Hay halcones en los alambres: un cuento sobre el “Halconazo”

Los Halcones, grupo paramilitar del gobierno de Luis Echeverría.
Óscar Muñoz, testigo presencial de los hechos, escribe un cuento sobre la matanza del jueves de Corpus Christi en el 50 aniversario del "Halconazo", el cual continúa impune.

Ese día era jueves, jueves de Corpus Christi. Alberto y yo regresábamos de volantear en los camiones que circulaban por calzada de Los Gallos. Los avisos que repartimos eran para invitar a la gente a participar en el mitin programado para ese día en contra de las autoridades del gobierno. El mitin ocurriría en la explanada que quedaba frente a la Escuela de Medicina en el Casco de Santo Tomás, y estábamos convocados para el mismo a eso de las cuatro de la tarde.

Como la hora de la manifestación estaba cerca, Alberto y yo nos dirigimos hacia la Vocacional 3, que era nuestra escuela y también estaba dentro del Casco de Santo Tomás. En la entrada nos encontramos a Rogelio y Pedro, que eran de nuestro grupo, además de otros estudiantes que pertenecían a la Vocacional 6, la de ciencias médico biológicas, que compartía sus espacios con los de nuestra escuela. Ellos también habían volanteado el mitin en otras rutas de camiones. Todos habíamos agotados todos los volantes, y nos encaminamos hacia el lugar donde sucedería el mitin programado.

Cada escuela del Casco tenía un representante que hablaría en nombre de todos sus compañeros. Ya estaban ahí los compañeros de la Escuela Superior de Biología, la de Medicina, la de Contabilidad y Administración. Sólo faltaban los de la Escuela Superior de Economía, de la Wilfrido Massieu y de la Vocacional 8, la que quedaba al fondo del Casco, frente a la entrada del parque Plan Sexenal. Sí que nos juntamos muchos al final, digamos unos mil estudiantes, a ojo de buen cubero.

Los “Halcones” armados con rifles y varas de bambú agredieron a los estudiantes indefensos.

Los primeros en hablar, siempre en contra del mal gobierno, fueron los representantes de las escuelas superiores. Según el programa, los últimos participantes seríamos los de las vocacionales. Así que nos infundimos de paciencia y nos aprestamos a escuchar a los politos mayores. Sin embargo, luego de la segunda intervención, que hasta donde recuerdo era el líder de la Escuela Superior de Economía, unos compas se subieron al templete para convocarnos a unirnos con los estudiantes de las escuelas de Zacatenco.

Al principio, hubo muchas dudas de que los casi mil asistentes nos trasladáramos hasta más allá de la Lindavista. Ante la vacilación de varios, subió un segundo orador, nadie supo de qué escuela, para convencernos a todos de emprender el traslado a Zacatenco. Según él, engrosaríamos el mitin programado en Zacatenco y lograríamos llamar más la atención del gobierno para que escuchara las demandas estudiantiles. Ello fue, creo, suficiente motivación para que todos estuviéramos de acuerdo en enfilarnos hacia Zacatenco.

De inmediato, sin perder más tiempo, nos organizamos para formar contingentes por escuela y emprender el traslado. Como los cuatro compas de siempre éramos de las vocacionales que estaban ubicadas en la orilla norte del Casco, integramos la vanguardia de los grupos, ya que el conjunto completo saldría por calzada de Los Gallos y se encaminaría luego por la avenida Melchor Ocampo con dirección a Zacatenco. Sin embargo, por alguna razón desconocida, uno de los últimos oradores, aquellos que nos convencieron a todos de encaminarnos hacia Zacatenco, nos hizo entrar por la calle de Tlatilco, una cuadra antes de llegar a Melchor Ocampo.

Los Halcones, grupo paramilitar del gobierno de Luis Echeverría.

Tlatilco era una calle angosta que atravesaba las vías del llamado Ferrocarril Central. En realidad, eran vías que dejaron de usarse años atrás y habían quedado algunos vagones que eran usados como viviendas. Al llegar a la esquina exacta donde aparecían las vías del tren, nos cerraron el paso un par de tanquetas militares. En lo personal, nunca en mi vida había visto un tanque anti-manifestaciones de éstas. La situación sorprendió a todos, principalmente los que íbamos al frente del contingente. Así que, luego de algunas dudas sobre qué hacer, decidimos los de la vanguardia dar media vuelta y regresar hacia el centro del Casco de Santo Tomás.

Sin saber por qué, cuando llegamos de regreso a la esquina de Tlatilco y calzada de Los Gallos, la retaguardia del contingente de estudiantes había doblado a la izquierda para salir a Melchor Ocampo. Pero en la esquina precisamente de Los Gallos y Melchor Ocampo, otro par de tanquetas cerraron el paso para evitar que siguiéramos avanzando. Así que quienes antes formaban la retaguardia y ahora eran la vanguardia del contingente se encaminaron hacia la calzada México-Tacuba con la intención de internarse de nuevo al Casco.

Con muchas dudas entre los cercanos, como nosotros cuatro, tratamos de buscar otra entrada al Casco de Santo Tomás, para evitar encontrarnos con más tanquetas. Entonces, sólo nosotros dimos vuelta en la esquina de la calle Salvador Díaz Mirón con la intención de entrar por ahí a la avenida de Los Maestros, que era la principal del Casco. Sólo que, al ver que algunos que ya se encontraban sobre avenida de Los Maestros corrían con cierta desesperación, nosotros doblamos a la izquierda por la calle Lauro Aguirre, una cuadra antes de la avenida principal del Casco.

Los Halcones arremetieron contra los estudiantes propinándoles una paliza mortal.

En el camino, Pedro y Alberto se metieron por una calle que en realidad era una cerrada, es decir, una calle interna que no tenía salida ni al frente ni a los lados. Rogelio y yo los seguimos pero para sacarlos de ahí, ya que no tendríamos salida segura. Luego de convencer a Alberto de regresar a la calle Lauro Aguirre, nos dimos cuenta que ya no estaba Pedro. Nos internamos a la cerrada y no lo vimos, fue como si se lo hubiera tragado la tierra. Y sí, casi: lo encontramos debajo de uno de los autos estacionados en esa cerrada. Así que fuimos por él y salimos los cuatro de ese callejón sin salida.

De nuevo sobre la calle Lauro Aguirre, quisimos acercarnos a la calzada México-Tacuba para irnos de una vez por todas de aquel lugar, el cual se veía cada vez más inseguro. Íbamos hacia esa dirección cuando, una cuadra antes de llegar a la calzada, vimos cómo unos tipos que golpeaban fuertemente a dos estudiantes. Entonces dimos vuelta por la calle Amado Nervo, una cuadra tan sólo para llegar a la México-Tacuba. No tuvimos alternativa: si continuábamos por Lauro Aguirre hasta la calzada nos toparíamos con esos golpeadores. Así que entramos al Casco por Amado Nervo hasta llegar a la avenida de Los Maestros.

Ya sobre la calle más importante del Casco, dimos vuelta hacia la México-Tacuba para salir de ahí de una vez por todas, pero vimos en la esquina de la calzada, exactamente donde estaba la entrada de la Escuela Nacional de Maestros, a un grupo como de pandilleros, algunos con palos y otros hasta con armas largas. De pronto, sin darnos cuenta, Alberto había entrado a una de las casas de la colonia por una puerta que estaba abierta. Él nos llamó y lo seguimos. La puerta era la entrada a un predio que en realidad estaba en el segundo piso. La puerta daba acceso a una escalera que llevaba a la planta alta, y subimos los cuatro.

La masacre del jueves de Corpus Christi continúa impune.

Al terminar de subir, vimos que había tres mujeres, todas ellas embarazadas. Se trataba de un consultorio de obstetricia. Ahí estaba también el médico del lugar, quien se le veía muy nervioso. Y cómo no iba a estar así, si en su consultorio ya no sólo estaban sus pacientes sino también estábamos nosotros cuatro. Cómo nos habrá visto tan angustiados, que sólo nos dijo que no hiciéramos ruido y bajó por las escaleras que acabábamos de subir para cerrar la puerta de la calle.

Las mujeres, las tres que había, estaban sentadas y asustadas. Por nuestra parte, nosotros buscamos un lugar para sentarnos y tomar un respiro. Pero más tardamos en sentarnos cuando todos escuchamos algunos disparos como de rifles porque se oyeron muy fuertes. Pensamos que pudieron disparar muy cerca de donde estábamos resguardados. De pronto, pararon los disparos, aunque luego de unos diez minutos volvimos a oír nuevas detonaciones de un arma larga. En esta segunda ocasión, todos nos agachamos hasta donde pudimos, incluidas las pacientes del médico. Después de eso, todos sin excepciones quedamos mudos y muy quietos.

Así estuvimos todos: asustados y nerviosos, hasta que el médico, después de que pasó largo tiempo sin escuchar más disparos, nos pidió que ya nos fuéramos. Esto mismo les dijo a las mujeres, quienes realmente no sabían qué hacer. Al parecer, ellas querían irse ya de ahí, pero el temor les seguía deteniendo. Nosotros, por nuestro lado, también queríamos irnos. Así que Rogelio propuso que saliéramos todos juntos, tanto las pacientes del médico como todos nosotros. Y nos pusimos de acuerdo en cómo hacerlo: saldríamos del brazo de las mujeres. Ellas se sentirían protegidas por los cuatro y nosotros estaríamos resguardados por ellas.

Los Halcones emboscaron la marcha de los estudiantes.

Sin más, bajamos las escaleras y abrimos la puerta con el máximo sigilo para ver en qué momento podríamos salir a la calle. Luego de asegurarnos que no habría cerca algunos de aquellos golpeadores, emprendimos la huida. Una de las mujeres quedó en medio de Alberto y yo, quienes la llevábamos del brazo, como si fuéramos familiares o conocidos. Atrás iban Pedro, del brazo de la segunda mujer, y Rogelio, del brazo de la tercera señora. En realidad, serían los embarazos que nos protegerían a nosotros y a ellas mismas. Y así nos encaminamos todos hacia la calzada México-Tacuba.

Al llegar a la esquina de la calzada y la avenida principal del Casco de Santo Tomás, vimos que, en las puertas de entrada de la Escuela Nacional de Maestros, había tres o cuatro de los golpeadores, y uno de ellos armado con un rifle. Pero nos hicimos los disimulados y seguimos nuestro camino hasta llegar a la esquina y dar vuelta a la izquierda con dirección a Melchor Ocampo. Durante el trayecto, simulamos hablar con las señoras como si nada estuviera ocurriendo. Y así seguimos, a pesar de que los tipos de la esquina de la Normal se nos quedaron viendo todo el tiempo sin saber exactamente qué hacer.

Una vez que dimos vuelta hacia la avenida Melchor Ocampo, apresuramos el paso hasta llegar a la parada de los camiones, exactamente enfrente del cine Cosmos. Cuando llegamos a la esquina de la calzada México-Tacuba y Melchor Ocampo, los cuatro decidimos esperar a que las señoras subieran al primer autobús que pasara y, hasta que no estuvieran arriba, no nos iríamos de ahí. No dejaríamos a las señoras a su suerte. No fuera a ser que, cuando antes de que ellas subieran al camión, los pandilleros, que seguían al acecho, les agredieran.  

Luego de trascurridos como diez minutos de espera, por fin pasó el camión de la ruta Circunvalación, que les llevaría a todas hacia la zona de Chapultepec. En seguida le hicimos la parada y ayudamos a las señoras a subir al camión. Ya arriba las tres, nosotros nos vimos las caras y pensamos lo mismo: al momento de que el autobús continuara su viaje, los cuatro arrancaríamos a correr con dirección a La Alameda.  

Los cuatro atravesamos Melchor Ocampo como desquiciados y no paramos de correr hasta que llegamos a la esquina de Guerrero y avenida Hidalgo, donde está el jardín de San Fernando. De pronto, luego de tomar un respiro, vimos varias palomas que merodeaban la iglesia de San Fernando paradas sobre los alambres de electricidad del lugar. Todas esas aves de les veía alteradas. No era para menos, una parvada de halcones emprendieron un ataque en contra de las pobres aves que viven en el campanario de la iglesia.

En ese preciso instante, nosotros también fuimos atacados por un grupo de aquellos pandilleros, quienes unos a otros se gritaban “Halcones” y que nos estuvieron acechando todo el tiempo que tardamos en salir del Casco de Santo Tomás. Al principio, pensamos que no nos permitirían salir ilesos de la zona de guerra, allá por avenida de Los Maestros y la México-Tacuba, pero luego recibimos una golpiza marca diablo, y no nos quedó ninguna duda: nos darían alcance y nos madrearían hasta matarnos. De pronto, los monjes de San Fernando nos rescataron y nos llevaron dentro de la iglesia para ver si nos podían salvar la vida. Pero ya era demasiado tarde; no había nada qué hacer. Así que, hoy día, estamos los cuatro aquí, en unas urnas funerarias que los monjes colocaron en un nicho de San Fernando. Alabado sea el Señor.

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