Salman Rushdie escribió en 1990: "La literatura es el único lugar en cualquier sociedad donde, dentro de lo secreto de nuestras mentes, podemos escuchar hablar acerca de todo de todas las maneras posibles". Traducción de Manuel Alejandro Escoffié.
Este ensayo se publicó originalmente en inglés (Granta, 1990). Traducción de Manuel Alejandro Escoffié.
Crecí besando libros y pan.
En nuestra casa, cada vez que alguien dejaba caer por accidente un libro, un chapati o una “rebanada”, nombre que le dábamos a un triángulo de pan con levadura y mantequilla, se requería que el objeto caído fuese no solo levantado sino también besado, como una forma de disculpa por ese torpe irrespeto. Yo era descuidado y con dedos de mantequilla como cualquier niño, y consecuentemente, en mis años de infancia besé una gran cantidad de “rebanadas”; al igual que mi cuota considerable de libros.
Las casas devotas en India a menudo contenían, y aún contienen, a personas con el habito de besar libros sagrados. Pero nosotros besábamos todo. Besábamos diccionarios y atlas. Besábamos las novelas de Edith Blyton y los comics de Superman. Si hubiese dejado caer el directorio telefónico, probablemente lo hubiese besado también.
Todo esto fue antes de que besara por primera vez a una chica. De hecho, sería casi cierto, o al menos lo bastante cierto para un escritor de ficción, decir que una vez que empecé a besar chicas, mis actividades en relación a los libros y al pan perdieron para mí un poco de su emoción inicial. Pero uno jamás olvida a sus primeros amores.
Pan y libros: alimento para el cuerpo y alimento para el alma. ¿Qué otras cosas podrían ser más dignas de nuestro respeto, e incluso de nuestro amor? Siempre ha sido un shock para mí conocer a gente para quien los libros no importen, así como a gente que menosprecie la lectura; ya no digamos la escritura. Quizás siempre sea asombroso descubrir que lo que tú amas no es tan atractivo para otros como lo es para ti. Mis más amados libros son ficciones, y en los últimos meses me he visto obligado a aceptar que para millones de seres humanos estos libros carecen totalmente de valor o atractivo.
Hemos sido testigos de un ataque hacia la idea misma del formato de la novela; un ataque de tal ferocidad implacable que se ha vuelto necesario reiterar lo más valioso del arte de la literatura: responder al ataque, no con otro ataque, sino con una declaración de amor.
El amor conduce a la devoción, pero la devoción de un amante difiere de la de un verdadero creyente en que no es militante. Me sorprendería – quizás hasta escandalizaría – enterarme que no sientes lo mismo que yo en relación a tal obra de arte o persona. Pudiese intentar acaso cambiar tu punto de vista; pero finalmente he de aceptar que tus gustos, amores y asuntos no son los míos. El verdadero creyente no conoce tales restricciones.
El verdadero creyente sabe que simplemente Él tiene la razón y tu no. Buscará convertirte, incluso por la fuerza, y si no puede, a lo mucho te despreciará por tu no-creencia.
El amor no tiene que ser ciego. La fe debe, a fin de cuentas, dar un salto en la oscuridad.
El título de este ensayo es una pregunta usualmente formulada en tonos de horror cuando algún personaje, idea, valor o lugar mantenido en una alta estima es tratado con dosis de iconoclasia. ¿Bolas de cricket blancas para jugar cricket nocturno? ¿Sacerdotes femeninas? ¿Una adquisición japonesa de los autos Rolls-Royce? ¿Nada es sagrado?
Hasta hace poco era una pregunta cuya respuesta creía conocer. La respuesta era “No”.
“No, nada es sagrado por y en sí mismo”, habría yo dicho. Las ideas, los textos, inclusive las personas pueden hacerse sagrados (la palabra viene del latín “sacrare”, que significa “separar como algo divino”), pero aunque tales entidades, una vez establecida su naturaleza sagrada, busquen proclamar y preservar su absolutismo e inviolabilidad, el acto de hacer sagrado algo es un evento histórico. Es producto de muchas presiones complejas del tiempo en el que dicho acto ocurre. Y los eventos históricos deben ser expuestos al cuestionamiento, a la deconstrucción; incluso a la declaración de su obsolescencia. Reverenciar algo como sagrado sin cuestionamientos es paralizarse ante ello. La idea de lo sagrado es simplemente una de las nociones más conservadoras en cualquier cultura porque busca convertir otras ideas, como la incertidumbre, el progreso y el cambio, en crímenes.
Solo para ejemplificar una de estas declaraciones de obsolescencia: Yo me hubiese descrito a mí mismo viviendo después de la muerte de Dios. Sobre la muerte de Dios, el novelista y critico norteamericano William H. Gass dijo lo siguiente en 1984: “La muerte de Dios no solo representa el darse cuenta de que los dioses nunca existieron, sino también que tal creencia ya no es racionalmente posible; que ni la razón, ni el gusto ni el temperamento de una época lo condonan. La creencia se mantiene, desde luego; pero de la misma forma en que la astrología o la creencia en una tierra plana.”
Tengo dificultad con la crudeza sin concesiones de esta declaración. Siempre fue claro para mí que Dios es diferente a los seres humanos en tanto que no puede morir, por decirlo así. En regiones como la India, Dios continúa floreciendo en miles de maneras. De modo que, si hablo de vivir después de su muerte, hablo en un sentido limitado y personal. Mi idea de Dios dejo de existir hace tiempo, y como resultado, me vi atraído a las grandes posibilidades creativas del surrealismo, el modernismo y sus sucesores; esas filosofías y estéticas nacidas del descubrimiento de que, como dijo Karl Marx, “todo lo sólido se derrite en el aire”.
Nunca pensé, por otro lado, que mi vida sin Dios, o mejor dicho, mi vida posterior a Dios, necesariamente me pusiera en conflicto con la creencia. Sin duda, una razón para mi intento de desarrollar una forma de ficción donde lo milagroso pudiese co-existir con lo mundano fue precisamente mi aceptación de que las nociones de lo sagrado y lo profano necesitaban ser igualmente exploradas lo más posible sin prejuicios, en cualquier retrato literario que reflejase honestamente lo que somos.
Es decir: Que el más secular de los autores fuese capaz de presentar un retrato simpatético de un creyente devoto. O para ponerlo de otra manera: Nunca he sentido la necesidad de totemizar mi falta de creencia, o hacer de ella algo por lo cual luchar belicosamente.
Ahora, sin embargo, encuentro mi visión del mundo bajo fuego. Y mientras me veo obligado a defender los procesos de la literatura, mismo que siempre creí que todo hombre y mujer libre podía tomar por sentado, y por los que todos hombres y mujeres que no son libres siguen luchando, soy también obligado a plantearme preguntas que encuentro incomodas.
¿Existe algo que considere sagrado, después de todo? ¿Estaré preparado para santificar a la idea de la absoluta libertad de la imaginación, y con ella a mis nociones del mundo, los textos y Dios? ¿Encaja esto con lo que a los apologistas de la religión les ha dado por llamar “fundamentalismo secular”? Y si es así, ¿debo aceptar que este “fundamentalismo secular” es propenso a los excesos, los abusos y las opresiones tanto como los cánones de la fe?
Herbert Read, uno de los principales partidarios ingleses de los movimientos modernistas y surrealistas, fue distinguido representante de los valores culturales cercanos a mi corazón. “El arte nunca se transfigura” – escribió Read – “El cambio es la condición para que el arte permanezca siendo arte”. El arte también es un evento en la historia; sujeto a un proceso histórico. Pero también es acerca de ese mismo proceso y debe constantemente aspirar a encontrar nuevas formas de reflejar un mundo que se halla en interminable renovación. Ninguna estética puede ser constante, salvo una que esté basada en la inconstancia, la metamorfosis, o, para tomar prestado un término político, en una “revolución perpetua”.
Hace más de veinte años, escuché una conferencia de Arthur Koestler. Proponía la tesis de que el lenguaje, y no el territorio, era la causa principal de la agresión, ya que una vez que el lenguaje alcanza un nivel de sofisticación en el cual poder expresar conceptos abstractos, adquiere el poder de totemización; y una vez que la gente erige tótems, irá a la guerra con tal de defenderlos. (Pido disculpas al fantasma de Koestler. Me apoyo en un viejo recuerdo y ese no es un hombro confiable sobre el cual apoyarse).
Para respaldar su teoría, nos habló de dos tribus de monos viviendo en una de las islas al norte de Japón. Las dos vivían en muy cercana proximidad dentro de los bosques, cerca de un arroyo y subsistían, como es de suponerse, a base de una dieta de bananas. Una de las tribus, sin embargo, había desarrollado el curioso habito de lavar sus bananas en el arroyo antes de comerlas, mientras que los de la otra tribu nunca lo hacían. Aun así, dijo Koestler, las dos tribus convivían amigablemente; sin disputas. Con lenguaje más sofisticado a su disposición, tanto las bananas mojadas como las secas pudieran haberse convertido en objetos sagrados, y entonces, ¡cuidado! – Guerra santa.
Un joven se levantó entre el público para hacer una pregunta a Koestler. Quizás la verdadera razón por la cual tribus no peleaban era que había suficientes bananas para todos. Koestler su puso extremadamente molesto. Se negó a responder semejante patraña marxista. En cierto modo, tenía razón. Koestler y su interrogador hablaban diferentes lenguajes, y los dos estaban en conflicto. Su desacuerdo incluso podría verse como prueba de su punto. Si Koestler fuese considerado como un lavador de bananas y su interrogador como un no-lavador de bananas, entonces el manejo del lenguaje en ambos, mucho más avanzado que el de los monos, había sin duda resultado en totemizaciones. Ahora cada uno tenía un tótem que defender: la supremacía del lenguaje versus la supremacía de la economía. De modo que el dialogo se había tornado imposible. Estaban en guerra.
Entre la religión y la literatura, al igual que entre política y literatura, existe una disputa con base lingüística. Pero no es una de simples opuestos. Porque mientras que la religión busca privilegiar un lenguaje por encima de otros, a un grupo de valores por encima de otros, la novela siempre tratará la manera en que diferentes lenguajes, valores y narrativas chocan entre sí, y las relaciones cambiantes entre ellas; mismas que son relaciones de poder. La novela no busca establecer un lenguaje privilegiado, pero insiste, sin embargo, en la libertad de poder retratar y analizar la lucha entre distintos competidores por ese privilegio.
Carlos Fuentes ha llamado a la novela “una arena privilegiada”. Por lo anterior no se refiere a la clase de espacio sagrado frente al que uno debe quitarse los zapatos antes de entrar; no es una arena para reverenciarse o que reclame derechos especiales, salvo el derecho a ser el escenario donde los grandes debates de la sociedad sean conducidos. “La novela” – escribe Fuentes – “nace a partir del hecho de que no nos entendemos mutuamente, porque el lenguaje ortodoxo y unitario se ha roto. Quijote y Sancho, los Hermanos Shandy, el Sr. y la Sra. Karenina; sus novelas son la comedia (o drama) de su incomprensión. Imponiendo un lenguaje unitario se le da muerte a la novela, pero también a la sociedad”.
Entonces plantea la pregunta que me he hecho a mí mismo a lo largo de mi carrera como escritor: ¿Puede la mentalidad religiosa vivir fuera de los dogmas y jerarquías religiosas? Es decir: ¿Puede el arte ser el tercer partido mediador entre los mundos material y espiritual; digamos, “tragando” ambos mundos para ofrecer algo nuevo – algo que incluso podría ser una definición secular de trascendencia? Yo creo que puede. Creo que debe. Y creo que, en el mejor de los casos, lo hace.
Lo que entiendo por trascendencia consiste en el escape del espíritu humano a los confines de su existencia física y material que todos, religiosos o seculares, experimentamos por lo menos en algunas ocasiones. El nacimiento es un momento de trascendencia que pasamos el resto de nuestra vida tratando de comprender. La exaltación del amor, la experiencia de la alegría y posiblemente la muerte son otros momentos del mismo tipo. La desorbitada cualidad de la trascendencia, el sentido de ser más que uno mismo, de estar unido de alguna manera a la vida como un todo, es efímera por naturaleza. Ni siquiera la experiencia mística o visionaria dura tanto. Le corresponde al arte capturar y ofrecer dicha experiencia, en el caso de la literatura, a sus lecturas; ser, para una cultura secular y materialista, una clase de reemplazo para lo que el amor de Dios ofrece en el mundo de la fe.
Es importante que todos entendamos lo profundamente que sentimos las necesidades que la religión, a través de los siglos, ha satisfecho. Sugeriría que estas necesidades son de tres tipos: primero, la necesidad de articular nuestro limitado entendimiento de la exaltación, el asombro y la maravilla; la vida es una asombrosa experiencia que nos ayuda a entender por qué a menudo nos hace sentir pequeños diciéndonos en comparación a qué somos más pequeños; y contrariamente, debido a que también tenemos la sensación de ser especiales, de haber sido elegidos, nos ayuda diciéndonos qué nos ha escogido y para qué. En segundo lugar, necesitamos respuestas para lo indescifrable: ¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo fue que el aquí llegó a darse? ¿Es esta breve vida todo lo que hay? ¿Cuál es su sentido? Y finalmente, en tercer lugar, necesitamos códigos bajo los cuales poder vivir. La idea de Dios es a la vez depositaria de nuestro asombro ante la vida, respuesta a las grandes interrogantes de la existencia, y un libro de reglas. El alma necesita estas tres explicaciones – no simplemente explicaciones racionales, sino explicaciones del corazón.
También es importante entender cómo muy a menudo el lenguaje del materialismo secular y materialista ha fallado en responder estas necesidades. Mientras presenciamos la muerte del comunismo en Europa Central, no podemos ignorar el profundo espíritu religioso del que muchos de los creadores de estas revoluciones se nutren; así como también debemos reconocer que no solo una ideología política en particular haya fracasado, sino también la idea de que todos los hombres y mujeres pudiesen definirse a sí mismos en términos que excluyesen sus necesidades espirituales.
Parece obvio, pero relevante, señalar que en todos los países ahora en vías a la libertad, el arte ha sido reprimido tan violentamente como una religión. Que la revolución checa haya empezado en los teatros y encabezada por un escritor es una prueba de que las necesidades espirituales, más que las materiales, fue lo que separó a los oficiales del poder. Lo que parece bastante claro es que pasará mucho tiempo antes de que los pueblos de Europa acepten una ideología con una explicación completa y totalizada del mundo. La fe religiosa, por profunda que sea, debe permanecer como un asunto privado. Este rechazo de las explicaciones totalizadas es la condición moderna. Y es justo ahí donde la novela, la forma creada para discutir la fragmentación de la realidad, tiene su intervención.
El cineasta Luis Buñuel solía decir: “Daría mi vida por un hombre en busca de la verdad. Pero mataría con gusto a un hombre que piense haberla encontrado” (Esto solíamos considerarlo como una broma antes de que matar a la gente por sus ideas regresara a la agenda). Esta elevación de la búsqueda del Santo Grial por encima del Grial mismo, la aceptación de que todo lo que es sólido se ha derretido en el aire, de que la realidad y la moralidad no deben darse por hecho sino verse como imperfectas construcciones humanas, es el punto desde el cual la ficción comienza. Es lo que Jean François Lyotard denominó en 1979 como la Condición Posmoderna. El desafío de la literatura es empezar en este punto, y aun así encontrar una manera de cumplir con nuestros inalterados requisitos espirituales.
“Moby Dick” enfrenta tal desafío con una oscura y casi maniquea visión del universo (el barco Pequod) a la merced de un demonio, el capitán Ahab, mientras se dirige inexorablemente a otro; la ballena. El océano siempre ha sido nuestro “otro”, manifestándose en la forma de varias bestias –el gusano Ouroburos, Kraken, Leviatán. Herman Melville explora estas aguas oscuras para ofrecernos una parábola muy moderna; Ahab, víctima de su obsesión, perece; Ismael, un hombre sin sentimientos fuertes ni afiliaciones poderosas, sobrevive. El hombre moderno e interesado en sí mismo es el único sobreviviente; aquellos adorando a la ballena -puesto que la persecución es una forma de adoración- mueren por la ballena.
De manera diferente, Italo Calvino también se enfrenta al desafío. Su trilogía de “Nuestros Ancestros”, que él consideró como un intento de proveer un árbol familiar para el hombre moderno, nos ofrece tres bizarros y cómicos ejemplos. Está el vizconde diseccionado en un campo de batalla medieval; cuyas dos mitades de su cuerpo siguen viviendo; una de ellas imposiblemente malvada y la otra improbablemente buena. Solo cuando ambas partes son re-unidas, cuando bien y mal se funden para formar a un ser humano completo, el Vizconde puede encajar otra vez en la sociedad. También tenemos al Barón de los Arboles, el ultimo rebelde, rechazando el dominio patriarcal para dedicarse a comer una desagradable sopa de caracoles y vivir en los arboles por el resto de sus días. Y finalmente, tenemos al Caballero Inexistente, una armadura vacía impulsada por fuerza de voluntad y una total e inamovible fidelidad a las leyes de caballería. Se convierte en uno de los más ilustres caballeros en el ejército de Carlomagno. Estas tres fabulas, acerca de a inseparabilidad de bien y del mal, acerca de las consecuencias de rehusarse a lo que se considera repulsivo – sea tiranía o sopa de caracoles – y acerca de un ser literalmente vacío sostenido por un código cuasi religioso, nos ofrecen sueños de nosotros mismos; mapas de nuestra naturaleza interior.
No menos efectivamente, pero si menos prescriptivamente que cualquier texto sagrado, nos enseñan quienes somos.
Los viajeros de Joyce, los vagabundos de Beckett, los embaucadores de Gogol, los demonios de Bulgakov, Bellow y sus enérgicas meditaciones acerca del alma sofocada por los triunfos del materialismo; estos, y muchos más, son a quienes tenemos en vez de profetas y santos. Pero mientras la novela responde a nuestra necesidad de asombro y comprensión, también nos da una noticia dura de digerir. Nos dice que no hay reglas; no entrega ningún mandamiento. Tenemos que crear nuestras propias reglas de la mejor manera posible y a lo largo de la marcha. Nos dice que no hay respuestas; o más bien, que las respuestas son menos confiables que las preguntas. Si la religión es una respuesta, si la ideología política es una respuesta, la literatura es un interrogatorio; la gran literatura, al formularnos preguntas extraordinarias, abre nuevas puertas en nuestras mentes.
Richard Rorty, en su libro Filosofía y Espejo de la Naturaleza, insiste en la importante de la historicidad, de renunciar a las ilusiones de entrar en contacto con la Eternidad. Para él, el error consiste en lo que él llama “Fundacionalismo”, término que el teólogo Don Cuppit, comentando sobre Rorty, llama “el intento, tan antiguo (o incluso más) como Platón, de darle permanencia y autoridad a nuestro conocimiento y valores pretendiendo fundarlos en un ámbito cósmico e inmutable, natural o no, fuera del flujo de la conversación humana”. Es mejor, Cuppit concluye, “ser un pragmático adaptable, un nómada”.
Michel Foucault, otro historicista confirmado, discute el papel del autor en el desafío a las verdades sacralizadas y absolutas como parte de su ensayo ¿Qué es un Autor? Argumenta en parte que “los textos, libros y discursos comenzaron realmente a tener autor (…) en la medida en que los autores se volvieron sujetos al castigo, es decir, en que los textos podían ser transgresores”. He aquí una idea extraordinaria y provocativa, incluso afirmada con la característica ligereza de Foucault y ausencia de evidencia sustentable: que los autores eran nombrados solo cuando era necesario tener a alguien a quien culpar”. Foucault continua: “En nuestra cultura, el discurso no era originalmente un producto, una cosa, o cuestión de bienes; era en esencia un acto; un acto en un área bipolar de lo sagrado y lo profano, licito e ilícito, religioso y blasfemo. Históricamente, era un gesto plagado de riesgos…”
En nuestros inicios encontramos nuestras esencias. Para entender a una religión, hay que mirar sus primeros momentos. (Es lamentable que el islam, la más fácil de estudiar así entre las demás religiones, por originarse en la época de la historia registrada o grabada, se resista con tal fuerza a la noción de que, al igual las demás ideas, es un evento dentro de la historia)
Y para entender una forma artística, también Foucault sugiere mirar sus orígenes. Si él está en lo cierto respecto a la novela, entonces la literatura es, de todas las artes, la mejor capacitada para desafiar a los absolutos de todo tipo; y, puesto a que representa desde su origen al cismático “Otro” del texto sagrado (y sin autor), es también el indicado para llenar nuestros vacíos espirituales.
Hay otras razones para proponer a la novela como la forma de arte crucial en lo que ya no puedo evitar llamar la Era Posmoderna. Entre otras, que la literatura es el arte menos sujeto al control externo debido a que es creada en privado. El acto de crearla requiere de una sola persona, una sola pluma, una habitación, unos cuantos papeles. (De hecho, ni la habitación es absolutamente esencial) La literatura es la menos tecnológica de las artes. No requiere de escenarios ni pantallas. No necesita intérpretes, actores, productores, camarógrafos, vestuaristas, ni músicos. Ni siquiera requiere de los aparatos tradicionales de publicación, tal y como el éxito duradero de la literatura samizdat permite demostrar.
El ensayo de Foucault sugiere que la literatura se halla en riesgo bajo las fuerzas de la economía de mercado, mismas que reducen a los libros hasta la categoría de meros productos. El peligro es real y no quiero dar la impresión de estar minimizándolo. Pero la verdad es que, entre todas las formas de expresión, la literatura todavía puede ser la más libre. Entre más costosa de producir es una obra, más fácil es de controlar. El cine, la más costosa de las artes, es también la menos subversiva. Por eso, aunque Carlos Fuentes cite a Buñuel, Bergman y Fellini como ejemplos de revueltas seculares exitosas en el territorio de lo sagrado, sigo creyendo en las grandes posibilidades de la novela. Su singularidad es su mejor protección.
Entre los libros de mi infancia que devoré y besé había un gran número de comics baratos de la más “anti-literaria” naturaleza. Los héroes de estos libros de comic eran, o parecían ser, casi siempre mutantes, híbridos o fenómenos: Al igual que Batman y el Hombre Araña estaba también Aquaman, quien era mitad pez, y por supuesto Superman, quien fácilmente podía ser confundido con un pájaro, o con un avión. En aquellos días, a mediados de los años cincuenta, eran diligentes y conservadores defensores de la ley y el orden; listos a responder al llamado policiaco de la batiseñal, uniendo sus filas en aras de lo que Superman llamaba “la verdad, la justicia, y el estilo de vida norteamericano”.
Pero a pesar del énfasis en el combate al crimen, la lección que dejaban a los niños – o a este niño, en todo caso – era la verdad inintencionalmente radical de que la excepcionalidad era un tesoro tan grande y tan fácilmente malentendido que debía mantenerse oculto de la vida ordinaria, bajo lo que los comics llamaban “una identidad secreta”. Superman no hubiese sobrevivido sin el gentil y simple Clark Kent; el “millonario filántropo” Bruce Wayne era quien hacía posible todas las actividades nocturnas de Batman.
Ahora es obvio que esos otros seres híbridos, mutantes y excepcionales – los novelistas – esos creadores de la más extraña, hibrida y metamórfica de todas las formas artísticas, la novela, han sido frecuentemente obligados a esconderse bajo identidades secretas; sea por motivos de terror o de género. Pero la más maravillosa de todas las maravillosas verdades de la novela consiste en que, entre más grande sea el escritor, más grande es también su excepcionalidad. Los genios de la novela son aquellos cuyas voces son inequívocamente suyas, quienes, tomando prestada una imagen de William Gass, cantan cada palabra que escriben.
Lo que nos atrae de un autor es aquello que lo hace único, incluso cuando la crítica literaria tiende a demostrar que él o ella no es más que una acumulación de influencias. Eso “único”, aquello que imposibilita a cualquier escritor el estar alineado a un régimen, es una cualidad que los novelistas comparten con los héroes enmascarados de los comics, aunque rara vez sean capaces de saltar sobre rascacielos.
Es más; el escritor está ahí, en su trabajo, en las manos de los lectores, expuesto sin defensa ni beneficio de un alter ego en el cual esconderse. Lo que se forja en el acto secreto de la lectura es una clase diferente de identidad, en la medida en que lector y escritor se fusionan, a través del medio del texto, para convertirse en un ser colectivo que escribe como lee y que lee como escribe; creando en conjunto un trabajo único: “su” novela. Esta “identidad secreta” del escritor y del lector es el más grande y subversivo don de la forma novelesca.
Y esta, finalmente, es la razón por la cual elevo la novela por encima de cualquier otra forma, el por qué siempre ha sido y sigue siendo mi primer amor: no solo es el arte que implica menos concesiones, sino también es el único que posiciona a la “arena privilegiada” de los discursos en conflicto justo adentro de nuestra cabeza. El espacio interior de la imaginación es un teatro que no puede ser clausurado; las imágenes creadas ahí conforman una película que no puede ser destruida.
En esta última década del milenio, mientras las fuerzas religiosas renuevan su fortaleza y su persuasivo poder enrolla sus cadenas alrededor del espíritu humano, ¿hacia dónde debería estar buscando la novela? Parece claro que el retorno del viejo y popular campo del discurso entre lo sagrado y lo profano, mismo que Michel Foucault propone, será de vital importancia. También parece que nos dirigimos a un mundo donde no existe verdadera alternativa al modelo liberal capitalista; salvo, tal vez, del modelo tradicional y fundacional del islam. En esta situación, el capitalismo liberal o la democracia requerirán de la más rigurosa atención de los novelistas, requerirá re-imaginar, cuestionar y dudar como nunca antes. “Nuestro antagonista es nuestro ayudante” dijo Edmund Burke, y si la democracia ya no cuenta con el comunismo para ayudar a clarificar, por oposición, sus propias ideas, entonces tendrá que tener a la literatura como adversario en su lugar.
He formulado gran cantidad de argumentos en nombre de la literatura, y soy consciente del tono ligeramente mesiánico en mucho de lo que he escrito. La reverencia a libros y autores por autores no es particularmente nueva, desde luego. “Desde el Siglo XIX”, escribe Cuppit, “escritores imaginativos han reclamado – sin duda, disfrutado – un distintivo rol en la cultura. Nuestros predicadores son novelistas, poetas, dramaturgos, cineastas y otros proveedores de ficción, la gente ambiguamente engañosa. Y aún así, seguimos pensando en nosotros mismos como racionales”.
Pero ahora me encuentro reacio ante la idea de sacralizar la literatura con la cual comencé a flirtear al principio de este texto; no soporto la idea del escritor como profeta secular; recuerdo que uno de los más grandes escritores del siglo, Samuel Becket, creía que todo arte debe acabar inevitablemente en fracaso. Eso, por supuesto, no es razón para rendirse. “Siempre intenta. Siempre falla. Que no importe. Intenta otra vez. Falla mejor”.
La literatura es el reporte interino de la conciencia del artista, y como tal nunca deber estar “acabada” o ser “perfecta”. La literatura se d en la frontera entre el ser y el mundo, y en el acto de la creación, dicha frontera suaviza, permea y permite que el mundo fluya en el artista y que el artista fluya en el mundo. Nada tan inexacto, tan fácil y frecuentemente mal entendido, merece la protección de declararse sacrosanto. Tendremos que arreglárnoslas sin el escudo de la sacralización. No debemos convertirnos en eso a lo que nos oponemos. El único privilegio que la literatura merece – y que requiere para existir – es el privilegio de ser la arena del discurso; el lugar donde la lucha de los lenguajes puede ser llevada a cabo.
Imaginemos esto. Despiertas una mañana y te encuentras en una case grande con muchos rincones y habitaciones. A medida que la exploras te das cuenta de que nunca llegarás a conocerla por completo. En la casa vive gente que conoces, familiares, amigos, amantes, colegas; también hay muchos desconocidos. La casa está llena de actividad: conflictos y seducciones, celebraciones y rituales. En algún punto caes en la cuenta de que no hay forma de salir. Decides que puedes aceptarlo y vivir con ello. La casa no es la que hubieras elegido; se halla en malas condiciones, los corredores están llenos de bravucones, pero tendrás que conformarte.
Entonces, un día, encuentras una habitación pequeña y de apariencia poco importante. La habitación está vacía, pero hay voces dentro de ella, voces que parecen estar susurrando solamente a ti. Reconoces algunas de ellas, mientras otras te son desconocidas. Las voces hablan acerca de la casa, acerca de todos quienes viven en ella, acerca de todo lo que pasa en su interior, todo lo que ha pasado y lo que debería de pasar. Algunas no hablan más que con obscenidades. Otras son mezquinas. Otras amorosas. Algunas son graciosas. Algunas son tristes. Las más interesantes son todas estas cosas a la vez. Empiezas a ir a esa habitación cada vez con más frecuencia. Poco a poco descubres que mucha gente en la casa usa a veces habitaciones iguales a esta. Pero están discretamente posicionadas y parecen poco importantes.
Ahora imaginemos que despiertas un día y todavía estas en la misma casa grande, pero todas las habitaciones con voces han desaparecido. Como si hubiesen sido eliminadas. Ahora no hay lugar en toda la casa donde uno pueda escuchar voces hablando sobre todo de todas las maneras posibles e imaginables. No hay ningún lugar con voces que sean divertidas en un minuto y tristes al siguiente, que pueden ser ruidosas y armónicas en el desarrollo de un mismo enunciado. Entonces recuerdas que no hay manera de salir de la casa. Ahora este hecho comienza a parecer insoportable. Observas los ojos de la gente en los pasillos – la familia, los amantes, los amigos, colegas, extraños, bravucones, sacerdotes. Ves lo mismo en los ojos de todos. ¿Cómo salir de ahí? Es entonces evidente que la casa es una prisión. La gente empieza a gritar y a golpear las paredes. Hombres entran con armas. La casa empieza a temblar. No despiertas. Ya estas despierto.
La literatura es el único lugar en cualquier sociedad donde, dentro de lo secreto de nuestras mentes, podemos escuchar hablar acerca de todo de todas las maneras posibles. La razón para asegurar que esa arena privilegiada sea preservada no radica en que los escritores quieran libertad absoluta para hacer y decir todo lo que les venga en gana. Radica en que, todos nosotros, seamos lectores, escritores, generales u hombres de Dios, necesitamos esa habitación pequeña y de apariencia insignificante. No tenemos que llamarla “sagrada”, pero sí recordar que es necesaria.
“Todos saben”, escribió Saul Bellow, “que no hay fineza ni precisión en la supresión. Si retienes a un elemento adyacente a un conjunto, también retienes al conjunto mismo”. En cualquier parte del mundo donde la habitación de la literatura haya sido cerrada, tarde o temprano las paredes de la casa se vendrán abajo.