Un análisis del cine hecho en Yucatán.
El lunes 23 y martes 24 de julio se presentaron en Cinépolis Altabrisa los cortometrajes del programa Vacío Urbano, un proyecto liderado por el cineasta local Isaac Zambra, apoyado por el Fondo Municipal para las Artes del Ayuntamiento de Mérida. Como explicaron en la introducción, la intención de Vacío Urbano es ser un escaparate para conocer talento local y reflexionar en torno a un espacio en particular en nuestra ciudad, los terrenos de la ex-estación de trenes conocida como La Plancha. Si bien es un terreno “vacío” en el sentido de que no es habitado ni recorrido más allá de los visitantes del pequeño museo y de la Escuela Superior de Artes de Yucatán, también es un espacio lleno de recuerdos, anécdotas y portales a miedos imaginarios y esperanzas de diversa índole. Al menos ése es el espíritu de los cortometrajes yucatecos que se mostraron ahí.
La producción local en Mérida ha tenido un camino sumamente esplendoroso los últimos 10 años, a raíz de proyectos que han iniciado y continúan o terminaron su camino por la ciudad (desde la ya extinta Casa de Cultura La 68 al ya longevo –relativamente hablando– Festival Mórbido Mérida). Es muy cierto que el incremento en cantidad también ha sido en calidad, y ya no se cuentan entre la producción de la localidad los cortometrajes universitarios (es decir, los hechos expresamente para tareas universitarias), sino que hay casas productoras y equipo humano ya reconocible que se dedica a producir.
En este sentido es que el proyecto Vacío Urbano debe ser recibido con buenos ojos. Es grato ver personas que aparecen en los mismos departamentos en varios cortometrajes (actores y actrices que repiten, cinefotógrafos, editores, gente del departamento de arte). Excluyendo unos pocos nombres, muchas de las personas son rostros nuevos que los últimos 5 años dominaron concursos y selecciones de los eventos de cine que se hacen en esta ciudad.
Si a alguien le interesa que haya una “industria” (quien me conoce sabe lo escéptico que soy con esa palabra) del cine aquí, esto es lo que debe de tomarse con felicidad: finalmente hay un equipo humano que se especializa cada vez más en un área de la producción, además de que colaboran todas estas personas entre sí. A diferencia de algunos otros gremios de la ciudad que llevan muchos más años de experiencia (el de teatro, literatura o el de música), en el cine aún hay muchas colaboraciones en conjunto, un sentido de comunidad y pertinencia importante donde los egos y caprichos no se entrometen para entorpecer un trabajo colectivo –al menos no tanto–.
Así como lo que sucede en La Plancha, donde están situados todos los trabajos, no hay un vacío de aspiraciones, el espacio (La Plancha, el cine en Mérida) está lleno de buenos prospectos para el futuro, con ganas de rescatar y construir algo nuevo. El problema es, entonces, el vacío que sí existe y es latente. Allí donde se muestran grandes intenciones, se cae en errores de torpeza. Ahí donde hay gran pasión personal, se ofusca una historia que pueda crear sentido con el público más allá de la imaginación autoral. Allá donde se antojaría una mejora en calidad, en un proyecto armado con varios cortometrajes, se antoja un espacio desaprovechado por varias personas. Varios cortometrajes tienen serios problemas de narrativa: no hay empatía construida con los personajes, no se entienden las motivaciones ni deseos de nadie, tras terminar el trabajo no hay una transformación que me haga querer volver al trabajo.
Estos problemas, en una primera aproximación, considero que responden a la poca destreza para usar el lenguaje cinematográfico. Hay consideraciones muy ingenuas en la edición en casi todos los trabajos: creer que al espectador le interesa escuchar el mismo monólogo (que no avanza, que no llena huecos, que sólo repite y repite) durante varios minutos; tener una atropellada escena final que no indique quién salvó a quién; una misma acción que –literalmente– da vueltas una y otra vez en el espacio donde se filmó y en el texto que se lee con cansancio, pereza, ningún convencimiento. Los minutos que le sobran a casi todos los trabajos los vuelven pesados, superficiales, sin un mensaje o desenlace concreto.
También hay varias situaciones de producción que con esta experiencia ya no se pueden seguir dejando de lado: no tener el cuidado en edición y dejar la toma en la que se ve el parasol del foco y al que lo sostiene (no una, ¡sino dos veces en el corto!); se aplaude el atrevimiento de hacer un documental (no por el tema del trabajo, sino por el hecho de que nadie voltea a ver al género para hacerlo), pero no puedo omitir que claramente se ignora mucho del género, de su lenguaje, historia y posibilidades narrativas.
Queda entonces la pregunta sobre cuál es el siguiente paso. He tenido oportunidad de platicar con profesionales en los festivales de cine que se realizan en la ciudad sobre este tema, y han coincidido en que el nivel técnico ya se alcanzó, pero que no hay historias en esos trabajos. Refinando un poco la respuesta, creo que es cierto que un nivel técnico importante ya se alcanzó, y éste sólo podrá subir de nivel cuando se trabaje de modo más profesional la parte clave de todo trabajo audiovisual, que es la base de las historias que se cuentan: el guión.
Así como quienes se dedican a la literatura tallerean sus cuentos y novelas con sus pares, así es urgente que los guiones que se van a filmar se lleven a ese siguiente nivel. Las personas que se encuentran en Mérida en las universidades son profesionales, con gran sentido ético y de compromiso por la formación, pero es verdad que quedan cortas para el siguiente paso que ya se requiere dar. La política cultural cinematográfica de los gobiernos entrantes no sólo debe enfocarse en la innovación por espectáculo nuevo, o en la formación de más públicos, sino también en elevar la calidad de quienes aquí viven, trabajan y crean cine y que necesitan ese empujón. Ya no es momento de talleres y cursos introductorios, es momento de propuestas especializadas y profesionalizantes, y es lo que la política pública debe trabajar mientras que la universidad continúa su trabajo de educar a las nuevas generaciones.
Ya hemos tenido una grata experiencia previa de un trabajo de Mérida que fue seleccionado en el Festival de Cine de Morelia, quizá el más importante del país. Ese trabajo, justo la diferencia que tiene con los demás que menciono es que su guión fue tallereado. Uno no debe irse por el camino fácil y conformista de declarar que si bien con fallas, hay “buenas intenciones” y “talento latente” en los trabajos. Esos comentarios, probablemente y quizás no, estén para ser dichos en un festival estudiantil o en la última sesión de una clase de producción audiovisual.
La cuestión a reconocer es que el cine no se hace de buenas intenciones. Uno no es reconocido por tener buenas intenciones sino por hacer un buen trabajo. No es un programa de asistencia, es un camino para decidir quién tiene algo que contar y un trabajo que va a trascender, quién aprovecha una oportunidad y quién sabe trabajar en equipo y hacer un cine que no esté vacío. Los creadores de cine de la ciudad deben de exigir esto, que la política cultural esté preocupada por llevarlos a nuevos caminos, que las historias estén más llenas, que esa carencia de fondo no se siga reflejando en los trabajos. La calidad técnica ya está, la pasión y talento están. En tiempos donde “encuestas” y “foros” sobran para decidir quién quedará en puestos clave del gobierno (lástima que no se interesaron por tenerlos en campañas), es momento de pedir lo impensable y así hacer posible la idea de un cine en la entidad con una calidad cada vez mejor.