Una crítica de Once upon a time in… Hollywood.
Con la novena producción de su filmografía, Había una vez en… Hollywood (2019), el director Quentin Tarantino parece haber llegado al límite de su capacidad creativa, pues el filme avizora el canto del cisne de un realizador que ha prometido retirarse después de su décima película. Y tal vez no le vendría mal hacerlo, pues con su más reciente entrega ha demostrado que está muy lejos de los aciagos días en los que un filme suyo constituía una provocación y un acontecer cinematográfico más allá de lo comercial. La trama gira en torno a Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor que después de una exitosa carrera en cine y televisión se encuentra irremediablemente inmerso en una espiral de decadencia, acompañado de su fiel amigo, Cliff Booth (Brad Pitt), quien lo mismo es su doble de acción que su chofer y asistente personal. Ambos deambulan por una ciudad de Los Ángeles contextualizada en 1969, justo al final de esa turbulenta década que fue la del sesenta norteamericano.
Paralelamente, de manera somera se cuenta la historia de Sharon Tate (Margot Robbie), actriz en ciernes que se va abriendo paso en Hollywood, acompañada del joven director Roman Polanski (Rafal Zawierucha), quienes resultan ser vecinos de Dalton en las colinas hollywoodenses y que representan a la nueva realeza de la meca del cine, que ese mismo año daría paso a la llamada “Nuevo ola del cine norteamericano” de la mano del Easy Rider de Dennis Hopper (de hecho, en una escena de la película, Dalton es caracterizado como el icónico personaje de Hopper: chaqueta india, bigote, cabello largo y sombrero vaquero, que representa a los odiosos hippies que se van buscando su camino en la cultura estadounidense).
De esta forma se completa el tríptico de personajes que sostienen la película, cuyos respectivos avatares se van entrecruzando a lo largo del filme, siempre enmarcados por la perturbadora presencia de La Familia Manson en los alrededores de Sunset Strip, la legendaria calle que une Hollywood con Beverly Hills, el centro neurálgico de la supuesta “fábrica de estrellas”. Lo anterior sirve como excusa para que Tarantino, una vez más, se regodee en sus múltiples referencias cinematográficas, con homenajes y parodias que se suceden sin cesar, algunas más obvias que otras, tan numerosas que sería ocioso mencionarlas aquí. El relato, además de autorreferencial (es un pastiche de las cintas de Tarantino, que en sí son un pastiche del pastiche), también resulta metafílmico al introducirnos al cine dentro del cine, mezclando a personajes de ficción con hechos y figuras que sí existieron en la vida real.
Para ello, proporciona un asidero cronológico: la primera parte está fechada en febrero de 1969, el histórico año de la llegada a la luna y del Festival de Woodstock, que recién cumplió 50 años. En ese sentido, el diseño de arte y la producción denotan un afán documental, presentando maquillaje, vestuario y locaciones acordes a la época, que a la postre se revelan como un truco para mantener al espectador en el marco de la verosimilitud, incluso cuando sabemos que lo que estamos presenciando es una mera ficción que se pretende basada en hechos reales.
En el segundo segmento del filme, ubicado en agosto de 1969, seis meses después del grueso de la historia, inexplicablemente se introduce a un narrador con voz en off que no había aparecido en el resto de la película. Este narrador sólo aparece en los primeros minutos, por lo que se antoja totalmente gratuito, dado que no vuelve aparecer antes del desenlace. El final es lo mejor del largometraje, ya que no sólo reelabora la verdad histórica (al igual que en Bastardos sin gloria, cuando asesinan a Hitler), sino porque presenta la ya conocida impronta del director, en la cual la farsa desemboca en violencia con tintes paródicos y humorísticos, llena de extravagancias y soluciones narrativas que constituyen los pocos giros dramáticos del guion de Tarantino.
Sin embargo, la solvencia del cierre poco contribuye a subsanar el excesivo metraje del filme, que se encuentra plagado de autoindulgencia, escenas sobrantes, digresiones, subtramas que no van a ningún lado, diálogos poco sagaces y demás excesos que no sólo perjudican el avance narrativo de las acciones -o la ausencia de ellas-, sino que le pasan factura a un realizador al cual se le puede perdonar todo, menos la notoria falta de ritmo que unas afiladas tijeras en la sala de edición hubieran corregido.
Cierto es que las actuaciones principales son sobresalientes, en especial de un matizado DiCaprio que da cuenta de su rango actoral, y el contundente Pitt, cuya dupla literalmente incendia la pantalla con un lanzallamas; Robbie luce autocontenida y correcta en su función de Macguffin argumental. Por ende, de nada sirve tener un elenco de soporte que incluye a Al Pacino, Bruce Dern y Kurt Russell, cuyas apariciones no apuntalan la trama, apenas y son cameos actorales que pasan sin pena ni gloria.
Los manidos tropos de Tarantino apenas y alcanzan para mantener el interés a lo largo de casi tres horas, en las cuales nos cuenta la anécdota acontecida en el ocaso del viejo Hollywood, siendo una oportunidad perdida para profundizar en aspectos revisionistas de géneros como el western y el spaghetti western, que otros filmes como No country for old men (Coen Bros.), Hell or high water (Mackenzie), Unforgiven (Eastwood) o Dead Man (Jarmusch) lograron acertadamente, lo cual el mismo Tarantino consiguió tanto en la saga de Kill Bill como en Django unchained y The hateful eight (su anterior producción que ya mostraba signos de agotamiento).
Finalmente, Quentin fracasa al entregarnos una fábula cinematográfica que al tiempo homenajea y satiriza las películas de Sergio Leone y Sergio Corbucci, ya que Once upon a time in… Hollywood es apenas un trasunto de sus gustos y obsesiones, que muestran a un Tarantino cansado al hacer una película efectista cuyo secreto, una vez develado, resulta francamente olvidable (y eso sólo si el espectador conoce el sangriento hecho del que parte, porque de lo contrario es todavía menos relevante).
No dudo que sus fans saldrán satisfechos de la sala, pero precisamente dicha indulgencia de la industria está jugando en su contra, ya que desde Los ocho más odiados se está convirtiendo en aquello de lo que se mofaba en su cine, un producto diseñado para las masas y hecho a partir de fórmulas. En ese sentido, al igual que su depresivo personaje Rick Dalton, como director todavía entretiene con chispazos de genialidad, los cuales son insuficientes para evitar su decadencia artística.