Un desastre escénico: “La visitación”

Una crítica de Edwin Sarabia.*

“La violenta visita”, pieza documental en dos actos del campechano Fernando Sánchez Mayáns, dibuja la situación de algún lugar montañoso del sureste mexicano donde se comienza a gestar una lucha revolucionaria que pretende iniciar una resistencia ante el gobierno. Se plantea un contexto de una aldea indígena y un centro agrícola atendido por religiosos católicos asociados a la teoría de la liberación: el padre Tomás y la madre Isabel, quienes comparten su ideología con el joven Tulio, subcomandante de la incipiente guerrilla que se gesta, posiblemente, en las montañas del sureste mexicano. El montaje se presentó el 21 de septiembre en el Teatro Armando Manzanero.

En este contexto aparece el padre Arturo, interpretado por Fernando Amaya, prefecto de la orden jesuita y “experto en cuestiones disciplinarias”, que es comisionado por sus superiores para hacer una visita y corroborar las habladurías que han llegado a sus oídos: el centro agrícola es campo de acción de los guerrilleros izquierdistas que quieren cambiar por la acción de las armas al gobierno del país. Esta obra fue dirigida por Enrique Cascante Novelo, uno de los directores más experimentados en la península de Yucatán, quien fue invitada a participar en el marco del Festival de Teatro Wilberto Cantón 2019, que este año no contó con convocatoria pública sino que se accedió a el por medio de invitación directa de las autoridades estatales de cultura.

El público fue dispuesto de manera rectangular de manera que el escenario quedó al centro como una especie de granero. Es necesario resaltar que las luces led colocadas en las esquinas de cada uno de los cuatro puntos cardinales del rectángulo no permitían la visibilidad, de alguna manera u otra éstas terminaban bañando al público de manera frontal. Igualmente quemaban las escenas generando excesos de luminiscencia o de sombras. En principio, la disposición espacial apuntalada por el dispositivo multimedia, que entre la primera y segunda llamada proyecta un video documental del colectivo de comunicación comunitaria Koman Ilel sobre la matanza de Acteal y la organización “Las Abejas”,  resulta sugerente por apelar a un universo de simbolismos referente a un contexto chiapaneco.

Igualmente, las sillas empleadas son una réplica, en color y modelo, de las que son utilizadas en muchos pueblos y comunidades de los “altos de Chiapas”, complementada con una mesita ubicada al centro del escenario. Esto no es menor si aceptamos que fue en ese estado donde surgió la lucha revolucionaria más importante del siglo XX: el Movimiento Zapatista (EZLN), y el texto dramático de Mayáns estrenado a mediados de 1974 en Roma, refiere casi de forma premonitoria a un levantamiento que ocurriría en casi los mismos términos veinte años después.

Sin embargo, pronto la propuesta escenográfica es diluida en la monotonía de un montaje atropellado, carente de un trazo escénico mínimo y un trabajo coreográfico desprolijo: como ejemplo, podemos narrar el momento en que los guerrilleros son detenidos por las fuerzas del Estado, el único momento que mantiene verosimilitud, que es arruinado cuando el actor en un movimiento intempestivo tira la pistola al suelo, muy lejos de él. El público de la primera fila pudo morir de una ráfaga de esa pistola o los guerrilleros pudieron reducir al militar disparándole su propia arma en lugar de quedarse pasmados y viéndose entre sí.

Los personajes presentados en clave realista son acartonados y se reducen a una farsa involuntaria, tanto que logran sonrojarnos de pena ajena: un guerrillero malo, malo, malísimo y cínico que se carcajea como en las películas de Pedro Infante, que carga una escuadra cuarenta y cinco a la cintura; un párroco bueno, bueno, buenísimo y sufridor con vocación de Magdalena o Marga López en aquella película “Un rincón cerca del cielo”. Complementan el cuadro actoral el rector de la orden, el padre Arturo, que maneja una voz gutural e impostada durante todo el tiempo, con un vestuario que oscila entre El séptimo sello de Ingmar Berman y el Barón Ashler de Mazinger Z.

Mención aparte es lo absurdo que resulta la interpretación de Dayan González, quien encarna a una monja de origen estadounidense con un canturreo fársico digno  de una escena de La risa en vacaciones V. La actriz es dirigida para que se exprese vocalmente como una caricatura gringa, con dificultad en la dicción y nulos matices, tal como lo haría un inexperto director teatral o un alumno de primer semestre de dirección. Lo dicho: un desastre escénico que va in crescendo conforme avanza la pieza de dos actos y duración de ciento veinte minutos.

El trabajo actoral es de manufactura deficiente; los varones en la obra carecen en todo momento de fuerza o potencia interpretativa, trastabillan con el texto, impostan la voz, gritan, sus cuerpos están descolocados y no proyectan la energía necesaria para sostener el montaje. Una tesitura vocal y actoral ausente de matices, con monotonía melodramática. Igual hay un exceso de elementos escenográficos posicionados pero no justificados: artefactos para labranza de la tierra y un rastrojo que resultan decorativos pues nunca interactúan con los actores, mucho menos son nodales para el desarrollo del montaje.

Existe insuficiencia de verosimilitud en todo el trabajo. Se supone que Tulio, el Guerrillero, no desea que el rector de la orden descubra que él es el jefe de la revuelta y se hace pasar por un ingeniero agrónomo. Sin embargo, en la primera escena que comparten, el párroco ve al guerrillero que trae una escuadra fajada en la cintura y la vista. ¿Desde cuándo pistola cuarenta y cinco, de uso exclusivo del ejército, es un artefacto de trabajo de los agrónomos chapingueros? Otro ejemplo es cuando el mismo Tulio ingresa a escena procedente de la milpa, trae la cara llena de tizne producto del trabajo en el campo, pero la camisa blanca de manga larga permanece impoluta y prístina. Podríamos continuar con la perorata de ejemplos incoherentes en el montaje, pero esto resultaría ocioso y excesivo.

Finalmente, es importante destacar que Enrique Cascante Novelo fue en la década de los ochenta uno de los creadores teatrales que revolucionaron la escena yucateca. Dicen quienes lo vieron que sus trabajos eran de una manufactura impecable y con una discursiva que confrontaba las buenas consciencias de esta capital “muy blanca y muy moral”. No obstante, desde hace años los trabajos que este director presenta en cartelera tienen la característica de acercarse, cada vez más, al desastre escénico, al pastiche involuntario y al colapso actoral. Lo increíble es que pese a ello, sigue siendo seleccionado para participar en convocatorias públicas con recursos del gobierno.

Es por ello que muchas voces han insistido en la necesidad de contar con un cuerpo colegiado de selección o curaduría en los festivales organizados con financiamiento gubernamental. El festival Wilberto Cantón tiene más de 10 años de existencia y no ha logrado consolidar una comisión artística que otorgue sustento a la selección que se hace año con año más allá de las filias y fobias de las autoridades culturales en turno.  Sirva este texto para continuar insistiendo a las autoridades culturales de la imperiosa necesidad de un comité o cuerpo colegiado integrado por expertos con parámetros meticulosos a la hora de conformar una programación que, se supone, debe presentar calidad y no cantidad, en especial en estos tiempos de austeridad presupuestal.

*Edwin Sarabia fue seleccionado como parte de la Muestra Crítica de la Muestra Nacional de Teatro 2018.

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