Un relato picaresco de Ariel Avilés Marín.
En la pintoresca, alegre y conservadora ciudad de Miraflores, existe un antiguo, respetado y prestigiado colegio para jóvenes de clase acomodada. El Colegio de San Cosme Nonato, era de una rancia tradición y prestigio que, más de un siglo de notable acción educativa, avalaba con creces. De sus prestigiadas aulas, habían salido un sinnúmero de prohombres de su sociedad. Algún gobernador, muchos legisladores, empresarios, poetas, destacados músicos, constituían una destacada papeleta de exalumnos de su benemérita acción. La aristocrática institución educativa era hechura de la prestigiada congregación de los padres de la Orden del Cáliz Sagrado, popularmente conocidos como: Calicinos.
El padre Bernal Urtuzástegui, era el popular prefecto del colegio. Hombre sobrado de carnes, así como de buen humor, gozaba de un profundo cariño entre los estudiantes de la institución. Su voluminosa figura, caminaba por los corredores del colegio, bamboleándose como un barco al navegar. En una forma, casi permanente, el padre Bernal, tiraba de la cintura y el faldón de su negra sotana, cómo si con ello, pudiera acomodarla a su peculiar anatomía regordeta. Se comentaba por lo bajo, su costumbre de opípara cenas, en las que no faltaba una gran taza de espumoso chocolate, acompañado de una generosa dotación de churos calientes. Su bonhomía le llevaba a corregir a los educandos con mano firme, pero de una sedosa suavidad.
A “soto voce” se contaba entre los jóvenes, anécdotas de sus actuaciones en sonados casos, como los de unos chicos sorprendidos en comprometidas situaciones; o de uno que en los sanitarios de la noble institución, fue sorprendido en un cubículo, entregado al nefando placer solitario; o el de otro que, agachado tras la tapia del huerto, daba profundas chupadas a un cabo de cigarrillo, recogido en quien sabe que basurero. El buen padre Bernal, lejos de caer sobre ellos cómo un Júpiter tonante, los tomó con gran fuerza de clavícula y omóplato, los llevo a la prefectura, dónde, con una paciencia y elocuencia incomparables, los reconvino de una manera paternal, que no dejaba otra posibilidad que mostrar profundo arrepentimiento. Si bien su actuación en el colegio era en el área de la disciplina y el reconvenimiento a quienes cometieran faltas, su excelente relación con los chicos le permitía tener con ellos muchos rasgos de camaradería, no exenta de algunas barbaridades, que habrían de dar lugar al divertido suceso, materia de este relato.
La vida diaria del colegio de los padres calicinos, transcurría entre una alegre camaradería que en mucho se acercaba a una verdadera hermandad. El espíritu inquieto y pícaro del buen padre Bernal, lo llevó a que, una tarde, de esas pletóricas de actividades deportivas, y que congregaban a un numeroso grupo de jóvenes deportistas, de las más variadas disciplinas, planeara un loca aventura que habría podido dar al traste con el prestigio del colegio. El alma pícara del buen padre, le llevó a planear una pesada broma a algunos jóvenes deportistas, que concurrían a las prácticas de sus deportes. Para este fin, Bernal congregó en la prefectura, al maestro Calixto Güémez, maestro de la temida álgebra; al doctor Liborio Aceves, titular de anatomía; al joven profesor Andrés Aristegui, de la cátedra de civismo; y a una tercia de pícaros y festivos jóvenes estudiantes: Arnulfo de la Vega, estudiante muy brillante, pero que era la viva piel de Judas; Agesilas Hurtado, de una familia de rancia aristocracia, pero de una conducta festiva y disipada; y Marcelo Cibrián, que era un alma siempre dispuesta a la aventura.
El padre Bernal, planteó en pocas y rápidas palabras su proyecto. Este selecto grupo, se constituiría en algo así como una hermandad secreta, que se autonombraría: “El Monstruo de las Siete Cabezas”, por ser siete sus integrantes. El plan del padre prefecto, consistía en, aprovechar cualquier circunstancia inesperada, para hacer víctima de una broma pesada a algún deportista que hubiera concurrido en la tarde a sus prácticas. Además, el padre Bernal indicó que sólo entrarían en acción hasta los momentos en que la gran mayoría de los asistentes a los deportes se hubieran retirado, y cuando casi no hubiera testigos que pudieran comprometer al grupo. Los convocados a la reunión celebraron alegremente la iniciativa del padre prefecto, que parecía tan divertida, y juraron solemnemente guardar el secreto del grupo y estar prestos a entrar en acción a la menor oportunidad. La primera víctima muy pronto se puso al alcance del Monstruo de las Siete Cabezas.
Eugenio Calderón, era un destacado campeón de natación, muchacho dedicado profundamente a su deporte de natación, pero de un carácter pesado, quisquilloso y muy delicado. ¡La víctima ideal para la hermandad! Eugenio llegó a los vestidores, se desnudó, guardó con mucho orden su ropa en un gabinete y se puso la calzonera de baño, se metió a la alberca e inicio sus largas prácticas de rutina. Casi de inmediato, Arnulfo entró a los vestidores, forzó la cerradura del gabinete, y sustrajo la ropa de Eugenio; por su lado, Marcelo, decidió practicar natación aquella tarde, y se metió a la piscina y buscó conversación a Eugenio, que poco caso le hizo, embebido como estaba en sus rutinas. Poco a poco, los deportistas se fueron retirando, sólo quedaron en la piscina Eugenio y Marcelo, que salieron y se dirigieron a los vestidores.
Eugenio se despojó del bañador y se dirigió a las regaderas; Marcelo, que fingía revisar su ropa, tomo el bañador de Eugenio y salió rápidamente del lugar. Cuando Eugenio abrió su gaveta, la encontró vacía; miró sobre las bancas, y su calzonera también había desparecido. Chirriando de coraje los dientes, Eugenio empezó a buscar qué hacer ante esta situación inesperada. A prudente distancia, el Monstruo de las Siete Cabezas, observaba con interés el curso de los acontecimientos. No encontrando otro remedio, Eugenio salió tímidamente de los vestidores, barrió el panorama con la mirada, y corrió a un macizo de plantas, arrancó dos hojas de malanga, y cubierto con ellas, corrió hacia el edificio donde estaba su dormitorio. Los integrantes de la hermandad rieron a mandíbula batiente, celebrando su primera hazaña.
Varios deportistas más, sufrieron los ataques del monstruo. Un futbolista, al cual también le desapareció toda prenda de ropa en el vestidor del campo de fútbol, y cubierto con la bandera del corner, llegó a su dormitorio; y varios casos más. Muy pronto, la comunidad del Colegio de San Cosme Nonato, hablaba del Monstruo de las Siete Cabezas. Se corría la conseja: ¡No te quedes haciendo deporte hasta muy tarde, te puede agarrar el Monstruo de las Siete Cabezas! Una tarde de primavera, Agesilas y Arnulfo llevaron las cosas demasiado lejos. Escogieron a Virgilio Carreño como víctima.
Virgilio, era un chico muy mimado por su madre, quien no lo dejaba hacer prácticamente nada. Tenía fama de ser muy proclive al llanto, a la menor provocación; tanto que, se decía: A Virgilio, le dices: ¡Llora, llora, llora! Y se suelta a llorar. Virgilio, no era deportista, pero si era integrante de la Banda de Guerra del colegio, y concurría en las tardes a escoletas y a largas sesiones de arreglo de los instrumentos. El par de pilluelos, concibió el malvado plan de, agarrar a Virgilio, llevarlo a lo más alejado de la arboleda, y amarrarlo ahí a un árbol. Al bajar el sol, los conjurados pusieron manos a la obra a su plan. Virgilio, estaba pintando con franjas tricolores el aro de su tambora, y los de la hermandad, se lo cargaron hasta con brocha y latitas de pintura.
En el fondo de la arboleda, Agesilas y Arnulfo, desnudaron a Virgilio, que, lógicamente, lloraba y lloraba, y lo ataron a los troncos de dos árboles contiguos. Pero aquello no quedó ahí. Al ver las latitas de pintura y la brocha, surgió en sus mentes algo más para agregar al plan. La ingle derecha de Virgilio fue pinatada de verde bandera, la izquierda de rojo encendido, y el centro de blanco, quedando su atributo masculino, cómo águila del Escudo Nacional. Mientras esto ocurría, el padre Bernal sintió que el mundo se caía, al ver que subía las escaleras de entrada del antiguo edificio del colegio, nada menos que, Doña Esmeralda Olid de Carreño, madre de Virgilio, que al ver al padre prefecto, se dirigió a él esbozando una gran sonrisa, y diciendo: Padre Bernal, qué gusto verlo. Vengo a hablar con el padre rector y necesito que me mande llamar a Virgilio, que tiene que estar presente. Con las piernas temblándole, el padre Bernal dijo: Si, con todo gusto, en seguida lo mando llamar. Y salió a toda carrera del corredor con la prontitud que su volumen le permitía. Con desesperación, reunió a los conjurados y los puso al corriente de la terrible situación que, los comprometía a todos, hasta al prestigio del colegio.
Llegaron al fondo de la arboleda, y haciendo gala de un talento histriónico magistral, el padre Bernal gritó: ¡Pero qué barbaridad! Suelten de inmediato a Virgilio. El Dr. Aceves y el Profr. Andrés, lo hicieron de inmediato, y Virgilio enardecido como nunca en su vida, gritaba: ¡Esto me lo van a pagar, par de mentecatos! El padre Bernal, le decía a Virgilio: Hijo, cálmate, está aquí tu mamá, con el padre rector y necesita que estés ahí. Arnulfo, con su gran agilidad mental, había traído una botella de aguarrás y un bollo de estopa, y procedió a despintar a Virgilio. – ¡Ah, así que mamá está aquí! Pues va a arder Troya. Los conjurados sintieron que el piso se hundía bajo sus pies. – ¡Calma Virgilio, clama! – decía el padre prefecto. De pronto, el padre Bernal dio un giro total a su actitud. Su desesperación le había llevado a recordar un hecho pasado.
-¡Virgilio! –gritó. -¿Recuerdas cuando te sorprendí espiando en el baño a la maestra Emilita? Eso tu mamá no lo sabe. ¿Quieres que se lo diga ahora? La maestra Emilita y tu madre son grandes amigas, no creo que le agrade enterarse de tu grave falta. La voz del padre Bernal sonaba atronadora. Virgilio se paró en seco, sorbió sus lágrimas, abrió desmesuradamente los ojos y dijo: – ¿De verdad haría usted eso, padre? ¡No, por favor, eso no! –Entonces, tómalo con calma, tus compañeros cometieron una falta, es cierto, pero no pasa de ser una pesada broma juvenil. Ya todos más serenos, el padre Bernal dijo: -Vamos todos, no se diga nada más. Virgilio, tú debes saber integrarte a tus compañeros –y girando sobre su cuerpo, exclamó–: ¡Y ustedes, que estas cosas no vuelvan a ocurrir jamás! Haciendo al mismo tiempo un pícaro guiño a los conjurados.
En la mañana, después del descanso, el padre Bernal Urtuzástegui camina balanceándose como un barco al navegar por el corredor del colegio. Con insistencia estiraba la cintura y faldón de su sotana, como queriendo ajustarlos a su cintura. Otra tranquila mañana en el antiguo y prestigiado Colegio de San Cosme Nonato, de la pintoresca, alegre y conservadora ciudad de Miraflores. El Monstruo de las Siete Cabezas, era ya, tan sólo una leyenda tradicional de la comunidad del colegio.