Frankly, Mr Shankly, this position I’ve held
It pays my way and it corrodes my soul
Oh, I didn’t realise that you wrote poetry
I didn’t realise you wrote such bloody awful poetry Mr Shankly
Frankly, Mr. Shankly, The Smiths
El hábito, la anestesia de lo cotidiano, nos embota la vista, escribiría Salman Rushdie en Los versos satánicos (1988), así mismo, Girondo piensa que la cotidianeidad nos teje, diariamente, una telaraña en los ojos. De esa cotidianidad que aplana la vista, de esa fruslería que se teje en el automatismo de los días, la inconsciencia de lo cotidiano que surge de las cloacas, de las pantis rancias de una chica, que se asienta en el fondo de una caguama, de esa cotidianidad es de la que habla Ingrid Bringas en La edad de los salvajes (Montea, 2015) un loor a la irreverencia y a la sangre caliente en las venas, a la pubescencia, la exaltación y el arrebato, al erotismo exquisito, pero también, a lo osado en el sexo, lo que no, lo que desagrada, lo que decanta, lo inhibido, lo que florece líquidamente de la vagina tibia de una chica al atardecer un domingo de verano, La edad de los salvajes es la impugnación convertida en poesía.
La poesía de Bringas es el espacio en el que se adorna lo vivido y se mitifica la juventud, al igual que Bolaño en Los perros románticos (Acantilado, 1993) quien busca y ausculta “pasos en el teatro de la Juventud. / Una voz que avanza como una flecha. / Sombra de cafés y parques / frecuentados en la adolescencia”. A Bringas le gusta contar cuentos de su infancia: “porque a ti te brillan los ojos como un sol y / yo siento florecer mi adolescencia.”
Lenguaje que proviene de ahí, del rechazo a lo vivido y el augurio constante de lo que está por venir, de la resaca inmarcesible por las mañanas, los puños cerrados y el pop a manera de espiritualismo, el pop constante haciendo mella en la cabeza, y otra vez, siempre de nueva cuenta con ese: ”olor a adolescencia, con la boca embarrada del chicle de los perros años que se te han pegado hasta en el pelo”.
La edad de los salvajes es un hito, un baladro estrepitoso que voltea nuestros discernimientos hacia la poesía real, una voz refrescante, concisa y madura frente a los poetas del inodoro, a los de los mausoleos, a los de las bibliotecas, una poeta que sale a la calle a vivir, a correr riesgos, que no se queda en el letargo de las horas frente al monitor, frente a escarpados escritorios de porquería y aburrimiento, es una poeta andante, como los perros, aquellos, los románticos, los que olfatean el peligro, el derrumbe, el quiebre, la coyuntura del miedo, de la embriaguez, las drogas y el sexo, justo ahí donde se genera la bucólica y se vuelve a restablecer, en la vulva, Alma Mater, en la palabra de los labios rosáceos que piden dedeo y exaltación.
La poesía de Bringas es “una nota de jazz que no se escucha / un suburbio”, una cólera blanda a punto de emerger de las profundidades del organismo, dedos que buscan la llaga de la lubricidad, “una oración por las nalgas / por la memoria de los cuerpos”, un devenir garboso, un pene laxo, auscultante, hermosas cabelleras negras sobre jovenes espaldas blancas tatuadas, una oración “por las cáscaras de piel con las que tropezamos / por la migraña”, un licor fuertísimo que te hará rejuvenecer como cien botellas de cerveza alineadas en una mesa, para “digerir versos como manjares” y ansiolíticos como delicadezas, a manera de gang bang, de banda disparadora, aquella orgía en la que el poema mantiene relaciones sexuales con tres o más lectores, por turnos o al mismo tiempo y en el que todos están invitados, un harén moderno de mocedad, cotidianidad e injuria “ahí donde el pueblo suda nostalgia un martes por la tarde”, donde la melancolía acelera el paso de la feromona, donde la exaltación no puede más, donde el alcohol se incrementa y las ganas se vuelven esperanza, donde la lujuria está lista para estallar, donde la edad de los salvajes se hace presente justo ahí… ¡explotemos!