“Líbranos del fuego”, novela de Daniel Bernal Moreno (fragmento)

Después de sufrir el robo de su motocicleta y encontrar el cadáver de una mujer desnuda, se detona el vertiginoso cambio de fortuna de Julio Barrios Solano. Narrada con una trama fragmentada que invita su lectura, nada le falta a la intriga regada como pólvora en esta novela de Daniel Bernal Moreno.

A continuación, te presentamos un fragmento de la novela “Líbranos del fuego”, de Daniel Bernal Moreno (BUAP, 2023).

I

Recargó su espalda en la puerta y se santiguó. Siete besos en el escapulario antes de dejarlo caer sobre su pecho agitado. El cacareo inusual a esa hora la había alertado. Una sirena se escuchó a lo lejos y Leonor volvió a besar el escapulario con los labios apretados. Avemaría purísima, repetía en voz alta, cada vez más fuerte; sus manos temblorosas pasaron por sus labios, sus mejillas y su frente hasta que se detuvieron sobre sus orejas. Intentaba no escuchar, tapar sus oídos. Una nueva explosión seguida de varias de menor potencia. Eso no la alteró. Era otro ruido, uno que iba en aumento y que no era una gata en celo. Leonor abrió la puerta, sacó un poco la cabeza para descubrir frente a ella a las mazorcas ladeadas por el viento que arreciaba entre las milpas. Miró a ambos lados de la calle vacía y luego al cielo. Su mano trazó en segundos una cruz sobre su pecho. Caminó unos pasos y lo escuchó con más claridad. No estaba equivocada: era un llanto.

Recostado en la orilla del camino de tierra, un bebé lloraba con fuerza. Ella se acercó sin tocarlo. Estaba vestido, con ropa limpia, pero un olor peculiar lo acompañaba. Leonor se hizo hacia atrás, dos pasos, con ambas manos sepultó su voz. Miró la casa más próxima, la de Engracia, con las luces apagadas. No había autos y la noche era muy negra, por eso los fuegos artificiales brillaron aún más. Explosiones multicolores iluminaron el cielo. Después del estruendo hubo silencio. Leonor volvió la vista al niño que ya no lloraba. Se acercó para ver mejor su rostro, el bebé tenía los ojos abiertos. No pudo contener un grito al ver sus pupilas azulosas. Los perros a lo lejos ladraron y ella corrió hacia a su casa. Las gallinas se revolvieron nerviosas en el patio trasero.

Daniel Bernal Moreno (1978) es originario de Toluca, Estado de México.

Buscó entre las herramientas, escobas, palas, azadones y tomó una garrafa. La agitó un poco para ver si no estaba vacía, entró después a la cocina para tomar unos cerillos. Antes de salir a la calle volvió a persignarse y caminó rápido, ahora con el ceño fruncido. Se detuvo ante el niño. Señor mío, Dios mío, repitió mientras quitaba la tapa de la garrafa. Luego, despacio, roció la gasolina sobre el pequeño cuerpo. El llanto reinició con fuerza. La cartera de cerillos estaba húmeda por el sudor de su mano. La abrió y arrancó uno de ellos. El fósforo quedó atrapado entre su dedo índice y la parte rugosa de la cartera. Apretó los párpados y mientras susurraba una oración, la comisura de sus labios se movió despacio. Deslizó con rapidez su dedo y la llama se encendió.

–¡¿Qué te pasa, Leonor?! ¿Qué carajo haces?–, gritó una mujer que, apresurada, levantó al niño. Las dos se miraron y Leonor habló despacio, serena:

–Está maldito, Engracia, esa criatura es un enviado del maligno.

–No empieces con tus supersticiones.

–Escúchame, yo sé de eso. Tú te enteraste también, acuérdate del difunto Anselmo. Así le pasó, no se te pudo olvidar, llegó una criatura a su corral, en el mismo chiquero donde tenía a sus cerdos, eso nos dijeron, nos lo contaron a todas después del Rosario. No me digas que no te acuerdas, si fue aquí cerca, en San Francisco Huajuapan.

–No te quiero escuchar, luego tu voz y tus ideas locas se guardan en mi cabeza. Yo no sé de qué hablas, no sigas, por favor.

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–No te creo que no sepas, si hasta te quedaste esa vez a la adoración nocturna al Santísimo. Ahí estabas, con el escapulario pegado en los labios. ¿Ya te acordaste? Nos contaron que el difunto Anselmo se lo encontró, ahí, todavía con sangre y placenta. Seguro que primero le dio asco, esas cosas revuelven las tripas, por más que sea un recién nacido. No lo digo porque yo no tenga hijos, por algo Dios quiso que mi útero fuera yermo. Te aseguro que Anselmo sintió asco al verlo, luego debe haber pasado por el miedo, él era débil, Engracia, y yo no. Él no tuvo la fuerza de El Señor y flaqueó. Porque el maligno tiene muchos rostros, y ese niño era uno de ellos. Fue débil y lo cargó, no tuvo corazón para dejarlo ahí, tirado, abandonado a su suerte. Lo metió a su casa, pero era un nahual, o una bruja, dicen otros, el caso es que amanecieron muertos.

–Cállate, por favor, cállate.

–No me digas que no lo recuerdas, si hasta el padre salió a bendecir las calles y pusieron cruces en las esquinas. Una muerte tan atroz no se le desea a nadie. Sabrá Dios cuántos días pasaron para que lo encontraran. Ahí estaba medio comido por los cerdos que con el hambre terminaron por romper la cerca. El nahual habrá tomado otra forma, porque debajo del difunto, el cuerpo de la criatura estaba intacto, pero vacío. No hay que dejar que nos pase, Engracia, hay que ser fuertes y prenderle fuego. No lo cargues, no te condenes ni me condenes, yo sé lo que te digo. Mírale los ojos, son azules como el manto de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos, como los tenía Rosaura la ciega, y no necesito decirte por qué Dios le arrancó la vista, tú lo sabes bien. Hay que quemarlo ya, Engracia, alguien lo había pensado antes que yo, antes de que lo arrojaran aquí, porque huele a pólvora, a quemado. Seguro se arrepintieron y yo no lo haré. ¡Dámelo, Engracia, dámelo ya!

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–¡No digas pendejadas, Leonor! Debe ser hijo de alguien, hay que buscar a la madre. No puede estar muy lejos, ¿cómo le vas a prender fuego? ¡Estás loca!

–Por aquí no hay embarazadas, tú fuiste la última y ahora la niña de don Aurelio, pero ella está en su casa y va a parir en hospital. No van a venir a aventar a un niño así como así. Te digo que me des a esa criatura antes de que algo nos pase, no quiero que te quemes con él, Engracia, tíralo.

Algunas personas se acercaron para escuchar mejor lo que las mujeres alegaban, salían de las parcelas, entre las milpas. Los hombres con sus machetes permanecieron expectantes hasta que el padre Vicente llegó sofocado y a paso lento, custodiado por dos mujeres de velos negros de encaje que las volvían unas sombras encorvadas. Leonor encendió un nuevo cerillo. La flama era pequeña, pero mortal, como la formación de un tumor maligno. Engracia cubrió al niño mientras lo desvestía. Tiró su ropa húmeda al pasto. El sacerdote reprendió enérgico a Leonor y ordenó que todos se callaran. El llanto del niño había cesado. La llama quemó los dedos de Leonor y ella arrojó el cerillo sobre la ropa y el pasto seco. Cuando el sacerdote se giró hacia Engracia, la descubrió con su pecho desnudo y la boca del niño pegada a su pezón. Detrás de ella, el fuego destruyó la oscuridad.

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