El violinista Karim Ayala resplandece en la OSY interpretando a Mendelssohn

Perlas del siglo XIX se escucharon en la Orquesta Sinfónica de Yucatán, con la brillante actuación del solista Karim Ayala Pool esgrimiendo el violín para interpretar el concierto de Mendelssohn en una velada que cerró con Brahms, según cuenta Felipe de J. Cervera en su crónica.

Con cariño fraternal y admiración a Felipe Díaz Medina, que nos dejó una Mérida casi tan linda como su calidad humana.

Hubo un tiempo en que la OSY era más joven. En sus inicios, madurez y experiencia se combinaron con juventud. Grandes talentos han tenido entre sus filas, con evoluciones que son fuente de inspiración -prácticamente- en todos los casos. En su tercer programa de septiembre-diciembre de dos mil veintidós, la OSY abrió el cajón de los recuerdos. Mendelssohn y su concierto para violín fueron expedidos para recibir la visita de aquella promesa del violín, un intérprete yucateco que hoy avanza a paso firme: Karim Ayala.

Para su elegancia, la partitura halló el engarce perfecto con la segunda sinfonía de Brahms, redondeando la oferta sonora en la segunda mitad de las ocasiones, los días treinta de septiembre y domingo dos de octubre. Así, el vaticinio quedaba interesante: una bella experiencia en escena. Cumplidos los protocolos, el Peón Contreras recibía con calidez al violín que tiempo atrás fuera parte del conjunto. Karim Ayala -desde hace años- ya estaba preparado.

Mendelssohn era oriundo de la nobleza. Su dotación orquestal refleja el carácter de su cotidianeidad, mostrando equilibrio y soltura como cosa normal. Emprende el camino para situarse entre esa gente finísima, que hallaba en su música al heraldo de sus sentimientos. Pide, como primer requisito indispensable, un estado mental que exponga con toda delicadeza -appassionato, dicen sus instrucciones- el énfasis desde la primera nota. Orquesta y solista buscando mutualizarse, hicieron un despegue un tanto forzoso.

Mendelssohn contempla obligados ejercicios respiratorios que, sin ellos, ningún tecnicismo es posible. Nivelarse fue la premisa del solista y el hombre detrás de la batuta. En bitácora se leería “un paso adelante, resuelto de inmediato; un impulso apenas rebosante, dejado atrás”, hasta que pudieron ascender en vuelo unido, como los gansos que emigran al sur. Ese entendimiento funcionó, trayendo beneficios: este concierto traiciona donde tiene qué traicionar, pero indemniza sus pequeños ultrajes permitiendo franqueza en lo cantable, alcanzada por el invitado con solvencia.

Las cabriolas del movimiento inicial, inventadas para sorprender, fueron domesticadas al punto, con beneplácito de la audiencia y de la orquesta plena. Magnificaban el legado del maestro alemán. Transitar hacia los movimientos restantes por momentos parecía desamparar el resultado. Sin embargo, todo lograba mantenerse en orden a ventarrones.

La expresión agraciadísima del segundo movimiento tenía la verdadera intención del compositor, calculando para ser lo más ocurrente en el último episodio, con su doble velocidad y sus impulsos de timbal, sorprendiendo el ánimo de muchos aplausos, que Karim Ayala cosechó. Feliz como al llegar, salió de escena, cargando un éxito nuevo en sus registros.

El momento de Brahms fue una tiara para la sinfónica: cuatro movimientos formando la Sinfonía número 2, trajo un cambio de carácter en todo aspecto. Grandilocuente como Dvořák, no es suerte la que está del lado de Brahms, sino todo lo contrario. Era como si hubiese nacido con ideas concretas. Su pentagrama es un mapa del tesoro. Toma calidez de los chelos, en el primer allegro, que le permite anunciar su perfeccionismo; las flautas, respaldadas en familia, saltan ansiosas al encuentro. La voz aguda de los violines se teje con otras voces de madera e inevitable, Brahms amanece. Ha logrado sepultar la noche y hace que se pierda nociones de lo que preocupa o lo que apresura.

En su tonalidad mayor, se abre paso al vigor y la orquesta era nueva de repente. Hallando su estirpe en Schumann -pero también en Beethoven- el genio mantiene su identidad y la interpretación va realizándose como el presente que es. Llega a la siguiente estación. Su verano no tiene prisa y canta sus recuerdos. La batuta se basta a sí misma, porque tiene en la memoria matices que a veces son estruendo o murmullo de brisa, que nunca pierden intensidad. Lleva una arquitectura importante al momento de su casi andantino -tercer movimiento- proponiéndose crecer aún más. Y lo cumple.

Inesperados giros melódicos, parecen danzar mientras se mueven en otra dirección. Modera su velocidad y de inmediato, su volumen. Forja la interpretación a cada compás, ganando terreno hacia el último allegro, al que atribuye un espíritu agitado, recordando los finales de cualquier ballet. Pero tiene de todo. Al regocijo acumulado, agrega más ímpetu, pero nadie desiste. La meta está clara y está cerca. Brahms renueva su intención de vencer a base de cuerda. Así, cada que decide avanzar, dispone metales y percusiones para que, si la intensidad era grande, además sea elocuente.

Magnífica interpretación. La Orquesta Sinfónica de Yucatán no tiene secretos para nadie. Se desvive en atenciones cuando se trata de acompañar a solistas, que pueden venir de muy lejos o incluso haber nacido con acento maya. Calibrada, la orquesta se amolda a las partituras ambiciosas del Diecinueve, tiempo de avidez y descubrimientos y, como esta vez, de nombres inmensos como Brahms y Mendelssohn. ¡Bravo!

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