Brindan concierto de densidades clásicas en el Peón Contreras (revívelo en video, dale click aquí)
Fotos: OSY
A la frescura nocturna del 24 de noviembre de 2017, el teatro Peón Contreras sumó una muestra virtuosa de algunas de las luces más eminentes del Clásico: W. A. Mozart, rey de gran parte de la creación en tal periodo, antecedió a uno de los ilustres hijos de la dinastía Bach, Carl Philipp Emanuel y cerró con la interpretación de un portento llamado Johannes Brahms, tardío en su idealismo clásico, con el que dio nueva vindicación a esta corriente oficialmente extinta en los tiempos que le tocó vivir.
La Sinfónica de Yucatán, concluido el proceso transformista de estar bajo tres batutas de directores invitados, primero la del francés Jean-Luc Tingaud, luego del polaco Bartosz Zurakowski y cerrando con la del mexicano José Areán, nuevamente dio la bienvenida con ovaciones a su titular, el destacado maestro Juan Carlos Lomónaco. Con su dominio acostumbrado, abrió los brazos en inequívoca señal de empezar ya una velada que, leyendo el programa de mano, solamente podría anticiparse como inolvidable.
La gracia y la tersura que forman el tejido de la Obertura “La Flauta Mágica” del arcángel Mozart, dio rienda suelta a una evolutiva magnífica, con una feliz interpretación que constituyó apenas el atisbo a su obra, de mayor amplitud, con la que reconquistó su sitio de privilegio, el más notable personaje de la Viena del siglo XVIII. La sucesión de destrezas en la cuerda, alientos y percusiones, sin anticiparse a las modernas dimensiones que alcanzarían las orquestas sinfónicas al paso de los años, fueron intensas y exuberantes, lo suficiente como para quedarse pasmado, con una alegría interna, en medio de la sorprendente brevedad de su realización, siete minutos que merecían ser setenta veces siete. Mozart jamás dejará de asombrar, con su canto delicado y delicioso, emanado de un alma que solamente podría replicar la fuente divina de su inspiración. Los aplausos detonaron el agradecimiento por tan fina actuación, en una noche que empezaba así la entrega de bellísimos obsequios musicales.
Uno de los hijos mayores, de la veintena que tuvo J. S. Bach –siete con su primera esposa Maria Barbara, de quien enviudó y trece al contraer segundas nupcias con la soprano Anna Magdalena Wilcke–, fue Carl Philipp Emmanuel Bach. La perla que significa su presencia en el acontecer musical, consiste en ser enlace entre el periodo Barroco, que culmina con el fallecimiento de su señor padre en 1750 – Padre también de la Música – y el Clasicismo, del que es considerado el precursor, lo que en sí entraña una inusual pero fascinante mezcolanza. La invitación a la concertista norteamericana LeeAnne Thompson para interpretar su Concierto para Flauta H. 425, comenzó con una versificación sonora que caló muy hondo en el gusto de la audiencia.
El filigranesco heredado del Barroco, articulando el nuevo refinamiento que sería desarrollado como Clásico, comenzó a resonar o más bien a conquistar con la exquisitez de su hechura. El virtuosismo de LeeAnne Thompson transitó los tres movimientos Allegro, Un poco Andante y Allegro di Molto con una sonoridad que desplegaba la suavidad y la elegancia dispuestas por una orquesta reducida en concentrado camerístico. Desprovista de percusiones, prevaleció como el único aliento – la solista – especificada por el compositor. La muestra protoclásica y excelente hizo merecer a la maestra Thompson, con su hilvanado formato de cámara, cada aplauso de los muchos que seguirá mereciendo, sin duda, en el trayecto profesional con su instrumento.
Para la segunda mitad del programa, un nuevo despliegue o mejor dicho, un nuevo doble despliegue tendría lugar: la perfecta Sinfonía No. 4, Op. 98 de Johannes Brahms, compuesta en la plenitud de su madurez artística, sería dirigida de memoria por el maestro Lomónaco, sabedor de cada minuciosidad y de cada profusión de matices descritos en el encomiástico pentagrama. Formada por cuatro movimientos, casi todos alegres, enmarcan al segundo que es un Andante Moderato, reflexivo y evocador mediante una melodía perfecta de pizzicatos y alientos, que entre todos, dieron una nueva definición a lo más profundo del arte de la Música.
En sus comienzos, el Allegro non troppo es sutil y hasta con un halo de misterio que en cuestión de segundos se transforma inesperadamente en compases desbordados para la imaginación de cualquiera. La sinfónica, de nuevo en su frecuente dotación instrumental, con familias prácticamente completas, escalaba fastuosa las intensidades emocionantes de cada fraseo. La cuerda grave, con los chelos al frente, siempre suntuosos y los metales, con cornos enseñoreados respondiéndole al fagot, eran un amasijo de armonías fortalecidas con percusiones en un remolino que se elevaba hasta tocar el alma, cumpliendo así el seguro propósito de la partitura.
Los allegros finales, Jocoso – el tercer movimiento – y Enérgico apasionado – el cuarto – son la simple demostración de las grandes densidades con que componía Johannes Brahms, instalado defensor de una estirpe clásica, disuelta hacía más de seis décadas según lo que marca la vigencia del periodo, lo que le hizo acreedor a críticas – injustamente – por no progresar hacia senderos nuevos, según las reguladas tendencias del siglo XIX. Pero sus designios fueron los correctos, tal como al final lo determina la Historia y como lo determina el fuerte, nutrido aplauso que arranca cada pieza suya, como la disfrutada en este que fue el octavo programa de la Orquesta Sinfónica de Yucatán. ¡Bravo!