pero el periodo de sanación es lento, trabajoso, prolongado; parece, y en cierto modo lo es, eterno. ¿Qué pecado, qué delito, qué infamia cometida y cicatrizada entre los recuerdos se paga con el ultraje, con el tormento de una eternidad como ésta? ¿Qué verdugo sombrío es capaz de acometer este castigo, esta tribulación infinita, este infierno? Santos empeña su palabra de no abandonar al herido en su infortunio y lo visita las tardes; metódico y tolerante, le cuida con abnegación fraterna las fiebres, los delirios; participa en su dolor, lo distrae de la angustia y el espanto, del miedo.
(“Ya nunca se me va a quitar el miedo, Santos, ya nunca. Por cualquier cosa tiemblo, me estremezco, me aterro, siento que alguien me persigue, me espía, cada que se abre la puerta es una tortura, cada que se apaga la luz el pavor se vuelve insoportable, de nada sirven los calmantes y las oraciones, de nada sirve nada, y cuando me duermo, cuando al cabo de muchas horas de ansiedad y desvarío el cansancio me rinde al sueño, siento otra vez, y cada vez con más furia, con mayor encono, cómo se desgarra mi carne, cómo se quiebran uno a uno mis huesos, y veo cómo se desparrama mi sangre, y cómo saltan mis miembros hechos pedazos, cómo me destrozo y me aplasto yo mismo, porque yo mismo lo hago, Santos, yo soy mi propio enemigo, son mis propias manos las que me rompen, las que me vejan, las que me martirizan, y todo es tan real cuando despierto, son tan reales el sufrimiento y el suplicio de mi cuerpo, es tan real el miedo…”)
Pero no hay nada que temer, no hay que temerle a nada en absoluto: Santos está ahí como un hermano compasivo que le apacigua los sobresaltos, le restaura la voluntad, le fortalece los ánimos.
Casi un año después, cuando por fin lo dan de alta, Santos lo conduce a casa y se convierte, con humildad, con lealtad, bondadosamente, en el perfecto aliado de su mejoría, en el más tenaz y laborioso artífice de su rehabilitación —a pesar de saber, los dos, que la generalidad de los daños son irreparables—. El otro, condenado a una silla de ruedas para siempre, tuerto y desdentado, contrahecho, seco, envejecido, acepta las humillaciones de la dependencia, de su inutilidad para comer, para cortarse las uñas, para bajar de la cama, para ir al baño, y poco a poco, con terribles esfuerzos, se acerca a la resignación, acomoda dentro de sí algo equiparable a la fe, aprende el sentido de la plegaria y agradece al Dios en el que cree el haberle conservado la existencia —aunque no logra distinguir entre el amor a la vida y el temor de perderla—. A la larga, con la ayuda de su amigo, de su único amigo, consigue limpiarse de inquietudes, de alucinaciones, de desánimos inmoderados, y fabricar nuevas esperanzas, apetencias nuevas. Llega a forjarse la idea, inclusive, de que un destino tan arbitrario y de tanto padecimiento merece la compensación de una intensa ventura, de un generoso soplo de dicha.
—He pensado que es posible lograrlo. Con su compañía, Santos, con su ayuda. Recuperar la voluntad de estar en el mundo, recobrar completa la energía de vivir.
Santos le sonríe, poderoso y sereno, imperturbable. Luego, casi con ternura, puntualmente, prolijamente, le vierte en los oídos la verdad, toda la irrevocable verdad. Y, para evitarle la vileza de una agonía demasiado prolongada, pone en sus manos la facilidad del suicidio. El otro lo mira con su único ojo desorbitado, repulsivo, implorante. Intenta, con una expresión idiota, horriblemente mansa, unas palabras de defensa, un movimiento de ruego, de perdón; pero su propio denuedo le derrama encima la certeza de que se halla anulado, vencido. Santos, al despedirse para siempre, experimenta una inmedible sensación de libertad, de sosiego. Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, vuelve a dormir en paz.