*Texto leído durante la presentación del libro el 5 de diciembre en el Palacio de la Música.
No voy a fingir que no me causó suspicacia que Carlos me invitara a presentar su libro. Hemos coincidido muy poco, he ido dos veces a su taller e intercambiado conversaciones muy breves. Es más, él ni siquiera sabe si lo he leído. En mi primer acercamiento al libro “Viaje al centro de las letras”, me dio la impresión de estar frente a un Frankenstein, por su portada verde y un índice plagado de títulos de distintos géneros, leídos en diferentes eventos sin cronología aparente.
Conformado, en su mayoría, por textos leídos durante la FILEY, el recibimiento de un premio internacional, una ceremonia política local, un texto inédito y hasta un prólogo de la “Metamorfosis”, de Kafka publicado en la Editorial Dante, me pregunté si este ser amorfo, con un brazo de crónica que parece cuento y otro de cuento que parece crónica, piernas de ensayos que también parecen cuentos, torso de discurso y cabeza de prólogo no era más que un revoltijo de textos en estado de descomposición que indigestaría a los lectores.
Sí, textos muertos, porque lo que está escrito para leerse en una ceremonia, fallece en el instante en que el autor termina la lectura. Algunas veces agoniza durante los aplausos, casi siempre complacientes; luego se vuelven inútiles, basura. Nadie se esfuerza mucho en escribirlos, se sabe, pues aunque todos aparentemente presten atención y asientan la cabeza como toloks –como ustedes ahora que leo–, la mayoría no suele escuchar. Algunos están perdidos en la meditación de problemas cotidianos, otros reservan su atención para cuando lea el escritor “de a de veras” y los más cínicos tratan de indagar si esta vez habrá brindis, darán los mismos canapés o por fin SEDECULTA se va a rifar y variará el menú.
Ya avanzado en la lectura de “Viaje al centro de las letras”, descubrí que los textos escritos por Martín Briceño cuentan con la misma vitalidad con la que fueron leídos, incluso hace 14 años. Eso se debe a que al escribirlos el autor no pensó únicamente en los oyentes de aquellos eventos. Martín Briceño pensó en nosotros, los lectores del futuro, y la literatura sólo es posible cuando se escribe para los lectores del futuro. Carlos Martín nos demuestra que los textos de recepción de premios, lecturas en ferias de libro, eventos de gobierno y prólogos, también pueden ser literatura.
El “Viaje al centro de las letras” resultó ser un viaje al centro de Carlos Martín Briceño, una autobiografía totalmente involuntaria, porque los textos fueron escritos en distintas épocas y circunstancias, pero que, si leemos de principio a fin, al mismo tiempo que atestiguamos la madurez de su pluma, observamos a un Carlos Martín desnudo de pies a cabeza, desprotegido. En menos de cien cuartillas, al terminar el viaje, advertí que ya conocía a Martín Briceño lo suficiente para atreverme a presentar su libro. Hasta con cierto grado de complicidad.
A lo largo de los textos, el autor nos muestra las lecturas que lo formaron como lector y escritor. Las historietas de Tarzán de los monos, Batman, Superman y El Llanero Solitario que, de pequeño, solía comprar con su hermano. “La Metamorfosis” que leyó a los 9 años a pesar de que la bibliotecaria de su escuela le advirtió “ese libro no es para niños de tu edad”. Dicha lectura impactó tanto a Martín que comenzó a incluir en sus plegarias nocturnas amanecer con bien. Leer “Drácula” de Bram Stoker a los 10 años le provocó tanto miedo que durmió con un crucifijo entre las manos durante semanas. A los 11 lloró la primera muerte de un ser querido, la novelista Agatha Christie, de quien se declara fanático. Y son los cuentos de García Ponce, leídos en su pubertad, los que más adelante definieron el erotismo que caracteriza su obra.
Para Carlos Martín, la literatura no se limita a estar frente a un libro o el teclado, sabe encontrar guiños de ésta en su propia historia. Pero no basta con trascribir la realidad – la cual es trágicamente aburrida-, para lograr los finales redondos que caracterizan los cuentos de Carlos y a los textos reunidos en este libro. Hay que trastocar la realidad, o, mejor dicho, mentir con alevosía y ventaja. Martín Briceño es un gran mentiroso, no podría precisar en qué partes miente, porque sabe hacerlo. Sin el artificio de la mentira no podríamos leer sus historias como verdades, y en este libro todo es verdad. En él, narra dramas profundos y espinosos de su vida. No tiene concesiones consigo mismo, no cae en la tentación de pararse el culo. Se muestra tan vulnerable y a la merced del absurdo y la catástrofe como los personajes de sus cuentos. Para Briceño el escribir de sí mismo, al igual que para Juan José Millas, es como un bisturí eléctrico que abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas.
El autor nos cuenta cómo a pesar de leerle a sus hijos desde pequeños a Homero, Lewis Carroll, Kipling, Oscar Wilde, Salgari, e inclusive llamar a su primogénito Emilio en honor a José Emilio Pacheco, en su cruzada por volverlos lectores asiduos, se ve rebasado por los videojuegos y las pantallas de alta resolución de celulares y tabletas. Briceño confiesa que es una lucha perdida, que la literatura es celosa, un gusto adquirido, que no hay nada que pueda hacer para salvar a sus hijos. La dependencia de las nuevas generaciones a los medios audiovisuales y la tecnología rebasa por mucho sus esfuerzos titánicos, pero a pesar de saberlo todo perdido no desiste en su lucha. No es ningún capricho, busca salvarlos del vacío existencial del que a él lo salvó la literatura.
En otro texto, el autor intenta conservar en el relato lo que ya no existe y que sólo puede experimentarse a través de la ficción: el sabor de una León Negra, cerveza que dejó de producirse durante años, que le recuerda a su padre y la felicidad que descubrió un sábado al acompañarlo a la cantina La Negrita. Su relato, de final redondo y con la ficción necesaria para hacerlo verdad, me enfrentó con mi propia orfandad. Me hizo recordar las corbatas de mi padre que, desde el día de su funeral, guardé en una caja hermética durante años. Con ellas intenté conservar su olor y las restregaba contra mi nariz cuando lo extrañaba. Su aroma fue disminuyendo hasta desaparecer.
“La Fiesta, a la distancia”, que pertenece al capítulo “Sexteto”, cuenta de manera entrañable cómo Briceño y su amigo Roberto Azcorra, a quien dedica este libro, dieron un recorrido por las cantinas del centro de Mérida a Rafael Ramírez Heredia, el “Rayo Macoy”, después de llevar un año abstemio debido a las quimioterapias. En la jarra, juntos alcanzan el clímax máximo de toda festividad, lo que “Rayito Macoy” conocía como la bajada del Faraón. Quizá fue la última vez que lo presenció.
Hace unas semanas, me sorprendió mucho ver a Briceño cantar en una entrevista del Canal Once. Desconocía que el escritor es un verdadero showman, hasta que leí “Breve repaso de lo bailado”. Si su padre no hubiera decidido terminar con sus sueños de bailarín, porque “temía que, de tanto meneo, su retoño acabara perdiéndose, o perdido, entre algunos cuerpos de ballet”, en vez de la presentación de este libro hoy festejaríamos, también aquí en el Palacio de la Música, su décima temporada interpretando el papel de Travolta en el musical Saturday Night Fever, película en la que, confiesa, le fue revelada la capacidad seductora del baile.
A continuación, un fragmento de “Dante para iniciados”, que narra la osadía del autor adolescente en un putero:
“Para entonces, estaba yo tan mal que no tuve ningún reparo en jalarla de un brazo y decirle que era la mujer más buena que había visto en mi vida y que sería capaz de comérmela toda, ahí mismo.
— ¿En serio? — preguntó.
—Nunca he hablado más en serio —respondí y pellizqué sus muslos.
Al sentir el avance de mis dedos, se echó para atrás en la silla, elevó las piernas y, como si fuéramos a realizar un acto de acróbatas circenses, las colocó sobre mis hombros, alrededor de mi cuello.
—A ver si eres tan cabrón como presumes. Empieza.
Trato de obedecer, pero la presión es intensa. Y va en aumento. Siento que el aire me falta y, por un instante, cruza por mi cabeza el temor de morir. Alcanzo a ver los rostros de sarcasmo de mis amigos y desespero porque ninguno parece darse cuenta de que necesito ayuda: están ya demasiado borrachos para percatarse de que esto ha dejado de ser un juego”.
Quizá la literatura es eso, una stripper con la que al principio coqueteamos inocentemente, leyendo una que otra historieta y los libros que la bibliotecaria de la primaria nos advierte que no son para niños de nuestra edad. Y a quienes su belleza nos excita y nos atrevemos a amenazarla con “comérnosla completita”, no advertimos cuándo la lectura deja de ser un juego y nuestra vida comienza a depender de ella, aprisionándonos con sus piernas contra su sexo, dejándonos sin aliento. Entonces, cuando es demasiado tarde para escapar y la vida peligra, descubrimos la escritura. Y lo único que dará sentido a nuestra existencia es, mediante la vocación de escritor, tratar de practicarle el mejor sexo oral a la literatura, sabiendo que nunca será, ni cercanamente, suficiente.
Martín Briceño, a pesar de sus esfuerzos, sabe que las letras le han dado mucho más de lo que él puede regresarles. Admiro su empeño en defender “la poesía de la prosa”, como él llama al cuento, y aquello que lo diferencia de muchos autores yucatecos de su generación: el entender que se puede amar la tierra natal y apostar por la universalidad.
Carlos Martín: “No confíes en nadie. Nadie, aparte de tu familia tiene motivos para quererte”. Eso te dijo tu madre para protegerte y despertó en ti la suspicacia necesaria para volverte escritor. Probablemente tenía razón, y quienes no somos tu familia, de los aquí reunidos, no tenemos motivos para quererte. Es más, antes de conocerte me caías gordo. Pero motivos para leerte sí hay, y este libro es uno más. Lo celebro.