Tokio 2020: Los juegos del silencio… I

David Moreno escribe sobre los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, que debido a la pandemia se celebrarán sin público del 23 de julio al 8 de agosto de 2021. Por eso se les ha llamado los Juegos del Silencio...

El Olimpismo es una filosofía de la vida que exalta y combina en un conjunto armónico, las cualidades del cuerpo, la voluntad y el espíritu. Al asociar el deporte con la cultura y la formación, el Olimpismo propone crear un estilo de vida basado en la alegría del esfuerzo, el valor educativo del buen ejemplo y el respeto por los principios éticos fundamentales. La Carta Olímpica.

            Silencio.

            Silencio.

            Silencio.

            Pocas cosas son tan tristes como esa palabra retumbando en un estadio, en una arena, en una piscina. Porque algo queda claro: el silencio también puede ser un estruendo, y cuando éste se apodera de un escenario deportivo se escucha más que nunca.

Lo que priva en el mundo es una afonía general marcada por una pandemia que ha sido devastadora y que ha venido a transformar por completo nuestra forma de vida, ha venido a callar las alegrías y ha enlutado a millones de personas. El mundo se padece de mutismo y me pregunto si estamos para eventos como los Juegos Olímpicos, el esperado acontecimiento que tiene como pilar al ruido en los estadios, a esa mezcla de culturas, banderas, idiomas y cánticos que convergen cada cuatro años en una ciudad para encontrar unidad en la diversidad, para generar uno de los últimos ruidos en los que casi toda la humanidad puede reflejarse, puede identificarse.

            A unas horas de la inauguración de los Juegos de Tokyo, los sentimientos son encontrados. Es claro que las competencias no han generado la expectativa de años anteriores, no parece existir ese anhelo por ver el final de ciclo olímpico, por esperar las hazañas de mujeres y hombres que se han preparado toda su vida para representar a sus naciones. Nuestra mente está en otro lado. Hablamos de vacunas, no de medallas, hablamos de pruebas PCR, no de récords, hablamos de hospitales, no de estadios multicolores. Con tanto sobre nuestros hombros, los juegos parecen ser parte de la programación habitual de las pantallas televisivas y no ese acontecimiento especial, singular, que nos detenía por dos semanas para ser testigos de las proezas de los deportistas olímpicos.

            Hace cinco años cuando Tokio hizo su presentación durante la clausura de la Olimpiada de Río, se generaron enormes expectativas. Aquella presentación difirió mucho de lo que habíamos visto en los Juegos de la Felicidad. El candor del Amazonas y de las Playas de Copacabana dio paso a la milenaria cultura japonesa y a su contrastante tecnología. Estaba claro que los japoneses se aprestaban a mostrarse al mundo con lo mejor que tienen, a presentarse como una nación poderosa económica, cultural y deportivamente, lista para recibir a quienes le visitaran con los brazos abiertos.

Pero todo cambió el año pasado…

El Coronavirus irrumpió en el mundo y llevó a los organizadores de los JO a tomar una decisión que no se había tomado desde la Segunda Guerra Mundial: suspender los Juegos. Fue en su momento la disposición más sensata. Las competencias ponían en riesgo a atletas, voluntarios, entrenadores y visitantes. Eran los días más álgidos de la primera ola de la pandemia y la vacuna parecía algo sumamente lejano. Todo indicaba que el ciclo olímpico se perdería, pero al final el Comité Organizador y el COI decidieron aplazarlo un año más. Una decisión cimentada en dos aspectos: la posibilidad de que las vacunas generarán rápidamente una inmunidad global y las enormes pérdidas económicas que representaría la cancelación de las competencias.

Un año después, las vacunas comienzan lentamente a generar la tan anhelada inmunidad. Paulatinamente el mundo –sobre todo el más desarrollado– comienza a despertar del pandémico letargo, aunque ha quedado claro que la carrera está lejos de concluir. Pero la decisión más importante tiene que ver con lo económico. Aunque la falta de aficionados en los estadios traerá pérdidas, éstas serían mayores si los juegos se cancelaban definitivamente por lo que es este factor –quizá el más criticado dentro del olimpismo actual– es el que ha terminando imperando para la realización de las competencias.

¿Qué es lo que nos espera entonces? Creo que todo se marcará con la ceremonia de inauguración. Lo que antes era una fiesta esperada, se convertirá en un despliegue al vacío. Las delegaciones entrarán a un estadio en silencio, callado, mudo. El tan esperado espectáculo de apertura quizá sea asombroso en términos tecnológicos pero frío por la falta del aplauso del público. La esperanza quizá recaiga, como nunca antes, en la llama olímpica. Su entrada al estadio puede tener una importancia simbólica aún más trascendente de la que siempre ha tenido. Aún sin el graderío lleno, hay algo muy importante que puede comunicarse al mundo entero en estos álgidos tiempos en los que la humanidad anhela luces que transformen a la oscuridad, que marquen el inicio de una nueva etapa para los seres humanos.

El silencio puede ser ensordecedor. Los Juegos Olímpicos de Tokio pueden convertirse en el perfecto ejemplo de ello. Pero los triunfos, la alegría del esfuerzo, incluso las derrotas, pueden transformar a ese silencio en un homenaje para todos aquellos que han luchado sin los reflectores del planeta entero dirigidos hacía ellos. Hombres y mujeres que se han esforzado en este año y medio para tratar de sacarnos de una competencia a la cual el azar nos metió y en la que millones se han quedado en el camino. Los Juegos del Silencio se presentan como la oportunidad perfecta para hacernos pensar en esos días que vendrán, en días mejores, en días en las que dejaremos todo esto atrás.

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