Apoteósico festejo por los XV años de la OSY

Beethoven y Mahler provocaron la ovación de los yucatecos.

Noche grata de elocuencias. Traspuesto el acceso del Peón Contreras, el veintidós de este febrero de 2019 fue para ingresar a una atmósfera distinta de la habitual. Arreglos de flores por el borde del escenario, presencia de caras nuevas, las intérpretes luciendo más bellas que de costumbre sin la severidad del negro habitual -ahora en colores vivaces- eran algunos detalles que mostraban una disposición bien alegre; trompetas y demás alientos lo ensordecían todo con el calentamiento de sus frases complicadas: saludos intercambiados entre la concurrencia -que parecía haber estado allí desde siempre-; la incesante labor del cuerpo de edecanes, que continuaba dando la bienvenida a más asiduos; fotógrafos eligiendo el mejor ángulo, todo ese conjunto daba una atmósfera más folklórica que académica, evitando vaticinar la música que trascendería de los atriles bajo el exhorto del director titular. Era una romería prolongada, pero no desagradable; fue el recibimiento cálido a un público que llenó las butacas al colmo y que siguió hallando sitio en plateas y palcos superiores, hasta abovedarse frente al gran candelabro central.

Como norma, una voz amable, obedecida al punto, pidió por altavoces el favor de que los lugares fueran ocupados. Siguió diciendo: “queda estrictamente prohibido el uso de cámaras fotográficas y celulares”, indicación que siempre es ignorada por muchos; pero el afán de disfrutar un repertorio de relevancia para las sinfónicas del planeta deshizo las molestias. Se trataba de una dosis poderosa en varios aspectos. Las invenciones de Mahler y Beethoven, con sinfonías capaces de pasmar a noveles y acostumbrados, una vez y muchas más, estaban a solo segundos de imponer sus presencias.

Beethoven surgió con su majestuosa costumbre: cantando fortissimo. Una de las obras más famosas y versionadas -ciertamente no para bien- iba cobrando vida con el estruendo de mezclar bravura y delicadeza. Allí estaba de nuevo, manifestándose en la OSY una vez más con su Quinta Sinfonía, proyectando la estatura de su alma. A veces, el director parecía blandir su batuta con el rigor de una espada o daba órdenes de cañonazos a las percusiones, con el puño entrecerrado. Luego suplicaba trazos de dulzura y de gracia, como casi no la hay en el mundo terrenal. Por parte suya, Beethoven también pedía amplios pasajes de pianíssimos que no siempre fueron reflejados. Se comprende. De ninguna manera es fácil fabricar las notas que ha pedido, en su dimensión y peso exactos, siendo que además es labor compartida por una horda de instrumentos luchando por controlar la emoción y por adaptarse a los desplantes de una sala, cuya acústica, puede quedar a deber.

Los quinientos seis segundos que dura el primer movimiento celebérrimo fueron alarde de aquel paisajismo en escena. A su término, las “alarmas” se encendieron. Fue un aciago silencio entre movimientos, que pudo ser injuriado por el aplauso de los temidos villamelones. Hubo suerte. Fue una corta tensión disuelta por la renovadora presencia del andante con movimiento, segundo en la serie de cuatro. De menos a más, la interpretación siguió su paso. Maravilló con los allegros tercero y cuarto, terminando con la esperada magnificencia, premiada con ovaciones y gritos de júbilo, injustamente inferiores a la calidad así obsequiada. Y sobrevino el intermedio, preparando el terreno para otro rasgo de bondad.

La orquesta creció. Fueron convocados doce discípulos adicionales por Mahler, según pidió para su Sinfonía “Titán”, numerada como primera de una decena de obras suyas en este mismo sentido. Pero en vez de doce, pareció que fueron el doble. Aquello empezó a sonar, primero en secreto. Era ideal mostrarse poco a poco, como noche que detesta ceder su sitio al alba. La lindeza nueva era inaudita, pero más lo fue sopesar la perfección del balance instrumental, en el que nada sobraba pero todo se hacía desmedidamente bien. Los matices exigidos eran logrados gloriosamente, considerando la población amplia de metales, con ocho cornos y trompetas en triunvirato que empezaron escondidas -obviando su lejanía- para luego ascender a sus posiciones.

Más larga -al doble- que la de Beethoven, no tenía nada de sobrecargada sino todo lo contrario. Ojalá se hubiera dispuesto espacio para más instrumentos. Mahler hizo la elegancia de chelos y violas, propulsadas por el contrabajo regio de Stanislav Grubnik, todos ellos cediendo paso, a momentos, a las dos colecciones de violines. La relojería para los alientos marcaba que súbitamente hicieran un tejido virtuoso con sus hermanos de sección y con las grandilocuencias de percusiones, que anunciaban y volvían a anunciar el bálsamo de tal belleza, maravillosa en el momento y al trasluz del tiempo, que pone a prueba todo sin preguntar. En la cercanía de su verdadero onomástico quince, la Sinfónica de Yucatán, con voces de titanes, cantó por los presentes y por los ausentes; por los crédulos y los incrédulos; por los curiosos y para los habituales; por los que han dejado la huella de su trabajo -y para los que la siguen dejando- en lo que hoy es una digna realidad y que merece vida larga enalteciendo, como desde el primer día, a nuestro Yucatán querido. ¡Bravo!

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