Brahms y Dvorak brillan en la Orquesta Sinfónica de Yucatán

Dos serenatas magnificadas por el violista Nikolay Dimitrov y el violinista Christopher Collins Lee.

Las inteligencias de los compositores Brahms y Dvořák, prodigiosas desde la infancia, fueron la elección para el cuarto concierto de la Orquesta Sinfónica de Yucatán en su temporada treinta y cinco. Dos serenatas, configurando a la orquesta en maneras distintas, estipulaban el vigor que mezcla Romanticismo y Nacionalismo, como cosa natural.

El tórrido Brahms expresaba su devoción a Clara, viuda de Schumann, cuando compuso la segunda serenata de su Opus No.16. Ya iba logrando un ramillete de obras con la misma finalidad y, para el caso, prescindiría de violines por completo. Construiría sus ideas en las voces más graves de la cuerda. El mutuo aval entre violas y chelos iba timbrado de cornos al doble, así como dobles los oboes, clarinetes, flautas y fagotes. Como el pájaro macho que ostenta canto y plumaje, Brahms reinventa sus posibilidades frente a la consumada pianista de manera que, con los violines descansando, enaltece la belleza de las violas, aunque la mayoría de las líneas melódicas pudo quedar en los alientos.

La número dos de Brahms generaliza un resultado intimista pero bien enérgico en sus cinco partes -donde el Scherzo tiene una importancia cardinal, planteado antes del movimiento Lento– venidos de una fase que le llevaría a redefinir, no solo su propia obra, sino la valoración del tradicionalismo en las formas musicales. A los veintisiete años, lo que fuere emanado de Beethoven o de Schumann, forjaría sus convicciones como al fierro.

En su ejecución, la orquesta declaraba los robustos sentimientos puestos en la obra. Superaba la expectativa con breves salvedades, discretas opacidades en matices que, tratándose de Brahms, piden más esmero que timidez: en el imponente sentido del genio nada es sugerencia, sino expresión obligada. Sin embargo, es lógico que el cubrebocas ejerce contrapeso a la más fúlgida creación. 

Hacia 1875, Brahms, siendo ya un peso pesado, impulsó la creatividad de Dvořák al propiciarle un premio como compositor de calado nacional, con las inherencias del caso. Con esta acción se completaría el acto de obsequiar al mundo este grandísimo genio: en la lejana Nelahozeves, un Dvořák padre iniciaba este proceso, prescindiendo de su joven hijo como refuerzo para el duro trabajo cotidiano.

En la Serenata de Cuerdas de su Opus No.22, el compositor remarcaba porqué merecía no solo aquel premio y muchos más que fueron llegando, sino el reconocimiento universal sin límite de tiempo. Para su interpretación, la orquesta devolvía el asiento a aquellos violines ausentes en la primera mitad. En su lenguaje, la Serenata consolida aquello que la poesía no alcanza a decir y eso mismo estaba a punto de suceder. Lo mejor del asunto es que el pleno orquestal, desde el Moderato con que inicia, cumplía aquella visión costumbrista con que Dvořák nutrió su legado, con la que afirmaba la cosmovisión personal sobre su patria. 

En ascenso constante, su determinación es la misma: la idealización de una brisa o un vendaval, es murmullo a veces o el trueno que predice tormenta. Según se trate, como en el Vals -que traspasa lo galante- o en su propio scherzo, la interpretación traducía el efecto onírico de la composición. Fue un manos-a-la-obra que enlazaba un instrumento al otro y entre todos, al portento de una partitura que en sí misma, es un monumento. Su defecto, porque algo tendría qué fallar, es que la espera será larga hasta el momento de volverla a escuchar.

De las manos de Brahms y de Dvořák, la sinfónica demostró el balance perfecto en su dirección y en sus respectivos concertinos, el violista Nikolay Dimitrov y el violinista Christopher Lee. Con ellos, la suma de todas las fuerzas, desde el concepto de cada Serenata hasta la batuta que las hizo revivir, fue clamor de una época que hallaba virtud en lo preciosista. La interpretación de la OSY, pese a tantas décadas desde sus estrenos, lo refrenda. ¡Bravo…!

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