María Luisa Herrera fue asistente del escritor durante 13 años.*
Querido Juan:
¿Qué puedo hacer?, ¿qué puedo decir frente a tu muerte? Hace tiempo me contaste que cuando eras niño viste a tu chichí Charo muerta y parecía enorme. Años después, viste a tu nana Pipa que había recuperado su belleza. Yo también te vi, Juan, estabas raro, como esas figuras de cera que repiten a las personas, pero no las contienen; tú ya no estabas ahí, ya no estás aquí. Cuando supo de tu muerte, José Juan me preguntó: Pero ¿cómo está Juan?, mamá, ¿cómo sigue? En cambio, Andrés quiso saber si había visto tus “huesitos”. Yo quisiera que viniera alguien y me quitara este dolor que se atoró en el centro de mi pecho, como si me hubiera tragado un puño. Has sentido eso, ¿no? Es horrible.
Desde que te fuiste no hago más que pensar en ti. A veces como un bálsamo, otras como un yugo, los recuerdos fluyen, tropiezan, se pelean por salir, me aturden. Pocos tienen oportunidad de despedirse para siempre. Nosotros lo fuimos haciendo poco a poco durante los últimos meses, aunque nunca fue definitivo. La última vez que te vi, dije siguiendo el ritual de todos los días: “Nos vemos mañana, Juan”. Tú contestaste: “Corre, conejo”, como te gustaba despedirme, siguiendo la rima que decía tu abuela. Así fue mejor, tenías esa sonrisa que me hacía sentir tan bien.
Ahora, un poco para regresarte, un poco para despedirme y mucho para aliviarme, te escribo para decirte, citándote a ti mismo, que conocerte, trabajar contigo, ser tu amiga, fue “la realización de un sueño imposible de soñar”. Estar ahí mientras creabas, buscabas, aparecías y desaparecías personajes, modificabas acciones, corregías el camino; mientras recordabas para escribir y escribías para recordar; el haberme convertido en tu primera lectora y en algunas ocasiones en tu correctora, no de comas y puntos, sino de otras cosas que eran esenciales desde mi perspectiva de lector y que tú tuviste la generosidad de atender; el haber leído contigo no sólo tu obra, sino tantos libros que quisiste compartir conmigo, con tus apuntes, “chismes” y precisiones, es un privilegio que ningún adjetivo alcanza a definir.
Fui una dichosa y constante alumna que se dejó “pervertir”, y cómo no, si tenía enfrente al mejor de los maestros. Me encantaba que sabías enseñar sin presunción, casi no había citas ni sentencias. En una plática común, en un comentario corrosivo, en una sugerencia hecha aparentemente al vuelo, se escondía lo importante y uno tenía que descubrirlo. Pero cuidado con confundirse. Odiabas la tontería y la ineptitud. De ese modo era perfecto porque muchas veces las sorpresas estaban disfrazadas de rutina, de cotidianidad. Musil, Klossowski, Mann, Pavese; Nabokov, Cuesta, Villaurrutia, Borges, Cernuda, Owen, son algunos autores que leí y leeré siempre con otros ojos gracias a ti. Cómo me sorprendías, cómo me hacías reír, cómo me enseñaste a disfrutar de los libros más allá de lo inmediato.
Fuimos buenos amigos, Juan, sabes a lo que me refiero. Nunca escatimamos esfuerzos ni atenciones. A mí me tocó, y me siento muy afortunada por eso, la última parte de tu vida. Entonces tuve lo viejo y lo nuevo. Compartiste conmigo los mejores y los peores recuerdos. Necesitabas una confidente, buscabas un cómplice. Yo estaba ahí, dispuesta a conocer al pequeño Juan en Mérida, al guapísimo adolescente, al hermano, al esposo, al amigo, al amante, al escritor. Te conocí bien, así lo quisiste y lo agradezco. Recreaste para mí tu historia. Me regalaste un largo, personal y maravilloso “libro” que leí con interés y amor durante más de trece años. El orgullo por tus nietos, tu fascinación por muchas mujeres, el inmenso amor que sólo dos tuvieron, tu familia, tus amigos, tu gente. La firme decisión de ser escritor, el placer infinito de ser un lector apasionado, todo aquello a lo que tuviste que renunciar para hacer lo que querías, para seguirte a ti mismo, para no defraudarte. Fuiste feliz, estoy segura, a pesar de la enfermedad implacable a la que te enfrentaste con entereza, sin darte ni darle tregua. Y de la soledad que en ocasiones te agobiaba, pero que sabías necesaria. Pagaste caro, Juan, pero valió la pena. Eso me dijiste, ¿te acuerdas? La literatura siempre vale la pena.
Pero también hay una historia que sólo a mí me corresponde. A David, a mis hijos, a mis amigos. Esas cenas memorables con David, Daniel y Guille. José Juan, bebé, dormido en tu estudio mientras nosotros trabajábamos. Andrés David literalmente trepado en tu silla para darte un beso. Los libros que me dedicaste, las traducciones que hiciste sólo para mí. Cuántas cosas vivimos juntos, nos reímos y nos divertimos hasta el final. Como cuando me hiciste lavar a manguerazos un cuadro de Von Gunten. Cuando te visitó el otro Juan García Ponce, que había sabido de ti por una increíble serie de sucesos. Cuando quisiste seducir a Passi por carta, creyendo que era mujer y resultó hombre. La emoción que sentí cuando escuché tu voz verdadera. El terrible caos que fue ese paseo a la plaza de Coyoacán por lo empedrado de las calles. Cuando perdían los Yankees, poquísimas veces, y hablabas a mi casa para burlarte. Cuando veíamos partidos de futbol. Cuando me decías que si tuvieras 30 años menos me harías la lucha. Cuando fuimos a Mérida, a Campeche, a Uxmal, a la casa en la playa. Cuando salíamos a tu jardín sólo a contemplar, porque me enseñaste a disfrutar del arte, pero también de las flores, de los árboles, de las nubes. Cuando lloraste tanto por la muerte de Juan Vicente Melo. Cuando te reías a carcajadas. Cuando no podía disimular tus groserías, porque hasta el último momento era lo más claro que decías. Cuando surgió el proyecto de las obras completas y nos volvimos locos porque querías que todo fuera perfecto. Recuerdos todos que me hacen sonreír ahora, como antes.
Cambiaste mi vida, Juan, definitivamente. Pero también seguí siendo la misma y eso fue parte de la gracia. Hace muchos años me pediste que me quedara contigo hasta tu muerte. Felizmente cumplí. Ahora tú también te quedas conmigo mientras viva. Atrapé tu esencia. Ya formas parte de mi voz, de mis manos, de mi pensamiento, de mi mirada. Sin embargo, te extraño y extrañaré por siempre verte, platicar contigo, recargarme en el brazo de tu silla donde me sentía tan segura. Voy a extrañar tu sonrisa plena y tus ojos brillando con luz propia donde siempre me veía bonita. Voy a extrañar tu generosidad y tu “culturita”.
Hoy te escribo porque tenía que decirte otra vez que te quiero tanto. Te escribo porque tenía que decirte otra vez: gracias, Juan.
*Esta carta fue escrita en 2003 después del fallecimiento del escritor y fue leída en el Museo Macay en abril de 2017 en el marco de la inauguración de la exposición: “El placer de la mirada de Juan García Ponce”.