Después de unas palabras inaugurales –con propósito del inicio de la segunda temporada del año en curso–, por parte de la Lic. Margarita Molina Zaldívar, presidenta del Patronato de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, el concierto del viernes 11 de octubre comenzó con la Sinfonía Concertante en Mi bemol mayor de W.A. Mozart.
Bajo la batuta del magnífico director José Areán, el concertino Christopher Collins, la viola principal Nikolay Dimitrov, dieciséis violines –ocho primeros y ocho segundos–, seis violas, seis cellos, tres contrabajos, dos cornos y dos oboes nos regalaron una límpida y pulcra rendición digna de registro y consideración para la posteridad de esta peculiar obra. Una ligera pero justa dotación instrumental para una obra que, estructuralmente, parece más un concierto que una sinfonía, tal vez de ahí derive el nombre que eligió el genio musical al titularle.
A propósito de la obra, otorgar el protagonismo a dos instrumentos en un contexto histórico donde las convenciones musicales mantenían vigor y autoridad vigente podría parecer como la propuesta de un modelo nuevo no solo de disposición instrumental sino también de escucha, nótese que el compositor pide que la viola esté afinada medio tono arriba –quizás para balancear y amalgamar el brillo del violín con el lóbrego timbre de la viola–. Al parecer no hay indicios en la correspondencia del compositor sobre esta sinfonía, escrita entre 1778 y 1780, sin embargo, podemos inferir por los registros históricos, que fue escrita después de su corta y poco exitosa estadía en París y después del fallecimiento de su madre, lo cual hace plausible imaginar que los contrastes extremos entre los afectos de cada movimiento fuesen un resultado de estos eventos.
El primero de los tres movimientos, Allegro maestoso, comienza con un sólido tutti exaltando la tonalidad de una forma un tanto aristocrática. A diferencia de los conciertos para instrumento solo del compositor, la aparición de ambos solistas es orgánica, para nada inesperada y muy reconfortante, casi como una obertura. Christopher y Nikolay nos dieron una clase maestra de cómo dialogar entre la simpleza de la melodía con una lúcida pero elegante ligereza al tratar los materiales motívicos, las modulaciones y las largas líneas melódicas del movimiento.
No es sino en el Andante donde la orquesta realmente acompañó a Christopher y a Nikolay quienes dulcemente intercambiaron cálidas frases, casi como voces humanas lamentando entre tristes murmullos un anhelo compartido, este movimiento se percibió con el aire de un aria para dos bellas voces. El Presto, lleno de humor y jovialidad, sesudamente interpretado, apeló por el alma clasicista vienés, característica de este movimiento y en general de la obra entera. Parece evidente que el trabajo colaborativo en este movimiento difuminó un poco el papel de los solistas para dar una sensación de unidad orquestal, en este movimiento todos eran solistas, pero Christopher y Nikolay portaban el estandarte.
Después del intermedio y el incremento de la dotación orquestal, el concierto continuó con una de las maravillosas obras maestras de otro genio – o grande de la música, como bien lo dijo el director en su invitación a este concierto en las redes sociales –, la Sinfonía No. 6 en Fa mayor de L. V. Beethoven. Esta obra es una piedra angular en el repertorio orquestal pues marca un antes y un después tanto en términos compositivos, interpretativos y particularmente afectivos, o de escucha/recepción. El hecho de planearle en cinco movimientos demuestra un cambio de dirección en los intereses del compositor pues contrario a la energía e intensidad de sus sinfonías previas ésta tiene como propósito representar la experiencia de la vida común para –en palabras del mismo compositor–, permitir a quien escucha que averigüe las situaciones por sí mismo.
Cada movimiento tiene una descripción o un título introductorio. En el primero, con un carácter Allegro ma non troppo, la orquesta tomó el vivaz tema y pintó la belleza natural campirana del canto de las aves y el verdor de las parcelas. Los aireados matices entre familias instrumentales cuidadosamente trabajos por la orquesta establecieron la pauta para una cristalina representación de las Alegres y agradables emociones que despiertan la llegada al campo. El segundo, con carácter Andante molto moto, con tendencias más apacibles, evocaron, con ayuda de una sutil fluidez en la coloratura orquestal –particularmente las maderas imitando a tres aves: un cuco, una codorniz y un ruiseñor–, la Escena junto al arroyo, esta música hablaba por sí misma y encontraba refugio en cada cuerpo presente en la sala.
En el tercero, y para contrastar con la tranquilidad de los movimientos previos, un Allegro abre con una rítmica briosa plasmando festividades del campo, trayendo imágenes de bailes, risas y júbilo, características de una Feliz reunión de campesinos. Para el cuarto, la orquesta conectó sutilmente este Allegro – un tanto más breve que el anterior –, dotado de una furia tempestuosa que ilustra la incontenible fuerza de una Tormenta; de todos los movimientos, éste es el que demuestra la maestría y el genio de Beethoven: pasajes frenéticos en la cuerda con pizzicati prudentemente gestionados y estridentes intervenciones percutivas delimitadas por un dinamismo y un control orquestal que todo aprendiz de música debemos cuidadosamente estudiar y que la orquesta doctamente interpretó.
El quinto culmina con un Allegretto sosegado, sin disturbios, destacando a los metales que evocan llamados de gratitud y construyen de manera paulatina una transición en sumo pacífica al final de la obra, una despejada, cual cielo, Canción del pastor: agradecimientos al Todopoderoso después de la tormenta. ¡Qué manera de retornar! Ni la ovación ni los bravos se hicieron esperar, el talento de los músicos de la orquesta y su diestro director se demostró categóricamente en ambas interpretaciones. ¡Gracias OSY! ¡Bravo!