Luis Obregón y su clarinete visitan a Mozart

La OSY obsequia un concierto de música clásica a todo el público.

El refinamiento de Mozart fue prioridad en el programa número cinco de la Sinfónica de Yucatán. Su concierto para clarinete y orquesta, numerado seiscientos veintidós, hizo retemblar en sus centros al Peón Contreras, durante la primera mitad. Lo mismo sería, posteriormente, con la presencia de dos amigos del Clásico: Ravel y Prokófiev. Para esta trigésimo quinta temporada, el clarinete invocado fue de Luis Obregón -de la sinfónica queretana- con la resolución que se esperaba e incluso más. Integrada de un sencillo equipo de alientos -en los que el corno francés se fusionaba al fagot cuantas veces contestara a los demás- el peso del acompañamiento quedó en hombros de la cuerda. Dulce nacía la idea del compositor y así se desarrolló en interpretación estupenda.

La cuerda iniciaba el relato, tersa, en antesala al discurso clarinetista. Mozart desde siempre tuvo esa cualidad -insólita- de gustar a la primera. Su música, conceptualmente es simple, como una brisa. Con sus fórmulas desconocidas, separa lo fácil de lo complejo, por lo que debe haber un control milimétrico en el instrumento para hacer realidad al pautado. Lo que comenzara en su mente, pasa por un proceso que pide las mayores destrezas, emocionales más que técnicas. El invitado se plantó con uno de los sonidos favoritos del genio. Cantó con energía, cuando tenía qué supeditarse al acompañamiento; murmuró en los pasajes confidenciales y aquello fue una danza especial con la sinfónica.

Se definiría uno de los muy agraciados momentos de la temporada como va. No se trata de una obra que busca el pavoneo del solista ni el estallido de armonías hasta disonar -que Mozart sabía de esto y muchísimo- sino de un compendio en sentido emotivo. En él, la suma de las partes es total, pero trascendiendo toda cuadratura aritmética. Ya el manuscrito original premonizaba cómo ha de ser una conversación en el cielo. Si alguien no tuviera ese merecimiento, al menos habrá tenido el consuelo de escuchar a Mozart en Yucatán. Los aplausos fueron bien ganados, al punto de desearse más de aquel repertorio hasta el final de la ocasión.

Pero otra música, cambiando épocas y criterios, vendría de Maurice Ravel, pese a su lacre bolerista. Aunque cueste trabajo creerlo, compuso mucho más que aquel sonsonete mecanicista y con fruición, adelantando ideas a su tiempo. Pero tanto atreverse, como a muchos les sucedió, pensó en volver a sus impulsos iniciales. Así que atisbó al clasicismo. En ello radica el equilibrio -o su intento- de inscribirle sucesor del salzburgués maravilloso, al menos en los programas de mano. “Cinco piezas infantiles de Mamá la Oca” fue su segundo retorno, ahora a la infancia. Hubo un tiempo en que la madurez de los creadores podía volverse niña y así surgieron admirables cuentos y melodías.

Sin la contaminación de disneylandias ni clichés de encantamientos a la inglesa, la finalidad de emocionar al pequeño iba con una invitación a soñar y pensar, metas que actualmente duermen el sueño de los justos. La suite, nacida en un piano y posteriormente confeccionada a la medida orquestal, toma argumentos conocidos -inspiración de Perrault- que mantenían doscientos años pasando de generación en generación: Pulgarcito, la Bella Durmiente, la Niña Fea, La Bella y la Bestia, el Jardín Encantado. En manos de Ravel, la sonoridad de una sinfónica se hace divertida y palpable a la imaginación, incluso si no fueren tomados en cuenta los antecedentes que la motivan.

Salvo por su sinfonía número uno -presentada en esta ocasión- y algunas obras más, los pentagramas de Prokófiev tienen estirpe pianística, algo normal en gran parte de la música de concierto. Ejercitando su intelecto, reinterpretó el sinfonismo de Haydn mientras preservaba la innovación de Mozart, esta vez considerando a la orquesta como teniéndola al frente. Parecerá una acotación rara, pero los manierismos que impulsaban al frecuentado Tchaikovsky no tienen cercanía con Prokófiev pese a que, en más de una ocasión, ambos rusos coincidieran en motivos artísticos. El intervalo de más de medio siglo entre sus ideas explica el modernismo de la sinfonía “Clásica” -inaugural en sus producciones a gran escala- y que la Sinfónica de Yucatán seleccionó para balancear el acontecimiento de empezar mozartianamente.

El genio armó sus cuatro movimientos, enérgicos y espectaculares, con la curiosa posibilidad de hacerlos yacimiento para trabajos ulteriores, como esta Gavota* que también aparecerá en su ballet “Romeo y Julieta”. La fidelidad de sus términos elocuentes, así como en los de mayor delicadeza, fue un buen logro de la batuta del maestro Lomónaco. El carácter concertante de la obra, generosidad habitual del compositor, posiblemente nunca alcanzaría las cotas que le inspiraron. Es, finalmente, posible negarlo todo excepto a uno mismo: Prokófiev rehízo a Prokófiev. La Orquesta Sinfónica de Yucatán sabe mucho de equilibrios. Puede bien realizar un viaje hacia un sentido y desembocar en destinos insospechados, pero justificados por su belleza. Valiera la pena no dar tanta atención a las estipulaciones del cartel en sus presentaciones, porque con escuchar y dejarse sorprender es suficiente y bastante. Así es con las grandes interpretaciones. ¡Bravo!

*Danza folclórica francesa del siglo XVI, que se bailaba en círculo.

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