Con Cavalleria Rusticana la Temporada XXXI finalizó en el Peón Contreras.
Sé amable; apunta a mi corazón. Alejandro Dumas
El vicio contra la virtud. El desafío eterno entre necedad y sabiduría fue lo necesario para que la Orquesta Sinfónica de Yucatán les transformara en música, mediante un cierre de temporada de primer nivel con Cavalleria Rusticana, la ópera celebérrima de Pietro Mascagni, que toma los colores sicilianos para hacer un cuadro perfecto de la naturaleza humana, una descripción honesta de aquella mencionada confrontación. Esta partitura es mucho más que una combinación magistral de armonías y versos, muy lejos de ser un intento de mensajería. El espíritu de pueblo que le subyace, simple pero majestuoso, se apodera de los oídos.
Provoca una emoción tras otra, mientras corta el resuello. Insacula en su pentagrama aquello que duele, que conduele, que se llena de miedo pero que antes se atavió del privilegio prohibido -sinónimo de traición- para cobrar la vida no solo de quien la ha ejercido, sino de otros a su alrededor: dejándolas en medio de la tristeza. Mascagni traduce, en lengua propia, ternura y candor igual como lo fúnebre, en fases gradualmente más oscuras, todo en la misma alta definición. Intachablemente, conquista con una trama que nada tiene de nueva y que, sin embargo, no tiene comparación.
Cavalleria Rusticana -la nobleza rústica- plantea una historia de amores prohibidos. En su desenlace el perdón tiene posibilidades nulas, a pesar del matiz religioso que le arropa. Planteamiento de paradojas, antes ha hecho un repaso hasta el punto que no tiene vuelta atrás: para acabar mal hubo que empezar mal. Es un canto de ensoñación por el amor pasado porque, aunque indebido, amor sigue siendo. Las alegrías de la vida, el vino espumoso “que ahoga el negro humor”, por momentos cobran importancia para ceder su sitio a la despedida de una madre, equivalente en esas circunstancias, a dar el último adiós a la vida.
La producción
La guía escénica de Ragnar Conde se nutre nuevamente de otros grandes artistas como él: Oscar Altamirano y Carlos Arce, mancomunan sus esfuerzos en escenografía e iluminación respectivamente, dejando una perspectiva admirable desde cada ángulo. Unidos, apuntalan el drama que han recreado María Eugenia Guerrero, con su Taller de Ópera de Yucatán y Juan Carlos Lomónaco, esta vez como director concertador, para recibir a las cinco grandes voces que dan rienda suelta a aquel escándalo amoroso: el barítono Jesús Suaste como Alfio, el tenor Rodrigo Garciarroyo es Turiddu -que paga con la vida su traición-, la contralto Linda Saldaña en el papel de Mamma Lucia, la mezzo Lydia Rendón actuando como Lola -manzana de la discordia- y la espectacular soprano Eugenia Garza, en el personaje de Santuzza, que desata la vorágine impulsada de celos, cuando entiende perdido el amor de Turiddu, quien traiciona con Lola los votos matrimoniales de esta con Alfio.
Al empezar, Cavalleria Rusticana, todavía sin protagonistas ni coro, con la sola unión de orquesta, escenario y luz se estableció una fuerte conexión con el público devoto del arte tanto como con el que llegó por esnobismo, que ahora sí podrá hablar de una experiencia diferente de sus acontecimientos habituales. “Así de buena es la puesta en escena”, podrán decir. “La dulzura de las melodías se intensifica; súbita pierde el ímpetu -que luego recupera sin anticiparlo- reflejando el aura de provincia, de pueblo que vive la sencillez según la cuadrícula de sus costumbres”, será parte de su comprensión.
El coro
Ante la belleza de las voces protagónicas, todo el encomio. A cada personaje, según las limitaciones del acto único de su formato, Mascagni dota de fuerza, pese a las debilidades de sus caracteres. El profesionalismo de los solistas -y los años en el camino- fueron bastantes y suficientes para llegar a la algidez exigida. Sin embargo, María Eugenia Guerrero nunca renuncia a su vocación alhajera. Fabrica un coro de veteranos y noveles, en infusión perfecta para el contexto total, como el canto de Pascua, reto armónico fanfarrioso, de letra descomunal (“Inneggiamo, il signor non é morto – Alabamos, el Señor no está muerto”) que sosiega un acto de fe, base de todo el proceso que terminará en tragedia.
La orquesta
Siendo principal, su lugar está en el foso. Desde sus profundidades, la música surgía serena o más densa, con la excepción del “Intermezzo”, vértice instrumental del nudo dramático. Al menos solo por la presteza en su principio. Y quizá por el acento, diluido en cierta proporción. En un “andante sostenuto”, lo que menos se necesita es prisa. Una nadería en la respiración, malgasta la desolación que justifica su existencia. En cierto sentido, no es lo mismo estar en desplegado que hundidos en un foso, donde la respuesta sonora aplasta como alud, aún en los matices pianos. Así, algo semejante ocurrió durante el reto de Turiddu a Alfio, un fenómeno pareció desmerecer el asunto: una desafinación reiterada en la cuerda grave, de violas a chelos, deliberada o no enfatizó curiosamente las emociones de aquella promesa de muerte. Por lo demás, fue un éxito engarzado a una trayectoria que va por más legado.
Al caer el telón, la ovación del Peón Contreras fue sincera. La despedida del elenco completo -actores, coro, solistas y directores- fue como un redoble de campanas en aquella casa llena, que justa premió la suma de tanto esfuerzo, sobresaliendo el del Figarosy, firme en su labor administrativa y gestora. Noche de premios mutuos entre público y músicos, la ciudad recién bañada de lluvia, celebraba junto a la OSY la prueba superada de una temporada más, por completo llena de gracia. ¡Bravo!