De nuevo maravilla la OSY: de Júpiter al Lago de los cisnes…

Fascinante concierto con obras de Mozart y Tchaikovsky.

A Tchaikovsky se debía la buena afluencia al Peón Contreras. Su “Lago de los Cisnes” había tenido una eficiente divulgación durante varios meses y las alertas estaban encendidas. Para muchos, ese lago y esos cisnes representan una ocasión de privilegio, imposible de perderse. Era el programa número nueve de la OSY en dos mil dieciocho, implantado dentro de una racha de eventos otoñales en nuestra ecléctica ciudad. La atmósfera y los relojes, en estado de total relajamiento, contagiaban tranquilidad. Hasta un poco sorpresivo fue que el concertino, instalado a mitad del escenario, hiciera sonar la gaita de instrumentos revisando su afinación.

Sin embargo, la segunda sorpresa para algunos sería leer, casi en letras pequeñas la palabra “Júpiter”, en el programa de mano. Era una inversión del orden habitual, porque comenzarían con el plato fuerte. Catalogada según Ludwig von Köchel como la sinfonía cuarenta y uno, la “Júpiter” fue inspiración de W. A. Mozart en su etapa final. Atrapa y sublima con su dosis generosa de bienestar. Sus cuatro movimientos, aderezados de percusiones y alientos, son energía y belleza en simbiosis perfecta. El simbolismo insinuado en sus armonías, desde la mesura, surtía un efecto gradualmente reconstructivo en el ánimo de los presentes.

La zona de interludio del segundo movimiento es la demostración irrefutable; es un abrazo para el alma. Sus ostinatos revelan que la música sí es un arte supremo, además de evidenciar lo expuestos que estamos como sociedad al incesante ruido de la banalidad. Nada es casual en términos de Mozart, eso se entiende. Hasta para ser pequeño es grande. Y aunque nunca pudo imaginar que se le admirara incluso hoy en día, la cosecha de aplausos fue profusa a una interpretación con poco qué perfeccionar. Por muy sincera, cualquier ovación será un agradecimiento pálido a esta o a cualquiera de sus obras. Como ocurre con J. S. Bach, su legado puede creerse un dictado de la divinidad. Así de simple.

La promesa publicitaria finalmente se cumplió, pero sin una compañía de ballet, desde luego. Para concierto, la versión de “El Lago de los Cisnes” está reducida a una duración cercana a la media hora. Atrae una disposición modificada, distinta del previo mozartiano. La orquesta recibió agregados de delicadeza central, como el arpa y el piccolo. Para el enriquecimiento sonoro, la tuba y una doble dotación de trombones y fagotes enfatizaron las gráciles armonías.

Cayendo batuta, indetectables imprecisiones rítmicas se adueñaron del primer compás, pero quedaron enmendadas sabiamente a partir del segundo. Transcurrió la melodiosa lectura con la fineza que la coreografía exige. La suma de sus partes acreditaba cada escena para las cuales esta música fue compuesta. El paso fluido del vals a las danzas -la húngara, la española, la napolitana- no sufrió el atentado de costumbre, esa polución de aplausos sin haber concluido la total ejecución. El desacierto consistió en la profanación luminosa de los teléfonos celulares, de algunos que posiblemente por confusión, llegaron a ocupar una butaca frente a un espectáculo que no corresponde a sus intereses.

Los momentos álgidos giraron alrededor del arpa de Ruth Bennett, introduciendo la “Escena” posterior al vals y que tendría un canto destacado con el chelo de Veselin Dechev en sensitivo dueto con el violín de Christopher Collins, realmente de cinco estrellas. O anteriormente, con el fagot de Mónica Zepeda dando cadencia a la “Danza de los Cisnes”. Toda la orquesta, fuera de duda, exaltó la grandeza de la partitura. Mención especial alcanza Victoria Nuño, pues los énfasis puntuales de su piccolo dieron la cuadratura geométrica con que explota la danza napolitana, en uno de varios momentos de raro esplendor.

Cualquier concierto de la Sinfónica de Yucatán siempre será una velada para deleitarse en familia o en grata compañía. Sin embargo, en ocasiones como esta, la oportunidad de disfrutar en vivo la interpretación de una de las más reconocidas obras clásicas, no se compara con los mejores audífonos o con un avanzado equipo de sonido. Escuchar algo tan celebrado -hasta popular se diría-, con esa calidad, refrenda la belleza que un día atrajo a muchos a conocer el repertorio sinfónico, con la gratificación de adentrarse a las profundidades de este arte. “El Lago de los Cisnes” es una puerta de bienvenida para quienes hoy incluimos la música como parte esencial en nuestras vidas.

Con las manos en alto, director y concertino agradecieron el entusiasmo del público. La conversión de Júpiter a cisne fue digna de una leyenda griega. ¡Bravo!

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