CERRADO POR FÚTBOL VII
“Que la tristeza te convenza,/Que la nostalgia no compensa…” Vinicius De Moraes.
Las viejas leyendas que corren por los campos de fútbol de todo el mundo hablan de un equipo cuyos jugadores parecían tener un romance con las musas de la belleza cuando se ponían el uniforme verde y amarillo. Un romance que no poseía ningún otro equipo en el mundo. Su fútbol era una combinación de talento natural y de una técnica que se iba depurando en las playas de Río o en alguna canchita destartalada ubicada en lo más profundo de una favela.
Algo también contribuía la pobreza en desarrollar una mentalidad a prueba de todo, una mentalidad capaz de transformar cualquier sentimiento de carencia al entrar en contacto con un balón de fútbol, eso que generaba jugadores que parecían destinados a jamás desprenderse de la alegría producida por tener una pelota entre las piernas y de quitarse de encima a rivales sin que la redonda dejara de ser acariciada por talones y empeines cargados de una magia única e inimitable en cualquier otro rincón del orbe.
Brasil era un equipo encantador, hipnótico, que producía una felicidad enorme al verlo saltar a la cancha y desarrollar eso que se llamó el Jogo Bonito. Un juego que se ha desvanecido. El jugar bonito al fútbol de los brasileños se perdió porque sus selecciones decidieron competir con las europeas tratando de imitar aspectos y valores futbolísticos sumamente lejanos a los que tradicionalmente funcionaron en los equipos brasileños y que los llevaron a convertirse en la única selección del mundo que luce cinco copas mundiales en sus vitrinas.
Hay que decir también que el fútbol se ha vuelto un deporte más físico y que los brasileños tuvieron que desarrollar atletas para poder estar también al nivel de las grandes potencias. Sin embargo, queda la duda si esa intención de igualar el fútbol de Brasil con el de Europa no terminó con una esencia deportiva que también convertía a los sudamericanos en competidores. Paradójicamente, en Europa aprendieron también a jugar bonito. Equipos como España, Bélgica y, en cierta medida, Francia, practican un fútbol que toma muchos elementos de lo que fue alguna vez el técnico y estético fútbol brasileño. Ironías de la vida: los papeles se invierten y lo bonito sigue siendo importante para triunfar en un Mundial de Fútbol.
Antes del Mundial de Rusia había mucha esperanza en Brasil como el equipo americano que podía evitar que las semifinales del torneo se convirtieran en una Eurocopa. Los brasileños habían dominado a la clasificación en la CONMEBOL (por mucho la más complicada de todas las confederaciones que integran a la FIFA) y habían desplegado un fútbol que parecía encontrar el equilibro entre el talento natural de sus jugadores y la fortaleza física necesaria para enfrentar a cualquier rival del mundo. En Tite encontraron al prestidigitador con la habilidad necesaria para componer el camino que tanta tristeza arrojó cuatro años antes.
Los fantasmas de la tragedia de Belo Horizonte, aquellos dolorosos siete goles contra Alemania, parecían haberse superado. Neymar, Coutinho, William, Thiago Silva, Gabriel Jesús, Óscar y el resto del equipo encabezaban a una canarinha que desembarcaba en tierras rusas con la gran etiqueta de favorito en la espalda. Pero si la atención del mundo está más centrada en los 14 minutos de juego efectivo que Neymar pasó en el suelo lamentándose de las faltas recibidas, es que algo en Brasil no iba a funcionar en el mundial ruso.
Tuvieron en Coutinho al mejor jugador de toda la primera ronda de la Copa, pero también el mediocampista del Barcelona sufrió de una baja de juego en el partido contra México. A pesar de lo anterior, Brasil llegó ante Bélgica como el amplio favorito para llevarse el encuentro de cuartos de final. Pero si algo tienen los belgas es que no solamente juegan bonito, sino que son efectivos en su juego. Un desafortunado gol de Fernandinho en su propia meta y un golazo de Kevin Bruyne, enviaron a Brasil nuevamente al reino de las tristezas futbolísticas. Adiós Brasil, adiós esperanza latinoamericana.
No sé si al final a los brasileños la memoria de lo ocurrido cuatro años antes los llevó a sentir un enorme peso sobre los hombros del cual nunca pudieron desprenderse durante los noventa minutos del juego contra los belgas. No sé si ese tipo de lozas requieren una terapia mayúscula para poder desprenderse de ellas, no sé si cuatro años no son suficientes para espantar a los fantasmas. No sé si pesa más un jugador que tiene una enorme necesidad por sentirse la nueva y más brillante estrella del firmamento futbolístico que un equipo que tiene jugadores tan talentosos como el hombre que ha popularizado en redes sociales un infame reto que, imagino, avergüenza a los verdaderos hinchas de la escuadra verde y amarilla, a aquellos que alguna vez lucieron orgullosos una camiseta que representaba al más genuino de los espectáculos deportivos.
En Brasil, la tristeza parece haber sustituido a la alegría del fútbol. Su selección parece empeñada en recorrer los caminos que unen dos puntos cuya distancia se puede cubrir en el tiempo que tarda un balón en terminar en la red de una portería luego de una jugada llena de embeleso o de un disparo que ha salido quemante de una pierna curtida y educada para lanzarlo a velocidades exorbitantes. Y ni siquiera la nostalgia por los Garrincha, los Pelé, los Ronaldo, los Zico, los Sócrates, los Rivelino o los Ronaldinho puede servir como un camino a Qatar. Habrá que ver si los brasileños son capaces de generar nuevamente esperanza y volver de nuevo a una final de Copa del Mundo o si la expedición por tierras qatarís los hará nuevamente perderse en el desierto del fracaso en el que se encuentran ahora.
A manera de Posdata…
Cuando lean estas líneas probablemente la mini Eurocopa rusa haya ya arrojado a los dos equipos que se van a disputar el título de Campeón del Mundo. En mi corazón futbolero deseo que esos equipos sean Bélgica e Inglaterra. Los belgas han jugado mejor que nadie en el torneo. Tienen una generación de fantásticos futbolistas como Hazard, Courtois y ese auténtico demonio del área que es Lukaku. Un equipo de alarido que respeta al juego y su buena práctica y cuyo triunfo arrojaría nuevos y frescos vientos al fútbol mundial.
Por otro lado, la presencia inglesa en el partido decisivo le dotaría a éste de una clase especial. En Inglaterra se inventaron las reglas del fútbol moderno, en Inglaterra el fútbol es parte de la cultura, en Inglaterra tienen una liga exquisita por su alto nivel de competitividad. Por ello, la presencia inglesa en el partido definitivo sería como el retorno a ese libro clásico que uno se encuentra en la estantería y que se abre de vez en cuando con la certeza de que entre sus viejas páginas siempre se podrá encontrar algo nuevo, algo por descubrir. Esa es mi final soñada siempre y cuando franceses y croatas no se empeñen en poner sus argumentos –que vaya que los tienen– para acabar con los sueños, pues también de eso se trata el fútbol. Veremos…