La OSY cierra la temporada 2019 con la Compañía Nacional de Danza.
Considerada como una de las grandes ocasiones del año, el arribo a Mérida del ballet “El Cascanueces”, resonó con gradual fuerza desde hace varias semanas. Al lado de la Sinfónica de Yucatán, que hace unos días concluyó su décima temporada de conciertos, aparecía el nombre de la más destacada institución dancística del país: la Compañía Nacional de Danza. La asociación de ambas entidades presagiaba una ocasión espectacular, para aderezar de navidad las noches meridanas del cinco al ocho de diciembre de 2019. “Boletos agotados” fue el aviso demoledor con el que muchos se felicitaban haber sido previsores y otros más se recriminaban no haberlo sido.
No es cosa de todos los días -o quizá sí- que aquella música dulce y melosa, salga de las grabaciones para fondear una gala de ballet como es “El Cascanueces”. Para muchos, solo Tchaikovsky supera a Tchaikovsky, pues un mismo magnetismo tendría “El Lago de los Cisnes”, igualando las condiciones. El cuento de hadas navideño, a manos de la Sinfónica de Yucatán y de la Compañía Nacional de Danza era el pase seguro a una ocasión memorable. Contra toda expectativa, eso estaba por verse.
Las acotaciones en el escenario, desde luego privilegian a los actos de danza, sumiendo el brillo musical al foso acondicionado para el efecto. Seis decenas de músicos con sus seis decenas de instrumentos pasaron al pequeño inframundo del tablado, con la única prominencia del conductor, cuya coronilla también danzó -al ritmo de cuanto dirigía- durante toda la función. Su batuta, por momentos visible, era la pequeña antena que confirmaba a cada trecho, se trataba de música en vivo a pesar del claustro en su pequeño sepulcro.
Pese a su condición soterrada, el sonido era distinguible y los matices, más aún. La puesta en escena hacía destacar la popular creación del genio ruso, mediante un decorado que bien acataba el guion formado de aquella combinación de historias de Alejandro Dumas y E. T. A. Hoffmann. Al menos, durante el primero de los dos actos. Un gran pino navideño, como eje central permitía las graciosas ejecuciones de los personajes a su alrededor, donde una entrega de regalos navideños daba paso a los primeros cuadros dancísticos. En ese primer desarrollo, el equilibrio fue logrado con cierta suficiencia. Todo un cuerpo de bailarines pequeños -niños- interpretó personajes de toda gama, tanto en acciones de muchedumbre como en posiciones protagónicas, alternando con algunos de los profesionales de la compañía de danza, vueltos pilares y asesores, el verdadero alcance de su responsabilidad.
El intermedio llegó con demora, excedido el tiempo según marcaba el programa de mano. Para gran parte de la concurrencia, el afán de disfrutar una exhibición de mayores alturas, permanecía a la espera de un giro favorable. El acto segundo inició con el ensueño -tal como son los cuentos de hadas- que lleva a la muy joven protagonista a ser una más entre aquellos que viven su fantasía, ocupando después, un sitio honorífico para disfrutar un desfile de piruetas al son de aquella célebre partitura. Las variadas nacionalidades -con sus escenas española, china, rusa, árabe- y otros figurados tuvieron, como en el primer acto, la participación de elementos destacados, solistas de la compañía de danza.
El desequilibrio sobrevino por la fustigante aparición de niños y niñas más allá de la comparsa: como responsables de más de un número musical, haciendo sus mejores esfuerzos para evitar asimetrías o imprecisiones, dada la rapidez con que la música fluía. De pronto, aquello había cambiado a un ambiente de menores proporciones: era un festejo de academias de baile semiprofesionales, distinto de lo que se esperaría viendo juntas a dos instituciones asumir la magnitud de un “Cascanueces” reducido a canto de sirena.
Un Pas de deux* fastuoso sucedió a un desangelado “Vals de las Flores”. Con sus variaciones, a cargo de expertos, dieron el necesario fulgor, cercano el final. Hicieron olvidar la parquedad de la escenografía, que fue diluyéndose hasta casi desaparecer, manteniéndose a flote por los efectos de iluminación. En otro sentido, el vestuario cumplió con creces la mayoría de sus encargos, respaldando la filigrana en los personajes, con una gran salvedad: la careta del personaje “Cascanueces” -tocado por la vitalidad- rivalizaba en fiereza con las terribles máscaras del folklore japonés. Nada habría sido mejor que atenuar su dureza u obsequiarle una pizca de gracia.
Talento y encanto -como sinónimos de distinción- los hubo volcados en el escenario. Partes fuertes, por un lado y partes reforzadas por el otro, permitieron ventilar el brío de muchos participantes que, a su corta edad, están forjando sus vidas en consagración al ballet. Será cuestión de continuar para permanecer en la ruta y mejor aún, trascender en tiempo futuro. Lo correspondiente a “El Cascanueces” de 2019, será marcarlo como experiencia curricular, referencia útil para seguir creciendo. La sinfónica, firme en su nivel, tradujo el pentagrama en interpretación culminada, tal como suele ocurrir. El aplauso repartido fue de beneplácito, en la proporción que cada quien merece. Año con saldo positivo: la música es hálito principal, para una ciudad que lo pide todo. ¡Bravo!