“El acusado y el espía”, una reflexión cinematográfica.
La más reciente producción de Roman Polanski, “El acusado y el espía” (J´accuse, 2019) se estrenó en las salas de cine mexicanas el pasado jueves 26 de febrero, y aunque su distribución ha sido limitada por motivos extracinematográficos -en EUA fue censurada dada la polémica figura del director-, la película basada en el libro de Robert Harris obtuvo recientemente varios triunfos en el Festival de Venecia (Gran Premio del Jurado y Premio FIPRESCI) y tres premios César a lo mejor del cine francés.
El guion aborda el Caso Dreyfus, que en 1894 provocó que un joven capitán judío sea acusado de traición por colaborar con Alemania, siendo condenado a cadena perpetua en la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa (la misma isla de la cual escapó otro famoso personaje histórico y literario, Henri Charriere, mejor conocido como “Papillon”). El caso se considera cerrado, hasta que el coronel Georges Picquart, líder de la unidad de contrainteligencia, comienza a darse cuenta de numerosas irregularidades durante la investigación, las cuales apuntan hacia un antisemitismo sistémico y corrupción entre los militares de la Francia de fines del siglo XIX.
Lo que sigue es el proceso jurídico en el cual se cuestiona la culpabilidad del acusado, al tiempo que Picquart se topa con la burocracia y la opacidad de la milicia, quienes hacen lo posible por no quedar en evidencia ante la sospecha de que por motivos antisemitas se ha fabricado a un chivo expiatorio mientras el verdadero espía continúa entre sus filas. Mediante flashbacks y una cuidada elipsis, Polanski nos lleva a lo largo de la década que dura la acción legal, manufacturando una cinta de denuncia histórica que lejos de ser farragosa, está llena de intriga y giros dramáticos.
La economía del guión y la edición final, permite que se expongan los detalles judiciales concretos, pero sin manipular el criterio del espectador, quien tendrá que sacar sus propias conclusiones, aunque evidentemente el filme pretende traer a la palestra los crímenes de odio hacia la comunidad judaica, reflexión que resulta pertinente ante la escalada del antisemitismo en Europa, específicamente en Francia, pues desde el 2018 registró un aumento del 74% por ciento en violencia y vandalismo en contra de los judíos. En ese sentido, retomar el Caso Dreyfus a través de una película de época, es una manera inteligente de propiciar una revisión del antisionismo desde una óptica plena de actualidad.
Jean Dujardin como Picquart sorprende con una actuación dramática que permite olvidarnos de algunos de sus infortunados papeles en comedias románticas en filmes comerciales, y la de Louis Garrel caracterizado como Alfred Dreyfus, si bien es una intervención pequeña, resulta digna por la gravedad de lo retratado. Asimismo, la pareja y musa de Polanski, la todavía bella Emmanuelle Seigner, arropada por miembros de la commedie francaise, complementa el ensamble actoral.
Los valores de producción que también resaltan son el diseño de arte, la fotografía y el vestuario, que contribuyen a una puesta en escena cuya factura es impecable. No obstante, si bien no es la mejor película de su extensa filmografía, sí marca el regreso del director a las cotas de calidad acostumbradas en su cine, sobre todo el de época (Tess, Macbeth, Oliver Twist, El pianista, etc.), ya que sus anteriores filmes “Basada en hechos reales” (2017) y “La piel de Venus” (2013), recibieron críticas regulares -aunque esta última considero ha sido ampliamente infravalorada-.
Resulta imposible soslayar el hecho de que tal vez existe otra lectura para “El acusado y el espía”, cuyo título original “Yo acuso” -como la carta que el escritor Émile Zola dirigió al presidente de Francia y a la opinión pública que propició la revisión del caso-, resulta mucho más fiel y poderoso en su discurso, ya que algunos han querido ver a Dreyfus como una especie de trasunto del propio realizador que ha pretendido defenderse de sus añejas acusaciones. Sin embargo, me parece que este no es el caso, no sólo porque las circunstancias han sido diametralmente diferentes, sino porque a estas alturas de su carrera pareciera estar más preocupado por producir que por embarcarse en una lucha por limpiar su autoconfesa -y perdonada por la víctima- culpabilidad que arrastra desde los años sesenta.
No, más bien parece advertirnos de los peligros de los linchamientos públicos, sobre todo cuando se cimentan en ideologías y pasiones que nublan los razonamientos lógicos y las evidencias comprobables, que son la base de todo orden social. Sea como sea, más allá de las consideraciones morales y legales, la cinta da cuenta de una experiencia estética que sólo debería ser aquilatada a partir del lenguaje cinematográfico, esa forma de expresión que Polanski sigue dominando con maestría, pese a quien le pese.