El pianista polaco fue vitoreado en el concierto del fin de semana.
El acorde inicial, como un cañonazo, hizo enmudecer al Peón Contreras. Como advertencia de batalla, tal intensidad invocaba el fragor de la tercera sinfonía, aquella otra genialidad de Ludwig van Beethoven, ungida con el mote de “Heroica”. Se trataba esta vez de su Concierto para Piano Núm. 5, cuyo opus 73 está enlazado al título de “Emperador”, que es muestra opulenta de la admiración alguna vez sentida por el genio a Su Majestad Imperial, Napoleón Bonaparte.
El virtuoso invitado Marian Sobula, con el absolutismo de un piano desbordado, cumplía a detalle las cadenzas* exigidas por el compositor, en medio de una vibrante mancuerna con la orquesta. La destreza del solista, del más alto nivel, era apenas uno de los rasgos necesarios en la impetuosa costumbre de Beethoven para asegurarse que todos le escuchen, próximos o lejanos en la distancia o en el tiempo.
El concierto sobresalta con la energía de un acompañamiento sin profusión de metales. La cuerda es el lienzo en todo el discurso pianístico, aderezada con acentos de percusión y frases de alientos, donde la alternancia entre maderas y metales hacía resaltar todas las elocuencias. El diálogo con el pianista, cuyo sobrado nivel interpretativo se ajustaba al carácter -impresionante- de la obra, causaba la abstracción de la audiencia como la cosa más normal, acaso por la exhibición de escalas que vertiginosas cortaban el aliento o por esa profusión emocional que encierran.
El sinfonismo del primer movimiento surtió un efecto satisfactorio, que a su tiempo derivaría en ovación. Abrió paso al lirismo del segundo episodio, que simplemente es un pedazo de cielo. En este se prosigue una línea de asombro compás tras compás, dejando un Beethoven vuelto brisa, contemplativo y complementario de toda la profundidad alcanzada anteriormente. Para lo último, el italianismo del Rondó allegro, sorpresivamente oriundo de aquel susurro dulcísimo, cerraba la sensación de triunfo que define al legado del magnífico hijo de Bonn. Merecidamente vitoreados solista y orquesta, el pianista recibió con discreta alegría el agradecimiento del público.
En situaciones así, pareciera ocurrir aquello entre conquistadores españoles y el pueblo de Moctezuma: el disparejo intercambio de espejos por soles de oro, así de insuficiente la aclamación ante la magnanimidad de la obra y de su interpretación. No obstante, la lluvia de aplausos consiguió un obsequio de finísimas proporciones. En la serenidad de la sala moderadamente abarrotada, las notas de una mazurca de Chopin -de su opus 33- fueron la gratitud con que el excelente maestro Marian Sobula dio las buenas noches a Mérida.
El resto de la velada quedaría en manos de Tchaikovsky, en una perfecta simbiosis con la primera parte del evento. De cuatro movimientos, la Sinfonía Núm. 5 va del Andante al Allegro vivace pasando por el temperamento cantábile y un vals, en los que el compositor surgía y resurgía su inagotable capacidad melodramática. La orquesta avanzó hacia el nacionalismo romántico, por momentos diluido, pero omnipresente como hilo conductor entre las partes.
Con el mesmerismo causado por Beethoven, se pudo disfrutar la emocionante interpretación de una obra que sobresale aún sin estar rotunda en su madurez. Calando en el ánimo, el peso de una dotación instrumental de mayores simetrías se imponía en el diálogo de frases cambiantes, haciendo recordar pasajes del Lago de los Cisnes o del Vals de las Flores, con que Tchaikovsky anteponía su identidad para bien, en refrendo de una creatividad de cierto rebuscamiento pero genial por los cuatro costados. El allegro moderato de su vals -tercer movimiento- queda en un contexto distinto de aquellos facturados por los Strauss.
Siempre reflejando una pizca de gracia mayor que aquellos, el gran Piotr Ilich se abrió paso trasladando las mentes a un estado imposible en el mundo cotidiano. Toda esa armonía magistral, pasando por el fagot del maestro Miguel Galván, el oboe de Alexander Ovcharov, la trompeta mágica de Rob Myers o la sección de cornos en pleno, alcanzó muchos mejores momentos frente a una cuerda que, por secciones, iba dirigiendo la conversación mediante una gama de variabilidad en el mejor de los sentidos.
Virtuoso de principio a fin, incluyendo la inesperada cereza de un Chopin a manos del invitado, la elección del repertorio produjo un éxito más en la cauda artística de la OSY. Entrar y salir del teatro para disfrutar su tercer programa, dejó marcada la noche del 1 de febrero de 2019 como una de las mejores en lo que va del año. Los asientos vacíos mostraron la perdida oportunidad de vivir -lo que se dice vivir- una ocasión gratísima para muchos que no ignoran la existencia de una de las más importantes agrupaciones musicales del país. Sin embargo, siendo honestos, quizá valga más la pena dedicar esa belleza a pocos pero selectos. ¡Bravo!
*Pasaje ornamental, improvisación a criterio del intérprete, con la salvedad para este concierto, en que Beethoven estipuló el apego a todas y cada una de las notas.