La corrección política contra la eternidad del arte

Obras artísticas están bajo censura y ataques.

El paso de nuestra vida es como la lectura de un libro, cada individuo atraviesa el mundo de la manera en la que el curso de los acontecimientos le abre las puertas. En este sentido, las opiniones son tantas como las experiencias; quien crea tener la verdad absoluta se equivoca. Así, mientras algunos recuerdan milenarios poemas de la Antigua China donde se declara que:

Imperios mueren, y la gente sufre.

Imperios nacen, y la gente sufre.

 Hay otros que, sin mayor afán que el de saciar su sed de maravillas, prefieren fantasear con los embriagadores banquetes del poeta Li Po, a bordo de una balsa, en una noche de luna llena. Este contraste puede trasladarse a la agitada, polémica e irreflexiva vida actual. Mientras algunos celebran que las multitudes se empoderan y destruyen símbolos de la opresión, hay otros delicados exquisitos que temen que la estatua derribada hoy sea mañana una biblioteca en llamas, que, en el segundo de un incendio, devore irremediablemente el trabajo al que muchas mujeres y hombres sabios dedicaron sus vidas, afrontando sacrificios sin medida.

La estatua de Churchill fue vandalizada por manifestantes.

Estos extremos vienen de un par de condiciones actuales de los movimientos de protesta y de la corrección política que ha retirado de las plataformas películas como Lo que el viento se llevó de Víctor Fleming, del hundimiento tumultuario de la efigie de Edward Colson en Bristol y las pintas vandálicas contra la estatua de Winston Churchill, todo ocurrido apenas hace unos días como protesta del supuesto racismo que representan. Tal vez peco de vago o de escéptico, pero, aunque son mellizos siameses, el arte y la política deben interpretarse y sentirse con muchísimo cuidado, delicadamente.

Las protestas actuales en contra de la discriminación han generado una ola de destrucción de monumentos, principalmente estatuas de personajes que, en el pasado, se dedicaron a la trata de esclavos y las efigies del navegante genovés Cristóbal Colón. Estas manifestaciones han llevado al primer ministro británico, Boris Johnson, a declarar que “no deberíamos editar o censurar nuestro pasado ni inventarnos tampoco una historia diferente. Las estatuas de nuestras ciudades fueron instaladas por generaciones precedentes, dotadas con diferentes perspectivas y nociones de lo correcto y lo malo. Esas estatuas nos enseñan parte de nuestro devenir, con todos sus errores. Derribarlas sería mentir acerca de nuestra historia y empobrecer la educación de las generaciones futuras”.

La efigie de Colson fue derribada, arrastrada y arrojada al río en Bristol.

En el mismo afán conservacionista de Jonhson, algunos gobiernos han optado por retirar estas obras del espacio público con el objetivo de evitar la reproducción de escenas como las que se vivieron a la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o, al derrocamiento del régimen de Sadam Hussein, donde Lenin y el dictador cayeron bajo su propio peso. Si bien celebro dichas disposiciones oficiales, debo manifestar también mi preocupación en torno al carácter artístico de dichos monumentos, sean estatuas, placas o pedestales. Seguramente estos fueron obras de buenos escultores, artistas cuyo nombre y obra debe preservarse en razón de su talento a pesar de su ideología o compromisos políticos.

En otras palabras, si la forma de vida de los personajes representados fuera un motivo válido para destruir sus retratos y estatuas, no tendríamos esfinge ni pirámides faraónicas, no se preservarían tampoco las estatuas de los césares ni de los patricios romanos en el Vaticano, el Museo del Louvre y el palacio de Versalles estarían vacíos de lienzos, tanto de malos monarcas como de buenos burgueses ¡Adiós Meninas y abur Velázquez!

El muro de Berlín actualmente es un lienzo de grafitti y arte urbano que actualmente recibe miles de visitantes.

El Coliseo romano, teatro de innumerables masacres, habría caído hace mucho y los retazos del muro de Berlín, vestigios de oprobio, no adornarían con su complejo arte callejero los sitios más emblemáticos y rebeldes de la capital alemana. Ojalá que se preserven con respeto y cuidado aquellas piezas cuyos valores estéticos y artísticos las vuelven obras maestras; enterrémoslas hasta que se esfumen los egos y se borren sus nombres; actuemos así a la espera de tiempos menos apasionados, tiempos donde se puedan admirar con madurez y estudiar con perspectiva histórica y la muy necesaria ecuanimidad estos vestigios del pasado.

En una sola frase, por si se necesitara mayor claridad, hombres y mujeres podrían ser malvados y al mismo tiempo hermosos, sin que su inmoralidad justifique la destrucción de obras que le costaron horas de trabajo y energías a sus creadores, sobre todo cuando sus formas estéticas perpetúan el espíritu eterno de la belleza, al margen de la moral y corrección política de cada fugaz presente.

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