“Y mientras el país siente que se marchita,/Lloraba la “Chorreada” abrazando a “Chachita”,/También del sufrimiento hiciste una adicción…” Enrique Quezadas.
Cuando se celebró el Mundial de Argentina 1978 yo tenía seis años. Es la primera copa de la que tengo recuerdos, algunos vagos, otros realmente claros. Entre los segundos entran dos partidos de México: el que los enfrentó a Túnez y aquel en el que fueron goleados por Alemania. El primero provocó mi primer llanto por la Selección, ahí aprendí que México es un equipo que te brinda ilusión y que con la misma facilidad te lleva a la más apabullante de las decepciones. Grité gol cuando el “Gonini” Váquez Ayala cobró un penal que puso arriba al tricolor y lloré amargamente cuando al término del juego Túnez había conseguido la primera victoria para un equipo africano en un Mundial. Del juego contra Alemania sobre todo recuerdo que me hacía una pregunta constante: “¿Por qué retroceden?”, me la hacía cada vez que un Alemán se hacía del balón y enfrentaba a un defensor mexicano. Mi percepción era que el que portaba la verde venía ya con disposición de ser derrotado. Seis goles después el niño que yo era había iniciado esa relación de amor-odio que casi todos los aficionados mexicanos tienen por la selección.
Con los años he aprendido que la mejor defensa contra las falsas expectativas que genera la Selección Mexicana de Fútbol es el cinismo. Uno se convierte en un cínico profesional para evitar salir raspado con la desilusión futbolera. Eso te blinda para no caer en la inevitable debacle emocional que produce un nuevo y, seguramente, anunciado fracaso del TRI. Es cierto que uno se convierte en un crítico de la selección porque ésta da los suficientes motivos para que la razón no confíe en ella, pero en el fondo esas críticas generan un muro que te vuelve inmune ante los fracasos… o al menos eso es lo que piensas. Porque al final vives en una cultura que ha hecho, como bien dice Enrique Quezadas, del sufrimiento una adicción. Y eso es lo que nos hace regresar cada cuatro años al Mundial a mirar al equipo nacional: somos adictos a sufrir con ellos.
Sin embargo para este Mundial las cosas parecían ser algo diferentes: nuestras perspectivas para el sufrimiento eran prácticamente nulas. La campaña previa de México al Mundial nos anticipaba –incluso a los más acérrimos porristas que viven con la falsa idea de que México está próximo a ser Campeón del Mundo– que el fracaso estaba a la vuelta de la esquina. Juan Carlos Osorio y sus rotaciones habían borrado cualquier quimera que podía existir en el aficionado mexicano y si alguna aún quedaba ésta se borró cuando el sorteo mundialista puso en el camino de la selección a la campeona del mundo, a la poderosa Alemania. Todo lo que podía salir mal seguramente saldría de esa manera, así que la pregunta que rondaba entre la afición nacional no era si se perdería el partido, sino por cuántos goles. Los matemáticos del fútbol hicieron su aparición y todos comenzaron a sacar cuentas para ver si con un empate y una victoria ante Corea del Sur y Suecia –los otros rivales de grupo– nos alcanzaba para acceder a la siguiente ronda.
Por lo anterior el pasado domingo muchos prendimos la tele dispuestos a disfrutar con ese cinismo protector de lo “divertida” que sería la goliza teutona ante un TRI sin pies, ni cabeza. Quizá nuestro deseo más optimista consistía en ver si Guillermo Ochoa se convertía, tal y como lo hizo cuatro años antes contra Brasil, en una muralla impenetrable y la selección rescataba un milagroso empate. Pero los milagros no existen. O por lo menos así no lo pensaban el entrenador nacional y sus jugadores.
Hay que decir que desde siempre ellos estuvieron convencidos de que podían hacer un gran partido ante Alemania. En todas las entrevistas y a pesar de los malos resultados, Osorio y sus muchachos hablaban con confianza de que podían competirle e incluso vencer a un equipo que está entre los favoritos para alzarse con la Copa. Ellos eran los únicos que creyeron siempre en tal posibilidad. A los 15 minutos del juego del pasado domingo en Moscú creo que ya no eran los únicos. Nada ni nadie nos había preparado para lo que estaba pasando. México no solamente estaba dominando el partido sino que estaba dominando a los alemanes. Héctor Herrera se había puesto la piel de Iniesta y dominaba el medio campo imponiendo el ritmo que más le convenía al equipo mexicano; Guardado recuperaba balones y los distribuía con una enorme visión del campo; Gallardo era un auténtico baluarte que eliminaba cualquier embate alemán mientras que en la delantera Chicharito y Vela se batían con elegancia ante una defensa alemana encabezada por un desesperado Jerome Boateng.
La antítesis del sufrimiento en el fútbol es el gol. Pocas cosas generan mayor felicidad que ver un balón en las redes que le pone un número al marcador de tu equipo favorito. En México no estamos acostumbrados tanto a los goles, mucho menos en mundiales y mucho menos contra equipos como Alemania. Quizá han existido algunos garbanzos de a libra: los tantos de Marcelino Bernal y Jared Borghetti contra Italia en el 94 y 2002 respectivamente. O el gol de Rafa Márquez contra Argentina en 2006. Pero ante esos tantos, lo que sigue para México casi siempre son gemas como la de Maxi Rodríguez que nos regresan a regodearnos en nuestro sufrimiento.
Por eso cuando el Chucky Lozano clavó el gol de México en la portería de Neuer, lo primero que me pasó por la mente es que estábamos ante lo mismo de siempre: el gol como anuncio de la catástrofe. Y ahora, quizá como ninguna otra ocasión, México no merecía repetir la historia de cada mundial. El partido que le había hecho a Alemania en Moscú era para ser enmarcado y colgado en la pared de los mejores recuerdos mundialistas. El segundo tiempo del juego fue de un México heroico, resistiendo los desesperados ataques alemanes una y otra vez. Fundidos –y agripados, según nos enteraríamos después– salieron del campo Vela, Guardado y Lozano. Márquez entró a ser parte de la historia al jugar su quinto Mundial, y el segundo acto del partido trajo una nueva versión del drama: sufrir de nuevo con cada embate Alemán.
Al final, la historia presentó un nuevo desenlace y yo me preguntaba: ¿Y ahora, qué se hace con esta felicidad? Porque estábamos ante un panorama completamente desconocido, ese que seguramente han sentido en otras latitudes pero que en México estábamos sintiendo por primera vez: los muchachos de Osorio habían derrotado a Alemania contra todos los pronósticos, contra todas las apuestas, habían derrotado a Alemania. Había llegado finalmente ese día que se presentaba como una utopía inalcanzable: el 17 de junio en Moscú habíamos dejado de sufrir. Todo el melodrama propio del fútbol mexicano se había derrumbado y la alegría pudo finalmente abrir el cerrojo que abre la puerta del armario en el que se guardan las grandes victorias. Ante nosotros se desplegaba un terreno desconcertante; sin embargo, había algo de lo que muchos estábamos seguros: en el futuro podríamos contar que vimos a México derrotar a Alemania.
En 1978 aprendí a sufrir con la Selección. Cuarenta años después me pregunto si ha llegado el momento de aprender a ser feliz con ella. Quiero pensar que sí aunque no hay que olvidar que la línea que separa a la gloria del infierno es muy delgada. Y sí, no puedo evitar que el cínico aparezca de nuevo y pensar –porque la historia así nos lo ha enseñado– que la Selección puede bajar de nivel ante un rival como Corea. Pero hoy, quizá como nunca, tengo la esperanza de que la historia se equivoque de nuevo como lo hizo contra Alemania. La ilusión parece pintarse de verde y pasearse por las elegantes canchas rusas. Ojalá y no se olvide que aquí estamos muchos a los que nos gustaría aprender a pintarnos con ella. Veremos…