Fotos: Pedro Massa Geded/Cortesía de La Rendija Teatro
Para una forma de representación acuñada por el arte de los sonidos hace poco más de cinco siglos y que inicialmente era llamada fábula o drama musical, “Tu cuerpo partido o veinte días negros” de Germán Romero aparece –¿o nace?– desde afectos que tienen, a mi parecer, mayor relación con esas antiguas denominaciones para el género hoy llamado ópera. Pareciera que la potencia de una memoria, las posibilidades de un sentido de pertenencia social como evidente resultado de la catarsis colectiva producto de la Guerra de Castas[1], y un universo personal de peculiar originalidad, vulneran la convencional y lineal aproximación narrativa que sirve como estructura y sustento para muchas óperas.
Valiéndose de una escenografía sencilla, íntima, ingeniosamente labrada y excelentemente cosechada (a cargo de Óscar Urrutia) que cohesiona la multipolaridad de estímulos con un vestuario de sesudo artesanado (huipiles bordados por Elena Martínez Bolio) en colores blanco, ocre, sepia o barro -a excepción de uno de los personajes que vestía en tonos de azul-, equilibrando la paleta de colores; la obra comienza con una nitidez tímbrica que ancla la elección de las ulteriores declamaciones líricas bilingües entre el maya y el español, como un sucinto e inmediato prólogo musical donde el inicio hace las veces de antesala, con efectos que anuncian de qué tratará el resto de la obra.
El oleaje del mar, la brisa, el canto de las aves, como bien lo escribe Enrique Martin Briceño en el programa de mano, son, entre otras, referencias recurrentes y sumamente alusivas al sentir y vivir de colectivos dentro de la península. Incluso este que escribe –foráneo[2], como dicen acá–, y que tiene apenas unos años en la región, puede percibir esa inasible e inmediata conexión con la naturaleza que, según me cuentan los oriundos, se experimenta desde la niñez; una niñez traída al presente por la voz grabada de Manuel Niño interpretado por Adrián Matluacuatzin –quedo con el sueño y las ganas de escucharle en vivo, y no en voz en off –.
Se construye un espacio con fuertes vínculos emocionales y comunitarios. En primer lugar, con una propuesta de escucha hacia una de las posibles floras y faunas de este planeta tierra; y en segundo, con la abstracción de lo que deviene, en mi opinión, del décimo personaje: la casa; una estructura inflable que parece respirar, tener vida, lo cual no se aleja nada de la realidad: nuestras casas son espacios vivos.
Este espacio se muestra como un ecosistema cuyos límites colindan un territorio un poco más filosófico, uno que invita a sentir el vasto alcance y riesgo social/emocional al hablarlo[3], sentirlo, o vivirlo. Más de una vez quise prender la luz de mi teléfono y ayudarme del mapa lingüístico dentro del programa de mano, una selección de palabras escritas en maya con su respectiva traducción al español, que imaginé podía servirme de guía para no perderme en el cauce de palabras que circunda dicho territorio, que como dice el escritor yucateco Ricardo E. Tatto, es el objeto de nuestro más negro y mórbido culto[4]: la muerte.
En este territorio, la propuesta no-dialéctica de los materiales sonoros y visuales toma una relevancia superlativa, aunque horizontal, jerárquica pero democrática; sin buscar la supremacía, el desarrollo y los tratamientos formales de dichos materiales amplían la convergencia de los demás elementos; no los detienen, los disponen, pero no los imponen, tan solo los transportan a un terreno de exploración infinita para vibrar con, en y desde los sentidos.
Articular, entre otros elementos, sonidos, palabras e imágenes proyectadas, cuerpos en movimiento y sus sombras, juegos de luces con espejos y la no-narrativa como origen y consecuencia, abre puertas que llevan a profundidades poco presentes en el imaginario colectivo humano –a diferencia de las costumbres, las tradiciones o los rituales, este tipo de imaginario es más esencial, más cosmogónico, está a la par del género humano, no solo del gentilicio–.
Las fibras sensoriales y espirituales que esta obra toca a través del libreto de Raquel Araujo con Germán Romero, provocan cuestionamientos en transversales latitudes traídas al frente por un recorrido introspectivo que surca compuertas emocionales a ritmo, y reincide con sumo peso en la vida interna de la consciencia. A su vez, permite la apropiación por entero, o casi, de la intervención de las conexiones estéticas propuestas en esta poderosa obra, guiando de forma directa hacia un aparente vacío por construir en el cuerpo propio. No antes, no después, sino en el instante mismo de la génesis de la experiencia.
Por último, y sin identificarme con ese ser yucateco o meridano –fenómeno reiterado con metáforas y símbolos en múltiples instancias durante la obra–, me permito compartir que vivir esta obra o, como confieso que preferiría denominarla, fábula musical, ha provocado en mí un reflejo, algo similar a un hermoso velo que me permite palpar las lindes de mi propio inconsciente.
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[1] Nota del autor: N.A. Cita del programa de mano; […] una herida histórica abierta: la del levantamiento indígena que ensangrentó la península entre 1847 y 1901.
[2] N.A. Foráneo, así sin adjetivo alguno; a propósito de las muchas delimitaciones que la sociedad yucateca actual tiene como respuesta ante los ataques de despojo y discriminación, más evidentes en el terreno lingüístico, pero muy claras y de todo tipo, para quien no nació en estos lares, y no solo me refiero a los no-nacionales.
[3] N.A. Tan solo en el terreno de la interacción social-digital, los términos para el uso de las tecnologías que facilitan dicha interacción detallan que el uso de ciertas palabras, muerte, por ejemplo, o alusiones a ella puede ser motivo de censura o cancelación, lo cual, como bien sabemos, son términos subjetivos en esencia y a determinar por las compañías mismas que poseen dichas tecnologías, ahondemos en este tópico otra ocasión.
[4]Ricardo E. Tatto, Bestiario del Bibliófilo (y otras fieras literarias), págs. 49-51, México, 2023.