La Orquesta Sinfónica de Yucatán, en su concierto número once en el Peón Contreras -y de frente al ciberespacio- abrió los brazos para recibir al director español José Luis Castillo. Experto en asuntos operísticos, bajo su guía quedaba el repertorio de dos compositores franceses, propietarios de lirismos y plenitudes melódicas: Gabriel Fauré y Georges Bizet. La sencillez, prioridad en la auténtica elegancia, quedaba en el escenario desde la presencia del maestro Gocha Skhirtladze, concertino segundo de la orquesta. Calibradas las afinaciones, la suavidad de la batuta comenzaba a surtir efectos.
Fauré llegaba intachable en la historia de esta temporada treinta y cinco, si pudiéramos pensar que fuera eso, una historia. En episodios previos, el clasicismo de Haydn, Mozart y Beethoven, sumó destellos de otras corrientes: legados de Dvořák, Brahms y Mendelssohn, fueron refrendados incluso más allá de sus estándares musicales. Fauré, con su Pavana, en términos de continuidad, era el eslabón perfecto. Su inicio es vaporoso. Va produciendo una expectativa desde el silencio hasta el descubrimiento de la retórica que revuela y se reinventa ejerciendo su hipnosis melodiosa. La orquesta consagraba sus destrezas al murmullo que crecía, como una emoción en espera de desfogarse. La cadencia, dueña natural de aquel tema reiterado, elevaba al aire la expresión de su estirpe dancística.
Ausente de voces -que las pudiera incluir- la instrumentación se abría paso con suficiencia hasta la cúspide del gran pasaje. Solo hacia el descenso final, la brújula se perdería. En el contexto de matices, la interpretación no favorecía la tersura gradual hasta volver al susurro de origen. Pronunciados con mayor ímpetu, algunos enunciados eran pedidos con ahínco, debiendo reflejar nostalgia en toda su gama colorida. Todavía no era momento de pensar en Bizet.
Nuevamente del catálogo de Fauré, el siguiente momento trajo la Suite “Peleas y Melisande”, emparentada a la ópera rara de Debussy y, desde luego, a la obra del dramaturgo Maurice Maeterlinck. Confeccionada para disfrutarse como incidentales, la colección de temas evoca sentidos y emoción de personajes sufriendo la decadencia de un triángulo amoroso. En sus contrastes exigentes, de milimétricas diferencias, se superponían los crescendos, atinados buscando el cenit. Las treguas melódicas, a través del clarinete asido al oboe, eran inspiración para nuevos párrafos -hasta ahora logrados sin menoscabo- en el Preludio, así como en el andantino casi alegre de la Hilandera.
El pináculo -simétrico en el tercer movimiento- es planteado en la Siciliana, como el tiempo del amor alcanzado. Pero no se amanece más temprano por mucho madrugar y, en todo caso, las innovaciones a veces dejan de corresponder con lo bueno, lo cierto, lo bello y lo justo. Extraña fue la asmática interpretación – de notable prisa- desazonando un pentagrama que tiene derecho a sobresalir por su candor y desperdiciando la abundancia interpretativa en la flauta de Joaquín Melo. La redención pudo ocurrir, en el movimiento final, con sus dimensiones intactas de un desenlace clásico -la muerte- que deja atrás los errores en sus diversas presentaciones.
Bizet, por fin. Un mar abierto a la visión del director, sin desvíos ni tormentas. El compositor oscuro, fue niño prodigioso, como varios de los maestros más grandes. El Conservatorio de París le recibía con solo nueve años, pasmado por su potencial que volcó hacia el piano y la composición y que a los diecisiete años le haría firmar su Sinfonía en Do, elegida para el momento y numerada primera en su producción. Comparaciones aparte, la sinfonía arremete con el vigor operístico que germinaba en su mente. Bizet hace sonar a la orquesta -exentándose de trombones- bajo la mirada de Gounod, el atrevido y generoso mentor de varios franceses renombrados. La impecable batuta cosechaba lo sembrado en el pentagrama. La orquesta, era un compendio de intenciones, que se cumplían para dar significado al compositor adolescente.
Tres de cuatro movimientos alegres, circundan un andante adagio profundísimo. Las ideas del joven genio se suceden; grita su nombre para el futuro no siempre promisorio, pese a ser una estrella de la madre Francia. Nunca le es necesario recurrir a invocarse a sí mismo entre un tema y otro -como ha sido desde Bach y mucho antes- demostrando el vasto almacén de su creatividad. Bizet y la sinfónica eran de brillo mutuo, a cada compás y matiz.
La escala de este creador, además de lo musical, es de proporciones mayores. Haciendo a un lado los criterios de choque -y el desfallecimiento sonoro del escenario, barrera sempiterna- Bizet y Fauré, bajo la maestría de José Luis Castillo, han sido una entrega magistral para el público. La temporada treinta y cinco de la Sinfónica de Yucatán es una compilación de belleza que, sin límites, privilegia a quien da valor al arte y a la dulce posesión de un alma. ¡Bravo!