La La Land: nostalgia por el viejo Hollywood

Ilustración de Anthony Lane para el New Yorker

Con su arrollador paso por los Globos de Oro y sus nominaciones al Oscar, no cabe duda que el tercer largometraje de Damien Chazelle ha tocado las fibras sensibles de los cinéfilos. Lo cual es sorprendente porque desde Moulin Rouge (2001) y Chicago (2002), no recuerdo que un filme musical del siglo XXI tuviera tanto éxito tanto de la crítica como del público.

Las actuaciones de Ryan Gosling y Emma Stone son justas, tomando en cuenta que no son ni cantantes ni bailarines, lo cual se nota en algunas escenas donde uno extraña la soltura de Gene Kelly o la precisión de Fred Astaire. Mención aparte merece el afán del director en incluir su afición por el jazz (al igual que en Whiplash), subrayando que es un sonido un tanto olvidado, pero ni más ni menos, la música del futuro.

Este discurso se ve reforzado mediante los actores secundarios. Primero, J.K Simmons (cuyo severo personaje en Whiplash le granjeó varios críticas favorables), interpreta a un cuadrado gerente de restaurante, donde el protagonista tiene prohibido improvisar o tocar su propia música, bajo el entendido de que los comensales sólo quieren escuchar música de fondo con temas conocidos que no requieran ningún esfuerzo. Y justo eso pasa hoy en día con el jazz: el auténtico sonido se encuentra muchas veces perdido entre la música de elevador y las adaptaciones pop más ramplonas.

Lo anterior se ejemplifica perfectamente con la aparición del músico John Legend, esta vez actuando prácticamente de sí mismo, como un intérprete exitoso que ha sabido adaptar su música a los tiempos que corren, contrastando con el personaje de Gosling, quien idealiza el pasado y pretende rescatar la tradición jazzística que tanto admira. Aquí es interesante el diálogo que ambos sostienen, pues representan los polos opuestos del espectro: uno tradicionalista a ultranza y, el otro, excesivamente moderno y complaciente para con su público. Ambas posturas dan cuenta de las filias del director, que insiste en meter el tópico del jazz en su hasta ahora corta filmografía. Y es que el género, se sabe, no es del agrado de todos.

Lo mismo ocurre con los musicales en el cine. Algunas personas los encuentran aburridos y soporíferos; otros, cursis y chabacanos. Pero La la land (2016) juega  a ganar, ya que es un pastiche hollywoodense autorreferencial, con ecos de “Cantando bajo la lluvia”, “Un americano en París”, “Los paraguas de Cherburgo”, etc. En ello radica su mayor triunfo: al ser filmada en Cinemascope, su estética inmediatamente nos remite a una época en la que el canto y el baile coreografiado todavía podía ser considerado entretenimiento de calidad, cuestión que cayó en declive ante tantas series (Glee) y reality shows (American Idol, Dancing with the stars) que saturaron el medio.

A pesar de que este filme apuesta por lo seguro, es de agradecer que asumiera algunos riesgos: contar una historia de amor anticlimática con una narrativa que, con imaginación, se permita digresiones fantásticas, al tiempo que realiza una crítica soterrada en torno a la prostitución del arte en afán del beneficio económico. Todo contado a través de flashbacks, flashforwards y líneas argumentales alternas bien manejadas gracias a una afortunada elipsis dentro de su continuidad interna.

La banda sonora, la fotografía y el diseño de producción, hay que admitirlo, son impecables. Chazelle logra lo que a Woody Allen le faltó en su “Café Society”: idealizar al viejo Hollywood que creíamos perdido, mostrando un Los Ángeles ciertamente gentrificado, cuyo mayor encanto radica en que todo puede pasar en esa ciudad cuando se trata de perseguir los sueños. El observatorio Griffith y el cine Rialto, todo como escenografía para esta fábula romántica (a propósito de Woody, él también dirigió un maravilloso musical “Todos dicen que te amo”).

El juicio sobre esta película bien puede ser resumido parafraseando uno de los diálogos de los protagonistas: -Se siente realmente nostálgica, ¿crees que a la gente le guste?, pregunta ella. A lo que el protagonista responde: -¡Que se jodan!

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