La agrupación recibió de nuevo al español como solista invitado.
Juan Carlos Lomónaco fue recibido con beneplácito por verse frente a la Sinfónica de Yucatán, luego de algunas semanas de ausencia. Con la sonrisa amable, el director de casa expuso los pormenores de las obras y de los compositores elegidos para el programa octavo de la temporada septiembre diciembre 2019. Siguiendo su vocación, el Peón Contreras se mostraba remanso de tranquilidad para una elevada muestra musical, dejando atrás un compendio de efervescencias, donde el discutido golpe de Estado en Bolivia aún ocupaba primeros lugares de atención. El repertorio, a vista de pájaro, era interesante: una fórmula en la que Brahms daba el primer paso con su célebre Obertura del Festival Académico y Tchaikovsky daría la última palabra, ambos abrigando a Richard Strauss, cuyo concierto para corno trajo la nueva presencia del maestro español Salvador Navarro.
Como portazo, el primer acorde de la composición de Brahms centró la atención en las cuerdas. Un recorrido constataba la moderación en alientos y percusiones. Celebradora, era una obertura universitaria, compuesta a finales del siglo XIX: daba importancia representativa a la antiquísima ciudad alemana de Breslavia -hoy de Polonia- según las referencias biográficas del creador germano. Esta obra, por encargo debía cumplir un cometido, algo que definiera la identidad de la juventud de aquellos tiempos y lugares. Habría que hacerla de lo emblemático, que fuera himno para quienes eran de ese nivel escolar.
En cierto modo, hace recordar la creación matemática de Ravel, solo que el emotivo cancionero de Brahms está hecho de alma, estudiantil por un lado y cargada de recursos instrumentales por el otro, un tejido denso privativo para el músico experto. Es marcha, pero cantábile y lírica. Se amplía, siendo cada vez más densa y luego es simple, pero conservando sus equilibrios. Crece y vuelve a la sencillez como día cotidiano. Los cornos, adjuntos y ensordinados al fagot, marcaron la síncopa a las cuerdas y, no mucho después, estas se sincoparon a ellos, siendo apenas uno de varios despliegues magistrales. La precisión del concertino Gocha Skhirtladze fue fundamental para que todo tuviera buen término.
Los aplausos abundantes fueron dedicados a esta primera interpretación y dieron la bienvenida al cornista español Salvador Navarro. Su imponente figura se plegó parsimoniosa frente al público, casi despreocupado en demostrar la soberanía sobre su instrumento. De tiempos remotos, el corno renunció a las señales de caza para ser gregario en la sección de metales en una sinfónica. Es común disfrutar su canto y acentos dentro de la expresión grupal. Richard Strauss, como otros grandes, lo toma más en serio y lo expone en categoría solista. En manos de Salvador Navarro, hace mancuerna de grandeza.
El Concierto Núm. 2 para corno tiene dos allegros que alojan un andante con movimiento. Durante el primero de los tales, el cornista invitado nunca se percató de lo mucho que invadía el espacio personal del concertino. Se concentró en ofrecer un recital que por momentos pudo ser expresión de fineza, como una agraciada flauta de voz grave. Conforme decía sus oraciones, la pose de aquel gigante pasaba de la solemnidad militar al ataque gimnástico, casi a punto de arrojarse en salto de potro. La intrusión al espacio de los primeros violines dio resultados. Un pasaje exigente nació entre titubeos, debilitando las proximidades hacia el segundo movimiento, que tersamente está ligado al primero. Por fortuna, no pasó a mayores.
El destino hacia el tercer movimiento mantuvo gozosas declaraciones de los chelos y demás cuerdas graves, incluyendo el zigzag entre cornos de sección con el que llevaba el canto principal. Es una obra finísima. No necesita grandes destellos, salvo los que auguran el final. La emoción fue premiada con ovaciones de buen estruendo por el pleno. Apropiado del escenario, el maestro Navarro sonreía y daba gracias al homenaje por su presentación.
El cierre llegó con la partitura “Pequeña Rusia”, la Sinfonía Núm. 2 opus 17 de Tchaikovsky. Una sinfónica muy robusta trascendería a los cuatro movimientos que forman el retrato de su patria: un ritmo andante, que pasa a ser allegro vivo; luego, un breve andantino marcial, más movido de lo común; un scherzo, que luego del frenesí que representa, aligera hasta ser allegro muy vivo. Cierra con un final refrendando sensaciones de paz y, como su antecesor, gradualmente pide mayor agilidad, persiguiendo un allegro vivo que elásticamente sube al máximo sonoro. Los relumbrones en sus frases, llevaban el aval de la reina Victoria Nuño -con su piccolo mágico- o las gentilezas del fagot junto al corno de Juan José Pastor, aderezándose de percusiones y acentos de tuba, induciendo el genio de un Tchaikovsky que a sí mismo se esboza balletista de dimensiones formidables, el que todos reconocen hoy en día.
Afortunado despliegue unió a Brahms con el Strauss bueno -no fácil de distinguir frente a la dupla de padre e hijo, esos dedicados al vals- para rematar con una sinfonía que muestra la madurez artística en Tchaikosvky, con la que ávidamente escalaba el gusto de la audiencia en su tiempo, justo como en esta y otras veces. La Sinfónica de Yucatán, con el rostro cansado, agradeció las ovaciones de una noche en que, sola o acompañante, había dado más que la suma de sus partes. ¡Bravo!