“Si el Silencio está abrazándote, no sé si será que antes de esto fue el silencio. Y al silencio, ¿quién lo puede hacer callar?“. Eladio Santos
El fuego olímpico se va apagando mientras un hermoso capullo mecánico se cierra sobre el pebetero olímpico. Existe siempre un dejo de nostalgia cuando eso sucede, cuando se terminan esas dos semanas en las que –tal vez– el mundo entero ha sido un poquito mejor para todos los que estuvimos pegados a las transmisiones olímpicas. Tokio 2020 se despide con sus estadios en silencio, en una ceremonia austera, poco espectacular, pero llena de la candidez de los atletas que se adueñaron de la pista y del campo de un estadio que los cobijaba con sus tribunas vacías, con ese silencio apabullante que marcó a estos Juegos Olímpicos como un sello que quedará impregnado para siempre en la memoria de quienes los vivimos.
Como es tradición, la premiación del Maratón se realiza en la ceremonia de clausura. Es la primera vez que se incluye a la rama femenil en un acto de absoluta justicia. Kenya, ese pequeño país situado al Oriente de África, ha regresado a los juegos para recordarnos que, en sus planicies, en sus campos, se gestan los mejores corredores del mundo en las largas distancias. Peres Jepchirchir y Brigid Kosgei, el 1-2 en la rama femenil, y el eterno Eliud Kipchoge en la varonil, han devorado al asfalto japonés para ceñirse al cuello las últimas medallas que entregarán los olímpicos de este año. Hay mucha emoción en sus miradas y sus pieles de ébano brillan con más intensidad mientras ven la bandera de su país elevarse ante un estadio que les observa en absoluto silencio, callado, respetuoso.
Es una premiación cargada de simbolismos y de triunfos que van más allá de las medallas. Dentro de los varones Abdi Nageeye de los Países Bajos y Bashir Abdi de Bélgica han conquistado la segunda y la tercera plaza respectivamente. Los maratonistas comparten un pasado común: ambos son de origen somalí. Siendo niños tuvieron que huir de su país natal huyendo de una las más cruentas guerras que se han dado en África. Fueron cobijados por dos naciones europeas para las que ahora han ganado una medalla olímpica. De nueva cuenta una historia de éxito que abofetea los discursos anti-inmigrantes. Historias que se han convertido en el sello de los Juegos, que se replican por todos lados como un poderoso mensaje de integración.
Tokio despide a sus juegos y cede la estafeta a París. Los franceses han realizado un emotivo video para presentar lo que se vendrá en 3 años. La Orquesta Nacional de Francia interpreta una conmovedora versión de La Marsellesa. Los músicos son tomados en diferentes puntos de la Ciudad Luz y la belleza de los acordes del himno nacional francés despiertan a los sentidos mientras la vista se recrea con un paseo por la legendaria y hermosa ciudad. Arte, arquitectura y deporte se mezclan durante 10 minutos en los que Francia se muestra dispuesta para en tres años darle al mundo unos Juegos coloridos y celebratorios, tal vez los que conmemoren el fin de la pandemia. De nuevo los olímpicos como sinónimo de esperanza, de tiempos mejores. Una gigantesca bandera se iza sobre la Torre Eiffel. La ciudad de la ilustración nos ilumina de nuevo y nos muestra el camino hacia, esperemos, un mejor futuro.
El fuego Olímpico se apagó. Han quedado atrás dos semanas de competencias en las cuales un puñado de seres humanos nos recordó que aún en el medio de la tragedia que vuela sobre el planeta, tenemos motivos para seguir en el camino. Es difícil pensar en algún otro evento que pueda generar lo que los Olímpicos han generado. Hace un par de semanas me preguntaba, en la primera de esta serie de crónicas, si el mundo necesitaba en estos momentos de una celebración olímpica. Ahora estoy convencido de que sí, no solo era necesaria sino urgente. Los Juegos han traído consigo no solamente las grandes hazañas de mujeres y hombres que nos deslumbran llevando al límite a sus mentes y cuerpos, sino también una serie de historias que nos cuentan sobre la falibilidad humana la cual se constituye como una de nuestras mayores fortalezas, pues solo a través de la misma podemos valorar lo que sucede cuando las fallas se superan y se transforman en victorias.
El silencio ha sido el distintivo de los Juegos de Tokio. Una ciudad que a pesar de ello ha resonado en las mentes, en los corazones del planeta entero. Que ha logrado organizar con éxito unos Juegos Olímpicos diferentes en más de un sentido. Es posible que Japón no se haya expuesto al resto de las naciones como lo hubiera deseado, pero lo que ha hecho es de reconocerse. Una prueba de que los japoneses entienden como gestionar los tiempos difíciles y transformarlos en algo positivo. Nunca el silencio sonó tan fuertemente de la manera como lo hizo desde Tokio, nunca antes lo hizo como un grito de anhelo, del deseo de volver a encontrarnos, de celebrar la diversidad y de mirar al horizonte con los ojos muy abiertos en la búsqueda de ese lugar en el que siempre están depositadas todas las esperanzas, ese lugar al que llamamos futuro.
Epílogo: Jorge Orozco en el tiro; Yahel Castillo y Juan Celaya, Lola Hernández y Caro Mendoza, Gaby Agúndez, Kevin Berlín y Diego Balleza en los clavados; la Selección de Softball y Alexa Moreno en la Gimnasia. Son los cuartos lugares de la Delegación Mexicana. Los atletas que se quedaron a unas décimas, a unos puntos o una carrera de subirse al podio olímpico. Muchos han visto a esos cuartos lugares como un fracaso y no como una oportunidad. Yo soy de los que piensan en lo segundo.
Los Juegos de Tokio se dieron en un ciclo atípico. Los deportistas tuvieron que frenar o retrasar sus exigentes programas de entrenamiento al mismo tiempo que los recursos se recortaron o simplemente dejaron de llegar, por lo que creo que lo que han conseguido es muy meritorio. Además, muchos de los deportistas participaron en sus primeros Juegos logrando colarse hasta las finales. Esa experiencia puede servir de mucho en el corto ciclo olímpico que ha iniciado.
La gestión de Ana Gabriela Guevara no ha sido muy diferente a la de sus antecesores: un desastre. Aún así, no ha sido el peor resultado de México en unos juegos. Basta compararlos con lo que se consiguió en Seúl, Barcelona o Atlanta; sin embargo, sí es la cosecha de medallas más pobre en lo que va del Siglo. Está claro que la CONADE necesita renovarse y tener al frente a un verdadero gestor deportivo, alguien libre de toda sospecha de corrupción. Pero no solo el máximo organismo rector del deporte en México requiere de cambios. También el anquilosado Comité Olímpico y sobre todo muchas de las federaciones deportivas –convertidas desde hace años en pequeños feudos– necesitan de una renovación total. Si la lucha contra la corrupción es la principal bandera del actual gobierno, resulta increíble que prefieran mirar hacia otra parte y no realizar acciones para sanear al deporte de alto rendimiento del país. No todo es béisbol, pero en Palacio Nacional muchas de las obsesiones se han transformado en políticas públicas.
Han llovido muchas críticas a la Delegación mexicana por sus resultados en Tokio, pero los cuatro bronces obtenidos supieron a oro y son el resultado de deportistas muy comprometidos consigo mismos y con el país al que representan. Ojalá que México tenga mejor suerte cuando nuestros atletas desembarquen a orillas del Río Sena. Ojalá que para ese entonces tengamos mejores directivos acompañándolas. Esa es la sempiterna petición de los aficionados mexicanos, una que también parece ser un grito ahogado en el más profundo de los silencios.