In memoriam, Maradona: intento de elegía para “El Pelusa”

Diego Armando Maradona, “El Pelusa”, falleció el 25 de noviembre de 2020.

De González Catán, en colectivo,
A la cancha de Boca, por Laguna.
Va soñando, hoy ganamos el partido,
La niña de los ojos de la luna
.

Joaquín Sabina.

            Algo muy importante debe haber hecho el Pelusa para que el día de su muerte todas las redacciones de los principales diarios del mundo, todos los noticieros de televisión, las estaciones de radio y las redes sociales hayan puesto en sus titulares, como primera nota en sus noticieros, el regreso a las estrellas de quien en vida se dedicó a iluminar las canchas de fútbol con su desbordante talento para patear una pelota. Son de esas noticias con las que no se puede mantener una posición de indiferencia porque se trata de uno de esos personajes que suelen ser aún más grandes que la realidad misma, que se instalan en un sitio especial en el que los mortales los observamos pensando que vivirán para siempre, pues no te imaginas que exista la posibilidad de un mundo sin ellos.

Desde que supe del fallecimiento del ídolo intenté en pensar en cual sería la elegía adecuada para despedir a un personaje como lo fue Diego Armando Maradona. Varias horas después, sentado en la oscuridad, mientras en mis audífonos suena “Dieguitos y Mafaldas” de Joaquín Sabina, debo decir que aún no estoy seguro de qué palabras, qué frases serían las que pudieran definir con exactitud lo que fue Diego. En el transcurso del día las he escuchado casi todas, sobre todo aquellas que con cierta pompa y redundancia caen en los típicos clichés con los que los medios suelen vestir este tipo de acontecimientos: “el más grande”, “el mejor de la historia”, “el que llenó estadios” y cosas de ese estilo.

Frases empeñadas en sonar tan pomposas que suelen perderse en el vacío informativo una vez que la noticia ha comenzado a perder vigencia, por lo tanto, no pueden ser parte de un homenaje que busque, ante todo, hacerle justicia al personaje. Y más a un personaje como el Pelusa: rodeado siempre de polémica, de una serie de claroscuros que lo acompañaron durante su vida. Historias que probablemente puedan justificarse tras la máscara del adicto, de quien no tiene un control pleno de sus actos, los cuales no dejan de ser reprobables por los daños que ocasionaron en otras vidas, en personas más cercanas al suelo y que no estaban protegidas por el aura de la idolatría que rodeaba al Diego, que generaba un hálito protector que prácticamente obliga a perdonarlo todo.

Por la tarde comenzaron a aparecer los primeros artículos que hablaban sobre la leyenda -y el hombre que se encargó de escribirla con el balón entre las piernas-. Leí a Juan Villoro, a Jorge Valdano y sucedieron dos cosas: me maravillé por la sensatez, la emotividad y la hermosura de sus piezas periodísticas, de sus relatos. Dos hombres que manejan la pluma con absoluta maestría y que plasmaron lo que quizá otros tantos que intentamos esgrimir un par de frases sobre la hoja en blanco no podemos expresar, o al menos no con toda la capacidad literaria del mexicano y del argentino. Villoro sentenció en El País: De manera simbólica, murió en un tiempo de estadios vacíos. Hoy, el fútbol sin gente recuerda con mayor fuerza a quien alguna vez llenó las gradas escalonadas hacia el cielo”.

Valdano, compañero en aquella selección que levantó la Copa del Mundo en el Azteca, escribió en La Nación: “En la admiración y en la pena caben distintos tipos de emoción. Hoy hasta la pelota, el juguete más comunitario que existe, se sentirá más sola y llorará desconsolada a su dueño. Todos los que amamos el fútbol auténtico, lloramos con ella a Maradona. Y quienes lo conocimos, lloraremos aún más por aquel Diego que, en los últimos tiempos, casi había desaparecido bajo el peso de su leyenda y de su exagerada vida. Adiós, gran Capitán”. 

¡Joder!”, fue lo único que pude exclamar al terminar la lectura de las dos piezas, qué belleza, cuánta verdad expresada con tanta sencillez y contundencia. Ahí estaban las palabras exactas, las que explicaban a la perfección lo que Maradona significó al mundo y lo que hoy representa su partida. ¿Qué necesidad tengo entonces sentarme tras el teclado a intentar armar un texto medianamente coherente que sirva como despedida de un gigante, cuando otros ya lo han hecho de una manera tan sublime y a la que solamente se puede aspirar a llegar?

Pasada la media noche, en la soledad de la estancia, acompañado -como siempre que escribo- de mi perro, aún me hago esa pregunta. Me distraigo un momento para volver a ver aquel legendario gol de Maradona ante Inglaterra en el Mundial 86. Escucho la narración de Víctor Hugo Morales, la emoción con la que el cronista acompaña al 10 argentino mientras va –con el balón prácticamente atado al botín– desparramando en el terreno a los otrora orgullosos ingleses, aquellos cuyos antepasados crearon las reglas del juego, para que un siglo después un chaparrito bonaerense las transformara en un poema. Se trata de una narración dotada de épica, una auténtica crónica periodística de tan solo unos segundos de duración que raya, también, en los límites de la literatura:

“La va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, deja el tendal y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… ¡¡GOOOOOOOOL!!! ¡¡¡¡GOOOOOL!!!! ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… Barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina 2 – Inglaterra 0. Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2-Inglaterra 0…”. Luego la voz que se corta y el feliz silencio que siempre llega después del éxtasis.

A la sazón todo se ilumina un poco. Viajo en el tiempo hasta el estudio de la casa materna, vuelvo a ser ese adolescente de 14 años que ha estado pegado a todos los partidos del mundial que se jugó en tierras mexicanas. Soy ese chico que, tirado en el suelo, mira a la televisión con la ilusión intacta, aquel que no conoce los entretelones del drama futbolístico y que está solamente dispuesto a dejarse llevar por esos hombrecitos de pantalla que corren tras la pelota mientras sobre sus espaldas llevan la emoción de miles de chicos como yo. Nostalgia pura, recuerdos de tiempos felices en los que todo parecía más fácil y en los que uno ignoraba lo que se iba a encontrar en el largo camino de baldosas amarillas que no va derecho hacia la tierra de Oz, sino a lugares mucho más tenebrosos y lúgubres en los que supuestamente no existen magos milagrosos, al menos hasta que aparecen personajes como Maradona para demostrarnos lo contrario.

Entonces me doy cuenta de la razón de estas líneas, por qué durante todo el 25 de noviembre de 2020 sentí que tenía que terminar el día sentado frente al papel electrónico para escribir sobre el Diego: porque soy uno de tantos que ha entendido que a veces la felicidad tiene forma de balón y que uno puede ser capaz de reencontrarse momentáneamente con ella, sobre todo cuando recuerda cómo la trajeron hasta tu sala los profetas de lo feliz, aquellos predicadores de una fe que no glorifica la culpa sino que se la pasa por el caño para terminar enterrándola en una portería. Diego Armando Maradona, cuando estuvo en la cancha, fue uno de ellos…

Mi intento de elegía está completo. Será uno más de tantos que se van a publicar en los próximos días, meses o incluso años. Porque está claro que Maradona ha pasado a formar parte de ese panteón que está reservado para los inolvidables, para aquellos que han dejado huella tanto en las masas como en los individuos que las conforman. Y sí, algo muy importante hizo el mítico Pelusa para que todas las redacciones del mundo se detuvieran, para que los canales de televisión volcaran horas de transmisión hablando de su carrera, de sus altibajos personales, de sus constantes luchas, para que ya entrada la madrugada del día 26, un aspirante a contar las cosas por escrito esté poniéndole punto final a este artículo.

El Diego nos hizo felices, y ello no es poco en este mundo tan convulso en el que los ratos de felicidad se nos escurren constantemente por entre los dedos, todo mientras tratamos de entender por qué esos momentos son tan escasos como los goles en el fútbol de nuestros días, como lo son en el eterno partido de la vida misma.

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