Un análisis crítico de “La casa de Jack”, de von Trier.
En tiempos donde aparentemente la provocación y la inteligencia han menguado en favor de la corrección política en el cine, se agradece que un realizador nada edulcorado como Lars von Trier regrese a la carga con “La casa de Jack” (The house that Jack built, 2018) casi un lustro después de que el cineasta danés firmara el díptico “Ninfomanía” (2013). Sin embargo, su larga ausencia ha valido la pena…
El filme relata la vida de Jack -interpretado magistralmente por un sombrío Matt Dillon-, un arquitecto frustrado que le cuenta a Verge, su interlocutor invisible -el legendario actor suizo Bruno Ganz-, cinco incidentes transcurridos a lo largo de 12 años (en el primero de los cuales aparece Uma Thurman), que desnudan a Jack como un psicópata y asesino en serie que no ha sido capturado, cuyo megalómano alterego se conoce en los medios bajo el mote de Sr. Sofisticación.
La historia ambientada en los años setenta es una exploración en primera persona de los pensamientos de un ser violento que, en un guiño al ensayista inglés Thomas de Quincey, también considera al asesinato como una de las bellas artes. Jack es víctima de un trastorno obsesivo compulsivo cuya necesidad de orden, pulcritud y limpieza resultan ideales para la consecución de sus mórbidos fines, ya que su afán perfeccionista prima por encima del mero regodeo de acabar con sus víctimas.
El uso de la voz en off y, por momentos, de la cámara subjetiva, involucran al espectador en cada uno de sus sangrientos procederes. Probablemente este aspecto es el que más ha causado incomodidad y críticas negativas desde su estreno fuera de competencia en Cannes. Una fotografía a ratos “sucia”, con cámara en mano y cortes burdos y vertiginosos cede el paso a composiciones de inusual belleza, a pesar de lo explícito de algunas de sus escenas donde no sólo la muerte, sino el creativo deseo de matar, dan paso a un secreto placer que pocos se atreverían a admitir durante su visionado.
Mención aparte merece el cinefotógrafo chileno Manuel Alberto Claro, cuya mano u ojo evoca similitudes con películas como Allegro (Christoffer Boe, 2005) e, incluso, con la mexicana La región salvaje (Amat Escalante, 2016). No obstante, estos aspectos formales no restan un ápice de la poética y el discurso de von Trier, cuyo inteligente argumento se permite digresiones en torno a la naturaleza del arte y del creador, de lo bello y lo grotesco, tanto en la arquitectura como en la literatura, la música y, cómo no, el cine. Fiel a su estilo, introduce interludios con animaciones, fotos y videos de archivo que sirven para reforzar su tesis: donde se encuentra el hombre puede hallarse la belleza y la crueldad por igual.
La autorreferencialidad a su polémica trayectoria es evidente no sólo por el uso de clips tomados de Dogville y su serie seminal El Reino, entre otras, sino por hacer una película-ensayo que pone el dedo sobre la llaga en tópicos que son constantes en su filmografía, como el crimen, el sexo y la génesis del mal, a la par que dialoga con referentes históricos y culturales como el nazismo, el romanticismo de Goethe y del pintor Gericault (hay una composición que parafrasea el cuadro La balsa de la medusa) y la Commedia de Dante, por mencionar algunos.
Si acaso, se le podría reprochar una falta de economía en la edición, con escenas que se alargan reiterando un punto que ha quedado claro, lo que explica su duración de dos horas y media. La cinta no está exenta de un humor negrísimo y absurdo que salpica la pantalla, en especial en algunas escenas de violencia explícitas. El uso de “Fame” de David Bowie como leit motiv resulta en una mueca burlona del director hacia sus numerosos detractores, pero la música también traza un paralelismo con la manera en la que el cine y la televisión contemporáneas han elevado a los criminales y demás transgresores de la ley al nivel de estrellas mediáticas.
Hacia el desenlace la película abandona el tono hiperrealista y cruza esas falsas fronteras entre géneros cinematográficos para instalarse en el surrealismo, lo fantástico como motor que propicia la reflexión filosófica en torno al concepto griego de catábasis; es decir, el descenso al inframundo y a las simas de la locura y la desesperanza, pues el personaje de Verge pronto funge como el Virgilio de este montaje que es al mismo tiempo estímulo visual y cine de autor, de un autor que reta al intelecto y que continúa haciendo obras sin condescendencia alguna para quienes lo sepan apreciar.
En ese tenor, “La casa de Jack”, viene a fungir como corolario de lo que, en perspectiva, han sido temas que inundan los trabajos recientes de von Trier, donde los pecados capitales como la lujuria (Ninfomanía) y referentes bíblicos como el apocalipsis (Melancolía, Anticristo) desembocan en las llamas infernales, como es el caso de esta producción. Como una revelación o una epifanía, la casa que Lars ha construido nos deja con más preguntas que respuestas: ¿importa la moral por sobre la búsqueda estética? ¿El creador debe supeditar su visión a asuntos fuera del terreno artístico? ¿El autor es inseparable de su obra…?