“Componemos todo con la imaginación y somos incapaces de vivir la realidad simplemente”. Juan García Ponce (Tajimara, 1963)
Érase una vez un cuento
El primer contacto que tuve con el nombre de Juan García Ponce fue en una antología de cuentos mexicanos que seleccionó Carlos Monsiváis. El tomo se llamaba “Lo fugitivo permanece, 21 cuentos mexicanos”, de la editorial Cal y Arena. Llamaron poderosamente mi atención dos títulos: “Tajimara” (Juan García Ponce) y “Anacleto Morones” (Juan Rulfo), dos historias cortas que marcaron mi incipiente mundo como lector de literatura.
Confieso que en aquel lejano 1994, con 17 años, el cuento que más me atrapó de los dos fue el de García Ponce. Lo leí varias veces. Quería entrar en la piel del narrador, no para sentir el cuerpo de Cecilia, sino para advertir lo que había en las venas del autor mientras escribía semejante historia. Casualmente, las dos retratan el sexo (uno implícitamente y el otro explícitamente) en dos escenarios sociales diferentes: la ciudad y el campo.
El cuento de Juan Rulfo remata con una ironía rompiente y cuestiona el pudor y la doble moral de la religiosidad imperante en el imaginario de la mujer campesina. “El niño Anacleto. Él sí que sabía hacer el amor”, confiesa al final una de las mujeres tras escucharle durante todo el cuento una letanía de pudor, exhibicionismo y falsos golpes de pecho. Mientras que, en el cuento de García Ponce, el narrador reflexiona después de que Cecilia lo rechaza: “de mutuo acuerdo los pecadores ocultan su vergüenza”. Dos posturas sexuales que convergen pese a experimentarse ya sea en el rupestre escenario naturalista o en el amanecer de la modernidad citadina.
Erotismo y sexualidad en la obra de Juan García Ponce
Y aquí entramos en materia en la narrativa garciaponciana: su tono reflexivo. Para el escritor Hernán Lara Zavala, la obra de Juan García Ponce tiene su génesis en la imagen pues “representaba una especie de epifanía a partir de la cual surgirían sus historias” (en el epílogo a Tajimara y otros cuentos eróticos). Esa imagen casi siempre era la mujer, desde sus múltiples interpretaciones realistas hasta la más descabellada perversidad ocasionada por ella, como en el caso del cuento “La noche”, donde Beatriz sabe convertir lo inocente en lo más abyecto y perverso. O Cecilia, cuyo constante rechazo bajo el manto de la atracción hace del narrador de “Tajimara” un erótico torturado con plena conciencia de serlo: “Adivinando el cuerpo de Cecilia bajo la tela del vestido”. Y reflexiona páginas adelante: “Uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye”.
El tema del erotismo en Juan García Ponce no solamente es revelador para la época, sino que compondría un auténtico leitmotiv en toda su obra. No se puede hablar de los cuentos del yucateco sin dejar de tocar el tema sexual. ¡Y de qué manera! Para dimensionar el erotismo en la obra garciaponciana debemos contextualizar el tiempo de su escritura: los sesenta. Sí, se ha dicho hasta convertirlo en un cliché: la revolución sexual. Sin embargo, no todo queda en un cliché dentro de los cuentos del autor de “El gato”.
Para Juan García Ponce, el sexo no era un acto consuetudinario al que se le debía algo más que pudor. Siendo el “despertar” de una época, García Ponce dejó constancia de que el sexo y el erotismo pueden ser partícipes de nuestras más escondidas patologías, aún en escenarios culturales divergentes como la capital y la provincia. Así, el lado oscuro de la sexualidad, tanto masculina como femenina, fue bien iluminado (e ilustrado) en los cuentos del narrador meridano. Algo que muy pocos autores mexicanos se habían atrevido a hacer con semejante garbo.
Paul McCartney contó una anécdota de cuando Los Beatles estaban en el estudio componiendo “A day in the life” en 1967. Mencionó que si debían hacer un disco que rompiera esquemas, como lo fue el Sgt. Pepper, no solamente la música debía ser diferente sino también las letras. Entonces Lennon y McCartney escribieron al final de un verso en dicha canción: “I’d love to turn you on” (me encantaría excitarte). Un hito para el letargo de aquella sociedad aún victoriana. Juan García Ponce es hijo de esa época en la que todo comenzó a fluir a través del sexo y el erotismo.
Pero García Ponce exploró más allá. Quizá influido por Sartre o Beauvoir (sacerdotes existenciales de la sexualidad de la época), el escritor mexicano abordó y describió otra patología: el voyerismo. Lo que se escuchaba en los consultorios psiquiátricos, García Ponce lo llevó a la literatura: “el lado oscuro de la sexualidad, el sexo como liberación de todo prejuicio”, escribió Hernán Lara Zavala. Pero también García Ponce exploró el erotismo en el otro. Es decir, el sexo como ritual de perversión.
El sexo, concepto de alteridad
En el cuento titulado “Rito”, García Ponce explora el sentimiento exhibicionista de un hombre que pretende ver a su mujer en brazos de otro mientras contempla la escena para “encontrarla siempre desde un nuevo principio”. La mujer, expuesta ante la experimentación, reclama “Me siento mal. No me entiendo. ¿Por qué hago estas cosas?”. Y remata: “¿Quién me ha enseñado a ser puta?” En este momento, el narrador desnuda los años ochenta ante el acto voyerista: “Aunque si alguien más que ellos pudieran escucharlas sus palabras serían escandalosas, tal vez atroces (…)”.
Para el escritor no hay erotismo si no hay mujer. Es decir, en los noventa escribió el cuento “Un día en la vida de Julia”, en el que la protagonista es a todas luces bisexual (sostiene relaciones lésbicas con Mariana) y en el que practica un ménage à trois con dos hombres cuyo juego-objetivo es perder la identidad. En su obra, el homosexualismo o bisexualismo es practicado por mujeres, no por hombres.
García Ponce explora la sensualidad o la sexualidad siempre de la mano de una mujer. Ésta es el centro de todas las perversiones del deseo, ya sea como protagonista o como objeto de ese deseo. El hombre es la mano del guiñol, los hilos que mueven la marioneta, pero también es el recipiendario de la obsesión y de la pérdida de la razón, del que emerge lo subversivo, secreto y prohibido del anhelo. Una manifestación literaria que se traduce como en una cuestión cultural hacia finales del siglo XX.
El boom y Juan García Ponce
El apellido Ponce en Yucatán en sinónimo de poder económico, desde los tiempos de la Colonia hasta nuestros días. Juan García Ponce tuvo la oportunidad de irse a la Ciudad de México en 1945, cuando tenía 13 años. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y fue ahí, en la ciudad capital, donde pudo codearse con la crema y nata de la literatura de aquellos años. Carlos Fuentes, Juan Rulfo, José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis, Salvador Novo, y hasta Jorge Luis Borges, fueron contemporáneos y vecinos de letras de Juan García Ponce.
Tuvo la fortuna de escuchar de viva voz el germen de cada capítulo de “Cien años de soledad”, cuando en las noches Carlos Fuentes y Álvaro Mutis invitaban a una cofradía de escritores, poetas y hasta directores de cine, a casa de los García Márquez para oír al “mago” relatar cómo el padre Nicanor Reyna se elevaba doce centímetros del suelo, cómo el hilo de sangre de José Arcadio atravesaba todo el pueblo para llegar hasta donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan, y cómo Remedios, la Bella, subía en cuerpo y alma al cielo ayudada de las sábanas de Fernanda del Carpio.
Sin duda un privilegiado cuya literatura se quedó fuera del concepto del Boom literario de los sesenta. Quizá porque la literatura hispanoamericana forjó -sin proponérselo- un tema que le dio la vuelta al mundo: la identidad de sus pueblos. He ahí que autores como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier y Julio Cortázar fueron los embajadores de los regionalismos latinoamericanos para el resto del mundo occidental.
Fue quizá el momento en el que los países latinoamericanos comenzaron a llamar la atención de un mundo perplejo aún en la posguerra, en el American Dream, que no sabía hacia dónde mirar, donde Los Beatles componían onomatopeyas melódicas a los sentimientos y emociones de esa posguerra, y García Márquez afirmaba que “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Juan García Ponce no se centró en esos regionalismos latinoamericanos. Sin embargo, su calidad literaria es indiscutible. Como lo fue también la llamada “Literatura de la Onda” de los años sesenta con José Agustín y Parménides García Saldaña a la cabeza. Como lo fueron también los movimientos encabezados por Octavio Paz, Juan José Arreola, José Revueltas, Alí Chumacero, Elena Garro, Jorge Ibargüengoitia, Amparo Dávila y Vicente Leñero, entre otros. Todos desde su trinchera.
Las letras de Juan García Ponce fueron inmunes a esos movimientos en los que había que mostrar los rasgos culturales a través de la literatura. Su obra se centró en el individuo, no en las masas. Y quizá por eso fue sui géneris en su época; mientras muchos exploraban lo antropológico de la muerte, la historia, la civilización, el colonialismo, la identidad, García Ponce se centró en las cosas que nos hacen sentir vivos, como el sexo, el erotismo, el prejuicio y la malicia.