Un ebanista llamado Juan Hernández

En sus memorias del taller de Enrique Gottdiener Soto, Ariel Avilés Marín nos cuenta sobre su aprendiz Juan Hernández y la polémica suscitada después de la muerte del Abuelo, cuando su pupilo reclamó la autoría de sus piezas más icónicas. ¡Una crónica histórica imperdible...!

Memorias del taller de Enrique Gottdiener Soto.

El mágico Taller de la 60 era mucho más que sólo el estudio de escultura del Abuelo Gottdiener; era, además, un maravilloso bazar de antigüedades de una calidad poco común y una fábrica de muebles de una calidad de excelencia. Los muebles que fabricaba el Abuelo eran reproducciones fidedignas de muebles de los más variados estilos clásicos. En especial, la gente le encargaba al Abuelo reproducciones de muebles de estilo Renacimiento, los cuales eran profusamente tallados. De la fábrica de muebles del Abuelo vi salir soberbios juegos de comedor, con columnas salomónicas formadas por guías vegetales que se enroscaban sobre sí mismas, dejando el centro hueco; eran una verdadera filigrana en madera.

También eran muy solicitadas las grandes y confortables mecedoras de estilo colonial mexicano, así como los grandes butaques de asientos de petatillo o de baqueta de cuero. En forma muy especial recuerdo cuando el alcalde, Don Luis Torres Mesías, le encargó al Abuelo unas grandes silletas con el escudo de Mérida que sirvieron para amueblar el Salón del Cabildo del Palacio Municipal, así como el gran escudo tallado en dura y roja caoba, que aún hoy en día continúan en uso en la sede del Ayuntamiento de Mérida.

En la fabricación de muebles el Abuelo contaba con el apoyo de un hábil carpintero de origen campechano: el hombre se llamaba Juan Eriza y vestía siempre de overol de mezclilla y una camiseta blanca de media manga. Eriza, llegaba y se quitaba del taller siempre en bicicleta. Era un hombre de pocas palabras, muy trabajador y diligente, un ideal colaborador para el Abuelo. Eriza se encargaba de la parte gruesa de la fabricación de los muebles; era quien cortaba la madera, siguiendo los patrones de los moldes que el abuelo había trazado en cartones y luego ensamblaba las estructuras; de manera tal que, cuando el Abuelo intervenía, era para tallar la ornamentación de las piezas.

Así, por mucho tiempo, el Abuelo y Eriza formaron una funcional mancuerna. Una noche, cuando estaba preparando el café y sirviendo los pistaches en el cuenco de porcelana de Dresde para esperar la llegada de la cofradía que se reunía cotidianamente en el Taller, Eriza salió del corredor trasero con su bicicleta y se detuvo en la sala de escultura para hablar con el Abuelo. Le dijo: “Maestro, conocí a un hombre que me parece un buen tallador de madera; nos podría ser muy útil en el taller de muebles. ¿Quiere que lo traiga para que hable usted con él?” El Abuelo se quedó pensativo y le respondió: “Sí, Eriza, tráelo, a ver la calidad de su trabajo. Si ésta es buena y él es cumplido, realmente puede ser útil”.

Unas noches después llegó al taller un hombre de aspecto sencillo, llevando consigo varias muestras de tallados en madera. El hombre tenía algún problema que le limitaba un tanto el uso del brazo izquierdo; pero indudablemente su trabajo como tallador era bueno. El Abuelo miró muy complacido las muestras que el hombre había llevado consigo y se formalizó su incorporación al taller de muebles. Aquel ebanista se llamaba Juan Hernández. Hernández se incorporó al taller y trabajó con gran eficiencia, permaneciendo ahí hasta la muerte del Abuelo en 1986.

En un principio, Hernández era el encargado de ornamentar patas y copetes de las sillas y sillones que se fabricaban en el taller. Con frecuencia, Hernández llevaba piezas talladas por él, casi siempre figuras mayas, para que el Abuelo le diera su opinión. Su eficiencia y perseverancia hicieron que el Abuelo empezara a tratarlo como un discípulo, tanto que comenzó a encomendarle que desbastara las piezas que el Abuelo había trazado con lápiz en los bloques de caoba y que estaban destinadas a esculturas.

El Abuelo Gottdiener talando Hetzmek (Foto de Elena Gottdiener).

Hernández se convirtió en parte del proceso de elaboración de las esculturas del Abuelo; era algo así como los grupos de jóvenes pintores que colaboraron con Diego, Siqueiros u Orozco en la ejecución de los murales de estos grandes autores. Recuerdo en forma muy especial la escultura “Las Tres Comadres”, que era un grupo de tres mujeres mestizas que estaban inclinadas bañando a un niño recién nacido. Hernández entregó al Abuelo la figura ya con una forma muy bien definida y al recibirla, el Abuelo de inmediato la sujetó a la prensa y empezó a refinarla para darle su forma definitiva. Recuerdo el gozo del Abuelo al ir detallando los dedos del infante. Me decía: “Acércate, mira los deditos del nené” y se reía con ganas. Así fue sucediendo con un buen número de esculturas. Hernández trabajó en armonía con el Abuelo por más de veinte años, mientras por su parte él iba creando su propia obra.

Por todo lo aquí relatado, nunca pude explicarme lo que sucedió después de muerto el Abuelo. En un periódico local un conocido periodista cultural publicó una entrevista a Juan Hernández, en la que éste declaraba que él era realmente el autor de toda la obra escultórica de Gottdiener. Dijo: “A Gottdiener le decían el brujo, porque no había escultura y de pronto ahí estaba una nueva pieza terminada; esa pieza la había hecho yo”. Quiero pensar que, en su ignorancia, Hernández no había entendido cuál había sido su papel en la obra del Abuelo Gottdiener y alentado por gente mal intencionada, se atrevió a hacer esas declaraciones desmedidas.

La publicación de la entrevista causó una gran indignación entre toda la comunidad artística y cultural, al grado de que se convocó a una junta en la que el poeta Juan Duch Colell presentó un texto descalificando la inaceptable actitud de Hernández y remitiéndolo al orden. Se recolectó una gran cantidad de firmas para la publicación y ésta salió a la luz pública. Encabezaron las firmas Octavio Paz, gran amigo del Abuelo, y Luis Nishizawa, reconocido artista plástico de fama mundial. El resultado de la publicación fue que un par de figuras de primerísimo nivel de la plástica yucateca, pero que no querían al Abuelo Gottdiener, se dedicaron a promover la obra de Juan Hernández tallada en madera y le consiguieron espacios de muy buen nivel para montar exposiciones de su obra.

Hernández era un hábil ebanista y su obra creativa es muy buena. Realizó una producción de figuras talladas en madera que representaban tipos y personajes de la tradición popular. En su producción encontramos al vendedor ambulante, al ama de casa en sus labores cotidianas, al anciano mendigo por las calles de Mérida y a la pareja de mestizos en amorosa actitud; en fin, un rescate de las estampas populares. Pero entre la obra de Hernández y la del Abuelo mediaba un abismo de diferencia. Cada uno de los personajes del pueblo maya retratado por el Abuelo era un personaje real con una historia detrás; era un ser que existía en la realidad y que el Abuelo había recogido en un apunte al vuelo durante su estancia en las Misiones Culturales, primero las vasconcelistas y luego las cardenistas.

En cambio, los personajes de Hernández eran meras recreaciones sacadas de su imaginación y no correspondían a la vida real. En su larga estancia de trabajo en el taller del Abuelo, se nutrió de sus enseñanzas. A la égida del Abuelo fue aprendiendo a sacar vida de las duras maderas. Otra cosa sería si hubiera tenido la humildad de reconocerse como discípulo del Abuelo. Lo que es imperdonable es que muerto el Abuelo, pretendiera asumirse como el hacedor de su gran obra creativa. Esto lo descalificó totalmente. El Abuelo, Enrique Gottdiener Soto, es el gran escultor del pueblo maya. Es por ello que dada su ingratitud, Juan Hernández sólo merece ser recordado como un buen ebanista.

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