Entre Bonn y Viena brilla la Orquesta Sinfónica de Yucatán

El domingo pasado, Juan Carlos Lomónaco dirigió la interpretación de Beethoven y de Schubert acompañado por la Orquesta Sinfónica de Yucatán en su nueva sede, el Palacio de la Música. Pero antes de iniciar, hizo un llamado para aquilatar la importancia de esta agrupación...

La agenda de la Sinfónica de Yucatán finalmente marcaba el cuatro de diciembre de dos mil veintidós, para entregar el décimo programa de su temporada treinta y ocho. Al aire libre, el domingo acaloraba como suelen hacerlo la mayoría de los domingos de Yucatán. En el Palacio de la Música, la atmósfera – que no la temperatura – era más bien fría: la única certidumbre quedaba sobre dos pilares, Beethoven y Schubert consecutivos, según lo programado, con obras de cierta dosis vernácula –sin acercarse a nacionalistas– en el delicado esquema clásico: las “Danzas alemanas” de un Beethoven joven serían teloneras de la tercera sinfonía de un Schubert todavía más joven.

Como antesala al racimo de danzas, la discreta oratoria del director Juan Carlos Lomónaco. Agradeció la presencia del público, mientras señalaba algunas virtudes de la orquesta; decía algunos de sus logros y presencias que, en amplio conjunto, la vindican como agrupación de las más relevantes en la vida cultural de nuestra nación: hablaba del valor axiomático de los diamantes. Ovacionado con calidez, orquesta y batuta encendieron los candiles de un lejano salón de baile, según el espectro armónico del primer genio invocado.

En un tiempo previo a cualquiera de sus sinfonías, Beethoven ya entendía que él era Beethoven. Sabía que vendrían caminos por recorrer, pero que podría adherirse a sonoridades de énfasis más o menos gigantescos, según ocurriera su evolución natural. O quizá no. En las “Danzas” diseña una estrategia de menos a más y las convierte en colección de ímpetus graduales. Surca la cautela de todas las tonalidades mayores y no necesita la filigranesca de Mozart porque siempre prefiere otra materia prima –la gracia– indicada en su producción total.

Comprendidos los pormenores, la sinfónica desarrollaba un rosario de belleza progresiva – en intensidad como en candor – filtrando los compases de la estrella alemana a través de sus instrumentos. El remate, con un accelerando que lo desenmascaraba y un final inesperadamente sutil, arrancó aplausos al instante.

Eternamente joven, Schubert llegaba desde el intermedio con su tercera sinfonía, compendio de candidez y temperamento. Estructurada con los cuatro episodios de costumbre, da al primero la posibilidad de mutarse a energías mayores sin perder los estribos. Dota a la sinfónica de melodías agraciadísimas, siguiendo una geometría para resaltar sin imprevistos. Su segundo movimiento es un allegretto, al que insiste en hacer delicado, más que al empezar y logra un conjunto perfecto con su predecesor, cuando refleja nuevo potencial dancístico con su minueto.

Acordándose del mallete final, su presto vivace elude las restricciones de aquellas partes antecedentes. Enormiza a la orquesta y entra de lleno a un gratificante sentido de admiración. No hay vuelta atrás, Schubert a los dieciocho años refrenda que algunos nacieron con un espíritu formidable y la interpretación cumplía y seguía cumpliendo lo estipulado en los afanes de su alma niña.

El espontáneo agradecimiento selló la ocasión con aplausos de pie, augurando lo mismo al último concierto de la temporada, destinado a celebrar navidades en un escenario distinto. Adviene que se exija fortalecer lo que, en oposición, ya nos ha fortalecido – lo sepamos o no – como sociedad. Ha tenido razón Juan Carlos Lomónaco, justo al dar la bienvenida: ¡Viva la OSY! ¡Bravo!

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