Sobre la fotografía narrativa y sus holocaustos internos

Una fotografía del campo de concentración Sachsenhausen, dispara en Mar Gómez una miríada de recuerdos y evocaciones de un añejo viaje. Excusa perfecta para que nuestra columnista profundice en temas como la memoria y la imagen en relación con la narración literaria...

Los seres humanos vivimos entre cosas, objetos y afectos. Asumirse minimalista, no exenta la posibilidad de poseer archivos de vida que son ignorados, sin pensar que los almacenamos aguardando la posibilidad de revivirlos, para escribir de ellos desde la redención de los afectos, para crearles textos, para alegrar o entristecer la vida y compartir su utilidad simbólica con la otredad. Nuestras fotografías son parte de ellos. Son expresiones, metáforas y simbolismos de las realidades que hemos vivido.

Cuando nos volvemos a encontrar con ellas y son capaces de hacernos experimentar emociones y sentimientos, significa que nos conectamos con las historias que transmiten. Son eternizadoras de un pasado, nos recuerdan que somos memoria y que ella es un caleidoscopio, una alegoría que nos hace imaginar y reconstruir en palabras lo que merodea en nuestros territorios personales. Nos regresan al momento de ser captados. Juegan un importante papel en los procesos mentales y sobre todo en los creativos. Ellas encuentran su propio espacio entre las artes visuales cuando son capaces de crear símbolos a través de sus imágenes.

Hablar de las fotografías es entrar a un territorio complejo y se torna más, si las referimos como creación artística, que no es el tema en esta ocasión; dejemos eso para los expertos. La intención de esta colaboración gira en torno al tipo de imágenes como producción mecánica y fuera de méritos artísticos. Me refiero al tipo de fotografías que cualquier mortal capta con su teléfono celular, fotografías que bien sirven para trabajar en la narrativa literaria, lo cual no quiere decir que las artísticas no sirvan para igual fin. Por tanto, podemos emplear cualquiera que este en nuestro baúl de recuerdos para intervenirla, para hacer de ella una historia y convertirla en una fotografía narrativa.

La relación entre literatura y fotografía se establece desde la perspectiva de la narrativa y tiene su origen en 1839 cuando en un invento de Louis Jacques Mandé Daguerre, se permitió a los periodistas y escritores, especialmente con fotografías de paisajes, completar sus textos. Se le nombro técnica daguerrotipo y fue entonces cuando la fotografía permitió potenciar la literatura del realismo decimonónico, empleándola como dispositivo narrativo para libros de memorias o simplemente como técnica de narración impersonal y objetiva; dando consentimiento a la construcción de relatos. La imagen fotográfica renuncia así a cualquier finalidad exclusivamente estética o ilustrativa.

A lo largo del siglo XX el daguerrotipo permitió reproducir la realidad, respondiendo a un nuevo concepto de «verdad». Pensemos en las fotografías como un grupo voces hablando con un ruido tácito a nuestros ojos, cuestionando la realidad, obligándonos a trabajar con la memoria. En ellas hay historias que se cuentan por si solas y otras que se crean para contar la historia, para convertirlas en fotografías narrativas, y para eso no hay reglas, aunque sí se pueden enumerar elementos utilizados por su valor y para darles sentido.

Para convertir una imagen en fotografía narrativa necesitamos solamente un retrato nítido que cuente con: Un protagonista, que nos sirva para hacer una referencia física, el cual puede ser un ser humano, un objeto o un animal, una atmósfera especial en la que ocurrirá una historia, una consecuente referencia temporal vista como contexto explicito e implícito, y finalmente, que esta sea capaz de trasmitir una emoción. Dando continuidad al tema, realizaré un ejercicio práctico, haciendo uso de la memoria en su importante función de estimular la asociación de ideas y palabras. Recurriré a la memoria episódica y a la semántica, para regresar a un evento vivido, rescatando experiencias y emociones para convertirlas en narración:

En días pasados escogí para mi entretenimiento ver una película dramática titulada “El niño con el pijama en rayas”, la que movilizo recuerdos acerca de una visita que realicé hace seis años al campo de concentración de Sachsenhausen, ubicado en Brandeburgo, Alemania. Espacio construido por los nazis en 1936 para liquidar masivamente a cerca de treinta mil seres humanos. No realizaré un análisis crítico o cinematográfico de la cinta, ni literario del libro con el mismo título del escritor irlandés John Boyne publicado en 2006 y traducido a más de treinta idiomas. Sólo hago referencia a ella como un importante detonador, como un generador evocativo que hizo buscar en mi fototeca imágenes, que bien puedan servir para ejemplificar el ejercicio de lo que es la fotografía narrativa.

Cuando conozco nuevas ciudades, me agrada ir a iglesias y museos. De las primeras disfruto su arquitectura y arte sacro. Respecto a los museos me complacen más los de pintura y escultura. Suelo deleitarme imaginando al artista en sus procesos creativos con las imágenes y el color. En el viaje a ese país, revisé opciones de varios museos que, por supuesto visité, sin dejar de conocer el icónico muro de Berlín, que era de un interés personal. En la lista de esa ciudad apareció como sugerencia Sachsenhausen como museo que expone los horrores que se vivieron durante el nazismo. Al principio pensé se trataba de un espacio diferente que posiblemente albergaría objetos de esa historia que sigue viva en todas las expresiones artísticas, pero al ir leyendo sobre las sugerencias del recorrido, me percaté se trataba de un campo de concentración convertido en monumento/museo, que no dudé en visitar.

Al acercarme a la puerta de entrada, previo recorrido caminando sobre el firme concreto de una avenida desolada, pude observar en ambos lados cuadros alusivos a las barbaries cometidas, tal vez como preámbulo reflexivo a lo que esperaba mirar al ingreso a esa reconstrucción de un pasado infernal. También contemplé en la parte superior de la entrada al edificio un reloj que tiene una hora fija marcada, enterándome que fue el momento de la liberación de prisioneros del campo por el ejército soviético y el lema que se lee en una fría puerta de hierro con letras mayúsculas ARBEIT MACHT FREI, que se traduce como  “El trabajo os hará libres”, mensaje que fui digiriendo en mi andanza, tratando de desentrañar lo real y lo oculto de la leyenda.

Al cruzar la pesada puerta de hierro, me percaté de un letrero que llamó mi atención y me separé del grupo para hacerme una fotografía junto a el. Es sobre esa fotografía y la persona que aparece en ella de quien hablaré:

Me recuerdo en muchas de mis fotografías, desde las más pueriles, hasta las más actuales, y en la mayoría luce en mi rostro un rasgo característico de mi persona que es la sonrisa, siendo esta diferente, pero siempre presente, ya que es como un tatuaje en mi rostro, sonrisa que escasamente pongo en reserva. ¡Esta imagen es diferente! Cuelgan en mi pecho un gafete y audífonos que me entregó el guía contratado para la visita.

En ella un rictus de tristeza y decepción, los labios y comisuras descendentes son la comunicación transmitida en un lenguaje no verbal, la mirada cubierta por lentes obscuros como protectores de la lluvia en los ojos, borrascas que ante este tipo emociones suelen aparecer fugaces; los hombros decaídos y brazos pegados al costado del cuerpo, como negándome la posibilidad de bienestar. Y es que en este lugar es imposible no tener la quietud contemplativa, la mezcla de pensamientos y emociones de indignación, que hacen del cuerpo una metáfora.

Al momento de ser captada, recuerdo el soliloquio que mantenían acerca del cómo este tipo de museos conmemorativos mantienen la historia para preservarla viva con el único objetivo de no olvidar los hechos que sucedieron y que llevaron a la muerte a millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial. Un ambiente acompañado de aire frio de la época, abrazando una desolación intensa, de esas que calan los huesos.

En la parte trasera se observan como símbolo de la maldad, hileras de alambres trenzados con nudos de púas, que en otros espacios los rancheros colocan de protección para que no ingresen animales depredadores, para cuidar su ganado; los imagino electrificados con el poste trasero. Y al fondo una barda de concreto y ladrillos reforzando la imagen. Frente a mis pies un letrero desdibujado con una leyenda que anuncia ser una zona de control, advirtiendo que,  a quién tenga la osadía de acercarse se le disparará sin miramiento.

Todo lo que pude ofrecer a mi fotógrafo ese momento no fue la sonrisa acostumbrada, fue seriedad, respeto y empatía hacia el recuerdo de lo que se había convertido ese lugar de detención, donde murieron de hambre miles de personas, otras de agotamiento en condiciones infrahumanas y muchas más sacrificadas.

En cuestión de segundos seguía imaginando el espantoso lugar de terror y exterminio que aguardaba al interior, y que en breves momentos conocería, pensando en lo que escucharía por parte de un guía. Estaba en una falsa calma, ansiosa por escuchar historias aterradoras sobre aquellos que fallecieron lentamente de enfermedades, trabajos forzados y exterminio masivo en las barracas, cámaras de gas y hornos crematorios.

Lo que he terminado de contar son elementos narrativos que detallan la historia de esta última fotografía, y tienen también el propósito de honrar la memoria de las victimas a través de un testimonio. Me gusta tomar evidencia para conservarlas, para atesorar mis vivencias y recuperar de ellas mis abismos personales, para metabolizar emociones como aperitivos de recuerdos que bien puedan servir como este caso a ilustrar una parte decadente de la historia de la humanidad. El silencio puede ser un vacío que pesa o una neblina que empaña la vista de las masacres de quienes perpetraron esos crímenes, que no debemos olvidar y no debemos como humanidad volver a permitir.  Cada imagen captada ese día merece su propia narración. Comparto para el lector algunas más, quien al verlas quizá pueda elaborar su propia narrativa, si es que así lo desea.

Addenda: “Entre los rotos” es una novela que mereció el premio Mauricio Achar 2019, de la escritora Alaíde Ventura Medina, un libro que recomiendo ampliamente para profundizar en este tema de las fotografías narrativas, sobre todo para quien guste dimensionar junto con la literatura, la narrativa y las fotografías sus propias vivencias y bifurcaciones, o las de otros.

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