El virtuoso Christopher Collins es ovacionado con la OSY

En el Palacio de la Música, un violín Guadagnini de 1714 Ingresaba a manos de Christopher Collins Lee, concertino de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, quien en esta ocasión fungía como solista para interpretar la “Fantasía Escocesa” de Max Bruch, según cuenta Felipe de J. Cervera.

Allí estaba, en el Palacio de la Música, un violín Guadagnini de 1714. Ingresaba a manos de Christopher Collins Lee, concertino de la Sinfónica de Yucatán, donde la espera también tocaría, pero a su fin: el incendio que nos dejó sin Peón Contreras –en noviembre pasado– canceló (in)justamente la interpretación de la “Fantasía Escocesa” del romántico Max Bruch; pero, la indulgencia de las circunstancias la trajo ahora, al quinto programa de la temporada treinta y nueve.

Con afable discreción, el solista agradeció los aplausos que le recibieron y que instantes atrás fueran para el director y su alineación. Sin más preámbulo, la música abrió sus alas y se lanzó a volar. Había un solo matiz –dulzura– para ir colectando los ingredientes que el compositor utilizara en su evocación del folclor escocés. En su tiempo, el origen ya no era determinante para la creación artística. Los viajes llenaban los ojos y el pensamiento. A falta de viajes, la literatura incentivaba la imaginación, sobre destinos reales o quiméricos, haciendo que el siglo XIX fuera un crisol de ideas y de idealismos.

Bruch compuso navegando este mar dentro de sus cuatro paredes, afanado en canciones escocesas –tradicionales– que parafraseó en pentagrama más de una ocasión, contando el primero de sus cuatro movimientos. Su finalidad era partir de un violín, vértice de temas arrancados de la tierra sobre la que se inspiraba. Con uso de la fuerza, convoca por momentos a la orquesta para sazonar o enmarcar diversos recursos. El arpa jugaba un rol de pivote y aquel violín de pronto dialogaba con otro solista –una flauta– pretexto para crecer y definirse en un tema festivo, evocación de las aldeas frías donde es obligado llevar kilt y beberse cuanto barril estuviere a disposición.

Bruch, con su alemanismo romántico, avanzaba con equilibrio. Por un lado, tiene la orquesta. Pensaba en el prodigioso Joseph Joachim de sus tiempos, pero hoy tiene este violín del siglo XVIII, fraseando en velocidades múltiples –mientras finge ser escocés– doblando cuerdas o desplegándose en arpegios y cantándole a su contraparte, como si no hubiera un mañana: la solvencia violinística de Christopher Lee, ejecutando de memoria, saldó lo pendiente de aquella cancelación, frente a un público de pie que lanzaba aplausos haciéndole volver una vez más, con todo y sonrisa, a terminar de agradecer.

Muchos programas han transcurrido hasta que Tchaikovsky regresó a los atriles de la sinfónica. Esta ocasión, fue para la “Pequeña Rusia” –su sinfonía segunda– tema de intención poco agraciada, a la luz del tiempo presente y su abstracción sobre Ucrania. Lo cierto es que las líneas limítrofes no logran contener los procesos de transculturización entre naciones y, a su modo, el compositor describe qué le significa esa parte que también considera patria, en aquel tiempo particular. Cuatro movimientos –hilvana a los dos centrales usando violas– redondean un discurso nacionalista que, en concordancia con Bruch, puede contener matices románticos.

Tchaikovsky sale de la memoria –por completo– ahora en la batuta de Juan Carlos Lomónaco. Revisa cada escondrijo que encierra un acento o una tendencia y procede a paso firme, seguido por el pleno orquestal. El compositor es genial para la melodía. Para soltarla, cunde con cadencias a las que puntualiza de percusiones, incluyendo un gong que le servirá para el gran final. Llega armado de timbales, tambor, platillos, címbalos. Lo que ha dispuesto para los alientos es cosa profusa, desde la tuba hasta el flautín con tal de llegar a gran orquesta. Trata con enormidad el legado allí consolidándose.

Para su arquitectura, hará revisión de Glinka y de su obra célebre “Kamarinskaya”, buscando contravenir los augurios contra el canto ruso. Desde el piano, Tchaikovsky logra su cometido con una gama de recursos para pasmar y la segunda sinfonía obtiene el clamor popular desde el tiempo de su estreno –hace ciento cincuenta años– traída hoy en la revisión que hiciera poco antes de concluir el siglo XIX. La disposición de ambas obras –de Bruch y de Tchaikovsky– funcionó bien. Una, curiosa antesala de la otra, gestionaron la experiencia creciente en emoción e ingenio. La sinfónica, acostumbrada a dar lo mejor con batuta propia o prestada, ha ido engarzando la calidez de las audiencias. También a esto debería acostumbrarse; bien lo merece. ¡Bravo!

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