En la literatura existen obras que trascienden, que se vuelven eternas y en algunos casos dan vida a los llamados subgéneros, como el erótico. No sorprende la dificultad que los estudiosos han encontrado para diferenciar a la literatura erótica de la pornografía o de las historias de amor que contienen sexo explícito en algunos pasajes. Ninguno de los actuales términos, erótico o pornográfico, es neutro. En general, haciendo uso de la primera palabra, ésta hace referencia a un modo aceptable de representación sexual, mientras que el segundo designa una forma socialmente inaceptable. Algunos especialistas afirman que no existen grandes obras eróticas donde el sexo y la pasión sean el eje principal; sin embargo, sí libros que contienen escenas intensas de erotismo. Hay muchas divergencias al respecto, pero pese a todas las discusiones que giran en torno a este subgénero literario, existen autores que se relacionan íntimamente con él.
D.H. Lawrence es el autor de uno de los libros más polémicos de la primera mitad del siglo XX, El amante de Lady Chatterley (1928); Henry Miller también se sitúa en este rango con sus obras Trópico de Cáncer (1934) y Trópico de Capricornio (1938) prohibidas en no pocos países; y el ruso Vladimir Nabokov, autor de Lolita (1955), una obra que trata el espinoso tema de la relación entre una niña y un hombre maduro. Otros escritores significativos son Guillaume Apollinaire y Jean Genet, desde luego sin omitir al enigmático Marqués de Sade.
Si nos situamos en Latinoamérica, la literatura erótica tuvo a uno de sus mayores exponentes en la pluma del yucateco Juan García Ponce. No existe mejor figura de este género en nuestro país. En la mayoría de la obra narrativa del autor hay una constante: la disponibilidad sexual en sus personajes femeninos cuyas relaciones se salen del estereotipo de la mujer enamorada. “Rito”, cuento publicado por primera vez en 1979, es un ejemplo de ello. El relato narra la historia de Liliana y Arturo, un matrimonio que sólo encuentra la posibilidad de conectarse a través de la negación de lo que en principio se denomina pareja. Una noche el matrimonio recibe en su casa la visita de un amigo y durante la velada, en algún momento la mujer y el visitante bailan en el salón al tiempo que el marido los mira:
Arturo, desde un sillón, observa a su esposa y al invitado. Lo que ocurre no puede describirse. Liliana desnuda, expone su cuerpo en toda su belleza. Con las piernas entre abiertas, el triángulo negro del sexo hace más impúdica su desnudez. Liliana mientras busca los ojos de su esposo, levanta el brazo para acercarse al invitado, quien también está desnudo. Arturo encuentra la mirada de Liliana y cree descubrir en ella una dulzura seductora.
El amor en la obra de García Ponce incluye siempre el deseo y no excluye la relación erótica con otros, la aceptación del otro desde la óptica de la pareja como unión o unidad y, por lo tanto, es algo más autónomo e independiente que el erotismo, en el que se manifiesta también el deseo, pero concretado en el cuerpo como instrumento de placer. Bien lo dijo en una entrevista en 2002 el filósofo francés Jacques Derrida, cuando se le preguntó que si fuera a ver un documental sobre otros filósofos como Heidegger, Kant o Hegel, qué es lo que desearía ver y respondió: “Su vida sexual… porque no es algo de lo que se suela hablar”.
La tradición occidental ha reprimido su vida sexual y, sin embargo, los poetas y narradores de esta parte del planeta nunca han dejado de hablar de sexo. Como Derrida, no pocos queremos saber lo que ocurre tras bambalinas y García Ponce pone al alcance del lector las intimidades de sus personajes a través de recursos literarios que van más allá de la imaginación en lo que a fantasías sexuales se refiere. La base del erotismo del autor está en mostrar la sexualidad de una forma natural, necesaria, y el morbo, como uno de los complementos de la vida para volverla más interesante.
Leer a Juan García Ponce es siempre subyugante porque en su obra la vida se celebra a través de relaciones comúnmente llamadas perversas: per (por) versus (versión); otra versión. “El autor yucateco es perverso al presentar una versión distinta del sexo y el amor”, según palabras de la escritora Carolina Luna.
Así se presenta en “Rito”, como en la mayoría de sus textos narrativos y en algunos ensayos, en forma provocadora y fascinante cristaliza el postulado mayor de su obra literaria: la ambigüedad, como ambiguo es el acto sexual cuya entraña une espíritu y carne, define y niega al hombre, lo vuelve tierno y cruel, lo ata y libera, lo pierde y lo redime. Parafraseando a Ermilo Abreu Gómez en el ensayo: “La letra del espíritu”:
“Cada escritor tiene su tiempo y no le es posible -a menos que sea un farsante- acomodarse, bien o mal, a los tiempos que evoca y a los que le suceden. El tiempo auténtico del escritor es aquel que coincide con la madurez de su espíritu, con la capacidad de captación de su genio literario…”
Así, el tiempo de García Ponce tuvo su pináculo en la segunda mitad del siglo XX, época en la que la liberación sexual de la mujer contrastaba con los escenarios de la vida durante los años post revolucionarios. Destacó en el tiempo en el que le tocó crear porque fue leal a su contexto social imprimiendo en su narrativa ese estilo, que en el siglo XXI sigue siendo enigmático para los lectores y, por qué no, referente para el aprendiz de escritor que desea incursionar en la literatura erótica.