En el año de 1970, merced un anuncio en la sección de Avisos Económicos, conocí a Doña Gertrudis Canto viuda de Tejero, popularmente conocida como Doña Tulita Canto, una pionera entre los anticuarios de nuestra ciudad. Con ella me inicié en el mundo de las antigüedades y fui comprando mis primeras piezas, varias de las cuales aún están en mi posesión y adornan diversas estancias de mi casa. Con Doña Tulita, mantuve siempre una cordial y profunda amistad, al punto de acostumbrar visitarla con mi familia, aunque no fuéramos a comprar nada. Recuerdo gratas tardes, sentados en sus cómodas mecedoras campechanas, en el amplio porche de su casa, frente al popular parque del “Cabrío”.
En las visitas a casa de Doña Tulita Canto, conocí a un simpático personaje que llamó mucho mi atención. Era un hombre ya mayor, siempre vestido de guayabera blanca de manga corta, pantalón de kaki y un pequeño sombrerito de palma. Tenía un gracioso bigotillo, recortado a la usanza de los 40’s y 50’s, y sudaba profusamente siempre, seguramente por las largas caminatas que realizaba para llevar a cabo su labor en el mundo de las antigüedades, y usaba un rojo paliacate para secar constantemente el sudor de su frente. Nunca supe su nombre completo, y tan sólo lo conocí como Franco, el chacharero.
Llamaba mi atención que, aquel Franco, llegaba a casa de Doña Tulita cargando cosas que yo vislumbraba cómo basura. Podían ser unas sillas rotas, patas de mesas, unos atados de brazos de cristal que seguramente habían pertenecido a hermosas lámparas, piezas de bronce incompletas, tapas de soperas, platos de cristal de las más diversas formas, prismas de cristal de los más variados estilos y tamaños, en fin, una miscelánea de cosas que no entendía yo para que podrían servir. El caso es que, Doña Tulita se alegraba mucho siempre de su llegada, y siempre le compraba una buena parte de su carga.
Una tarde, viendo mi asombro ante lo que le estaba comprando a Franco, después de que le pago y el chacharero se fue, Doña Tulita me explicó: “Veo que a usted le llama mucho la atención esto que le compro a Franco, pensará usted que es basura; pero no se crea. En este asunto, muchas veces, una buena pieza, está necesitando algo que le hace falta para estar perfecta, y siempre es muy útil tener guardado en bodega, piezas que pueden servir para refaccionar a otras, para que recuperen su belleza y perfección”.
Así, me tocó ver que, una bellísima lámpara de Bacará tuviera un brazo fisurado; y Doña Tula, entraba a su bodega, revisaba, y salía con una sonrisa triunfal; un brazo viejo, comprado a Franco, era idéntico a los otros cinco del candil, y venía a suplir perfectamente la pieza dañada, y dejaba la lámpara impecable y lista para su venta. O bien, una soberbia mesa, Reina Ana, con una pata apolillada y en ruinas, y ¡oh, sorpresa! Una pata comprada a Franco podía suplir la carcomida y la mesa recuperaba su esplendor. Así, aprendí a valorar la labor de un chacharero, en el fascinante mundo de las antigüedades. Franco se volvió para mí también, un personaje estimado y esperado. Cuál no sería mi sorpresa de toparme con él nada menos que en el mágico taller de la calle 60, el del Abuelo Gottdiener.
Aquella tarde, en los años 70’s, llegué como de costumbre al taller del Abuelo, y me dispuse a preparar el café y llenar el gran tazón con pistaches, antes de que los contertulios de costumbre empezaran a llegar. Apenas había terminado de colocar sobre la mesa redonda de la reunión las tazas de pirata en las que se serviría el café, cuando sonaron golpes en la puerta de la calle; acudí en seguida, y al abrir, cuál no sería mi sorpresa de encontrarme sonriente a Franco el chacharero, acompañado de su siempre sorprendente carga. El Abuelo Gottdiener, además de escultor, era también un gran anticuario, así que la peculiar mercancía de Franco era de utilidad, sobre todo en el ramo referente a las lámparas, pues en el caso de los muebles, si venían dañados, el propio Abuelo elaboraba la pieza que le hiciera falta a cualquier silla, mesa o vitrina.
Franco, me identificaba bien, de casa de Doña Tulita, así que nos saludamos cordialmente y le fui a avisar al Abuelo de su llegada. Como siempre, Franco se retiró con una venta exitosa, pues sus refacciones eran siempre bienvenidas. Las visitas de Franco al taller eran más o menos regulares; una vez, nuevamente la sorpresa se apoderó de mí. Franco llegó al taller con un racimo de violines rotos, verdaderamente inservibles a ojos vistas. Los traía amarrados con un mecate, como si se tratara de un racimo de frutas o una sarta de peces. Me quedé perplejo cuando el Abuelo, con una gran sonrisa le dijo: “¡Caray Franco, ahora sí que viniste muy surtido! ¡Qué bueno!”
Aquello no tenía para mi lógica alguna, comprar violines rotos, totalmente inservibles, era algo fuera de toda explicación. El Abuelo me dijo: “Toma estos violines y llévalos al mueble dónde guardo las gubias y buriles”. En la segunda pieza de la derecha había un enorme estante antiguo en el que el Abuelo guardaba los estuches de herramientas. Abrí una hoja, y con gran sorpresa me encontré con varios racimos de violines, todos rotos e inservibles. Aquello no tenía lógica alguna. Regresé al área de trabajo, dónde el Abuelo ya se había instalado en un banco y tallaba sobre un bloque de roja caoba.
Mi curiosidad pudo más que la prudencia y le pregunté al Abuelo: ¿Para qué tienes ese montón de violines inservibles guardados ahí? Con una gran sonrisa, el Abuelo me contestó: “¿No sospechas para qué me sirven esos cadáveres de tan nobles instrumentos?” –No, para nada, si ya no pueden tener uso alguno. –“Eso es lo que crees –me dijo el Abuelo, y se dirigió al estante dónde estaban guardados los violines rotos, sacó uno y me dijo: “Mira, el tiracuerdas y el diapasón del violín están hechos de madera negra. ¿No sabes de qué madera son? Son de ébano, que es una madera preciosa y muy dura”.
Así me fui enterando de un arte más que el Abuelo practicaba. Desprendiendo de los maltrechos violines los tiracuerdas y los diapasones, usaba su obscura madera para tallar en ella unas obras de arte en miniatura, unos maravillosos camafeos de una finura y un detalle incomparables; además, la temática de los pequeños medallones no salía de la que la obra toda del Abuelo tenía, el pueblo maya. Las obscuras tablitas de madera, con el trabajo de buriles y gubias, iban dando paso a figuras maravillosas. De las manos prodigiosas del Abuelo, iban saliendo cabezas del Rey Pakal, de Jacinto Canek, y también jeroglíficos como los que adornan los dinteles de los edificios de las viejas ciudades antiguas de la cultura madre, o como los que aparecen en los maravillosos códices.
Como Gottdiener era también un buen orfebre, él mismo hacía las montaduras de oro en las que colocaba los bellos camafeos y los dejaba listos para ser lucidos por las damas a los que estuvieran destinados. Así, de unos violines que ya habían visto pasar sus mejores tiempos de vida, las manos prodigiosas del abuelo hacían cambiar su arte musical, por una nueva expresión estética. Las figurillas talladas por el Abuelo, eran una nueva música congelada en madera obscura y dura que los nobles violines habían aportado para una nueva forma de arte.